

Ofrece Raimundo Cabrera con “Siete años después” una visión de la evolución republicana en sus primeros años de existencia. Harto de viajes, de negocios, de trabajos forenses y de luchas periodísticas, he vuelto, al cabo de siete años, á buscar refugio, durante el verano, en el plácido retiro que tuve el devaneo de construir, como casa de campo, en los lindes de la ciudad. Los árboles que planté hace dos lustros, han resistido á los ciclones, y cuidados por el jardinero, me prestan ahora con sus sabrosos frutos la sombra de su follaje.
La choza de campesino de mis juveniles ansias, se ha ensanchado y embellecido para dar cómodo albergue, como en hotelito veraniego, á todos mis hijos, aumentados y reproducidos, y bajo el frondoso álamo y el verde cocotero que me cobijan durante las horas de la siesta para aspirar la frescura de la brisa, ya no me asaltan y triscan mis propios pequeñuelos (que ya grandes), sino me rodean y aumentan mis cuidados y alegrías los pequeñuelos de mis hijos…
¡Son seis…! Todos juntos no suman, con edades respectivas, doble número de años del que ha transcurrido desde que escribí las primeras cartas Desde mi sitio… y todos hablan y balbucean, y saltan y ríen, y tienen los cabellos rubios, los ojos vivaces, los rostros lindos… y cada uno de ellos, mientras tira de mi levita, me quita el libro que leo, me sustrae el lápiz ó arranca las hojas del cuaderno en que escribo é interrumpe con sus gracias mis meditaciones, me hace sentir la verdadera dicha terrena:












La que niega la vejez y sus tristezas sombrías, la dulce y suave emoción de la paternidad, que es el bien soñado, el amor presente y la verdadera esperanza del mañana: la otra vida, que perdura en los hijos y en los hijos de nuestros hijos…
¡Siete años…! No pasan en balde, ni para los individuos ni para los pueblos. Cuando en 1904 describí estos sitios de la ciudad, yermos y abandonados en 1901, nuestra República disfrutaba la calma y satisfacción de su primer período. Dirigía sus destinos aquel varón modesto y probo que en la revolución se llenó de merecido prestigio y que, más que por deficiencias de intelecto y de carácter, