La Torre de Zarragoitia en Bayamo por Juan Clemente Zenea en la Ilustración Cubana.
Los habitantes de las pequeñas poblaciones conservan sus costumbres con respeto y constancia, y muy pocos se atreven á alterar los usos de sus mayores, ya porque de este modo probarían que no les agradaban, ya porque semejante alteración dada ú conocer que olvidaban la memoria sagrada de los muertos.
Entre ellos se eternizan las tradiciones populares, y hasta las locas fantasías parecen tener en sus labios los colores brillantes de la verdad.
Las hijas del Bayamo recuerdan los cuentos y las leyendas antiguas con aquella especie de religión que presta á todas las relaciones de carácter serio, y ni profanan con ideas dudosas las escenas inverosímiles.
Pocas ciudades de la isla de Cuba encierran tradiciones mas bellas que Bayamo, y para satisfacer a mis lectores, voy á trasladar al papel los acontecimientos de un drama que otro escritor pudiera fácilmente inmortalizar al concederle las galas riquísimas de un lenguaje puro y armonioso.
Bayamo es una de las poblaciones que cuentan entre nosotros más largo tiempo de fundación, pero no es este motivo el que la distinga de las otras por su civilización y engrandecimiento: por ser ciudad interior tiene poco comercio, y ni siquiera recibe un numero regular de pasajeros cada año; esto, unido al poco amor que existe siempre hacia el estudio entre los moradores de las ciudades pequeñas, forman circunstancias poderosas para que camine muy despacio por el sendero de las artes y de las ciencias.
Las aguas cristalinas del caudaloso do que se arrastra a sus pies en lo más hondo de unos barrancos, semejan una cinta azul que la adorna en todas las estaciones; por algunos lados ciñen su horizonte las puntas desiguales de las lejanas sierras, y detrás del río, hacia el poniente, se distinguen los verdes cañaverales de un ingenio, columpiados muellemente por las brisas frescas de los trópicos.
Bayamo comienza en San Juan y concluye en Santa Ana, y la tortuosa calle que toca estos extremos tiene cerca de una legua de longitud: casi todas las casas son bajas, y varias torres de sus iglesias muy elevadas, por cuya razón sobresalen en los aires y pueden anunciar claramente con los sonidos de sus campanas las horas y los toques particulares que interesen a los vecinos.
En los arrabales de Bayamo hay una vieja torre, junto a la Barranca de San Juan, al frente de una fábrica de cera: esta torre es una especie de castillo feudal, de aquellos que nos describen los historiadores de la Edad Media, pero se halla tan arruinado y su construcción confunde de tal manera el estilo a que pertenece, que todos consideran fuese edificado en el siglo pasado.
En un cuadrado de tierra de cortas dimensiones se levantan todavía algunas columnas de piedra que cercaban en otra época los alrededores de un jardín; ahora crecen allí en vez de flores perfumadas y trémulos nelumbios, agrestes enredaderas y yerba menuda de prados.
En medio de esta plazoleta está situado el edificio principal, que contiene varias piezas con hermosos corredores y ventanas, pero todo destruyéndose lentamente, porque hace mucho tiempo que ningún viviente aparece en aquellas solitarias habitaciones; los subterráneos han ido cubriendo las pinturas que adornaban sus paredes con polvo y telas de arañas, y el río que corre á sus espaldas parece que desdeña acercarse á sus muros abandonados.
Por el año 18… se hablaba en todas las sociedades de un famoso bandido, á quien nadie conocía personalmente, y cuyo origen era un misterio: las mujeres aseguraban que tenía pacto con el diablo, y los criados imbéciles decían muchas veces que por las noches sabía transformarse en pájaro negro, y, sin ser descubierto, acechaba desde los tejados las acciones de sus enemigos.
Evelina era una bellísima joven de veinte abriles de edad, pura como el alma del niño, y más hermosa que un rayo del sol. Habitaba en una casa pobre y no tenía otra compañera que su abuela, anciana supersticiosa y tímida, que pisaba ya los bordes del sepulcro.
—Evelina, le decía una ocasión, toma este relicario: por una parte contiene un rizo de pelo de la cabeza de tu madre, y por otra la estampa de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. Cuando yo muera, acuérdate de colocarlo sobre mi ataúd, y antes que me sepulten vuelve á recogerlo y llévalo toda la vida sobre tu corazón.
Evelina prometió cumplir con todo lo que le pedía su abuela, y después de estampar un casto beso en la frente arrugada de la anciana, se dirigió a pararse en la calle para contemplar los transeúntes, única diversión de que gozan las mujeres pobres.
A pocos instantes, apareció delante de ella cierto joven conocido de su familia desde la época en que vivían sus padres, y entablaron ambos las más dulces conversaciones que pueden resonar en oídos humanos, al tratar de los éxtasis del cariño y de las exaltaciones de la pasión; porque desde los risueños días de la infancia se hablan unido con los estrechos lazos de la correspondencia íntima de los amores.
Llamábase el joven Casimiro Montalván: sus cabellos negros y sus ojos expresivos daban á su fisonomía cierto aire de grandeza que no poseen los hombres comunes; ordinariamente llevaba una mano á los labios y acariciaba con sus dedos las hebras del bigote más elegante de que haya podido enamorarse una dama orgullosa, despreciativa; su cuerpo garboso estaba en completo estado de desarrollo, y su estura no era ni alta ni pequeña.
Montalván no reía nunca; amable, fino y de decentes maneras, se captaba todas las simpatías, y no desmintió jamás la reputación que le daban de valiente, Ilustrado y galante.
Entró Montalván en la casa de Evelina, saludó á su abuela y se sentó junto á su amada. Las campanas de las iglesias anunciaban las oraciones, y, á pesar del frío que enviaba sobre la tierra la primera noche de diciembre, todos se pusieron en pié, inclinaron las cabezas y rezaron, como se acostumbra entre los cristianos.
—¿Qué noticias nos dais de las novedades que ocurren? dijo la abuela dirigiéndose á Casimiro, después de una breve pausa; todavía se refieren anécdotas del Bandido Misterioso, y hoy mismo he sabido que anoche desaparecieron dos amigas que paseaban cerca de la torre de Zarragoitia, y no hay quien no atribuya este suceso á ese verdugo, de cuyas manos nadie se salva.
—Efectivamente, esto es horroroso, respondió Montalván envolviéndose en una capa de paño oscuro: dicen que no respeta la virtud y la honradez.
—¡Jesús! exclamó la anciana!
—Sí, señora, y aun se agrega que á pesar de sus crímenes aborrece la maldad; pero como creo que el destino no le ha sido muy favorable, quiere vivir á costa de la sangre del prójimo.
—¡Dios nos proteja…! ¡Bendito sea su santo nombre…!
—Si yo hubiere amado á un mortal tan perverso, y descubriera algún día sus acciones, moriría como la flor que se marchita, como el río que se seca, repuso Evelina.
—¡Oh! no habléis así, exclamó Montalván, estremeciéndose.
—¡Y qué! ¿no seria triste, muy triste, recibir un desengaño igual?
—Es cierto; pero si ese hombre te adorara con todas las potencias de su alma, como te adoro yo, ¿serías capaz de aborrecerlo?
—¿Aborrecerlo?.. respondió Evelina, ¿aborrecerlo…? ¡nunca…! pero ¿Cómo puede hermanarse mi corazón sin mancha con un corazón impío…? ¿Ah! Montalván, afortunadamente tú eres bueno, no te separes del camino de la virtud, porque entonces me verías morir.
Montalván varió la conversación y con sus manos trémulas apretó las manos de aquella virgen. Así trascurrió la noche, y parecidas á esta llegaron otras, y del mismo modo se hubieran prolongado los años si no fuera preciso que todo lo que principia hoy ha de acabar mañana.
Con las primeras alboradas de enero se enfermó la anciana, y fué á dormir el sueño de los cadáveres en el lecho de la eternidad. Evelina quedó en el mundo sin parientes ni amigos, y no tenía otra esperanza que el amor de Montalván: era el ave cansada de los mares que vuela sobre las olas, y al tiempo de caer en las profundidades del océano, desde el borde de un bajel la salva un marino.
Cierto día, al declinar la tarde, recorrían ambos amantes las orillas del río, y sus pensamientos volaban á merced de las ilusiones en la región infinita del cariño y de la idealidad; su incierto paseo duró hasta la hora en que el universo se cubre con el manto lúgubre de las sombras, y parece que Montalván esperaba esta hora para aparecer á espaldas de la torre de Zarragoitia.
—¡Dios mío! ¿por qué me has traído por este sitio…? exclamó Evelina en el colmo del terror, volviendo la cara á su amante.
—¡Qué niña eres! respondió Casimiro ¿Parece que soy un hombre que dejada robar mi dama á cualquier ladrón? No temas, hermosa, ahora vamos a entrar en la torre, nos sentaremos en un corredor, á la salida de la luna los ángeles bajarán á arrullarnos con sus alas en tan poética soledad.
—Montalván, tus palabras me asustan ¿estás loco? ¿y si algún malvado nos sorprende y nos asesina?
—No, mi bien, en la torre vive el individuo que tú más quieres.
—¿Qué dices…? ¿Será verdad lo que en otra ocasión tuve miedo de pensar? ¿Eres tú por desgracia?
—No hablemos más aquí. .. pueden oírnos y nunca conviene que se informe nadie de nuestros secretos.
Evelina volvió á temblar como el ramo del sauce que agita el viento, como la rosa de Alejandría cuando se detiene en su seno odorífero la vagabunda mariposa de mayo; suspiró con amargura y obrando maquinalmente dirigió sus pies vacilantes á aquella mansión solitaria.
Entraron á un patio donde crecía la yerba con fecundidad, subieron por una escalera de tosca piedra y llegaron á una sala inmensa.
—Montalván, esto es el infierno, aquí no hay claridad, dijo Evelina con acento apagado.
—En este sitio no es prudente colocar luz, porque se distinguiría desde la ciudad, respondió el joven.
Continuaron caminando y al acercarse á un corredor batieron sus alas los murciélagos y el aire húmedo que se respiraba en aquella atmósfera, poseía sobre el cuerpo humano una influencia dañosa: el eco de las pisadas se prolongaba por las bóvedas sin que otro ruido turbase el silencio solemne que reinaba en todo el edificio, y la pobre niña Iba perdiendo sus fuerzas.
—¡Piedad, amigo mío! exclamó después de algunos instantes, chocando sus dientes unos con otros. Piedad ¡ten lástima de tu amada!
—No tiembles, ya tendrá fin nuestro camino… No se detuvieron un momento y empezaron á bajar una escalera de caracol al término de la cual los ojos de la hermosa encontraron un aposento adornado con magníficos muebles, iluminado por la llama de un quinqué colgado del techo.
—¡Montalván…! dijo Evelina recostándose en el hombro de su prometido esposo y bañando con sus lágrimas el robusto brazo de aquel atleta.
—Ya ves, querida mía, la sorpresa que te preparaba, y al mismo tiempo te ofrezco esta morada porque sé que debe agradarte la disposición con que está adornada: todo está adornado por mi gusto, y ese lecho que ves cubierto con blanquísimas gasas es nuestro lecho nupcial. Nuestra vida será más grata en lo adelante.
—Prefiero la casa de mis padres, aquí tengo miedo.
Montalván la acarició y al sonido de una campanilla hizo aparecer á una criada para que mudase de vestidos á la señora que ya reinaba en la torre de Zarragoitia; el se despidió enamorado como siempre y prometiéndole volver dentro de cortos instantes…
Acababan de sonar las doce de la noche, cuando la heroína de nuestro cuento, que no podía reconciliar el sueño, oyó un ruido extraño detrás de las paredes, como el que forma un cuerpo al caer en tierra, y consecutivamente un quejido lastimoso.
Después volvió á imperar la paz y el mismo silencio. Montalván no aparecía y ¡cuán en vano le esperaba su novia entristecida! A la madrugada se oyeron en la escalera las pisadas firmes de un hombre que bajaba: Evelina sintió oprimido su corazón, cerró los ojos porque no sabía qué hacer para inspirarse valor, y cuando los abrió de nuevo, tuvo el consuelo de ver al lado suyo al elegido de su amor.
—¡Me has engañado, cruel! dijo la hermosa: tus manos tan queridas acaban de mancharse con sangre; ¡esto es indigno!
—¿Y de qué modo pudiera poseer riquezas y brindarte comodidades? ¿de que manera me fuera fácil vivir para siempre á tu lado? Soy pobre y es preciso que la muerte de otros ayude a sostenerme; aborrecía el crimen, pero á fuerza de ejercitarlo casi me es indiferente.
—¡Eran tan dulces tus palabras en otro tiempo, que al presente me causan horror!
—Evelina, no me olvides jamás, perdóname y sigue en este aposento; hoy recibirás la visita de mi único amigo que habita en otro subterráneo al extremo de la torre: su conversación es agradable y te respetara porque me conoce, me estima y sabe lo que le había de suceder si osase serme ingrato…
Al otro día recibió en su aposento a hermosa al amigo de Montalván, y á su presencia no pudo menos que estremecerse, pues era uno de esos hombres que simpatizan con todas las personas, no tanto por su elegante apostura como por el sello de grandeza que se advierte en sus maneras.
Ambos quedaron solos al cabo de un momento, y Evelina fué la primera que interrumpió el silencio.
—¿Amáis el crimen también? le dijo con timidez.
—Mis manos no se han manchado jamás, respondió el joven, pero ¡Siento que se pasa tan fácilmente de la virtud al vicio!
—¡No habléis así!
—Sin embargo, replicó, por ahora conozco que no descenderé al abismo, camino á sus bordes y no quiero fijar mi vista en su fondo lóbrego.
—Dios os bendiga y socorred á los tristes, exclamó Evelina; yo no he querido más que una vez y ese primer amor se ha desvanecido; deseo abandonar á Casimiro y voy á morir lejos de esta torre; indicadme un senda que me conduzca á la ciudad y grabaré vuestro nombre en este relicario que contiene por un lado la imagen de la Virgen de la Caridad, y por otro un rizo de la cabellera de mi madre.
Al concluir de pronunciar estas palabras, sacó de su seno el relicario y estampó un beso en sus tapas de oro.
—Cuando la noche se aproxime huiremos los dos de esta torre maldita, y los ángeles nos custodiarán.
La conversación fué animándose, y aún hubo de ambos jóvenes ciertas expresiones dichas en voz baja, que revelaban el germen de un cariño feliz.
Hundióse el sol detrás del río azul que besa aquellos lugares, y al toque de la oración se distinguían salir dos personas por una puerta de la torre; caminaban presurosas y tomaron por la primera calle que conduce á la población; eran Evelina y el joven que la visitó por la mañana…
Montalván oyó ruido al pasar por un corredor y corrió hacia el subterráneo de su amada.
—¡Maldición! exclamó al ver abandonada la habitación, el pérfido me roba el tesoro y tal vez referirá á la justicia mi nombre y mis delitos ¡Ella…! también ha desaparecido! ¡Ella! ¡mi único amor…! y apretando sus manos convulsas exclamó derramando amargas lágrimas: ¡Yo los encontraré! ¡pobre del infiel y ay de la ingrata!
Frenético recorrió los más ocultos rincones de la torre, subió á los más altos pisos, y al fin se recostó en el barandaje de una ventana colocada frente al río . Vagaron sus miradas por todos los horizontes y sólo distinguió un lucero entre las pardas nubes, que iba debilitando lentamente su luz.
Creyó que aquel punto de oro era el alma de Evelina que subía en aquel momento á las regiones del paraíso, lloró con desconsuelo y apoyó la boca de una pistola en la sien derecha, y el eco respondió á lo lejos con un grito fatal…
Desde aquella noche se nota un pájaro del color de las sombras, que comienza á cantar siempre que las campanas de la Iglesia mayor anuncian las oraciones: se cree que por medio de la transmigración vive en su pecho el espíritu de Montalván, y que viene á explicar á los jóvenes los desengaños de la amistad y las perfidias del amor.
Juan Clemente Zenea
Bibliografía y notas
- Zenea, Juan Clemente. “La Torre de Zarragoitia”. Ilustración Cubana. Año 1, núm. 35, 1885, p. 274.
- Zenea, Juan Clemente. “La Torre de Zarragoitia”. Ilustración Cubana. Año 1, núm. 36, 1885, pp. 282-283.
- Gelpi y Ferro, Gil. “Vista del Fuerte de España. Antes Torre de Zarragoitia. Bayamo”. Álbum histórico fotográfico de la Guerra de Cuba desde su principio hasta el Reinado de Amadeo I. Imprenta La Antilla de Cacho Negrete, 1872.
- Historias y Leyendas.
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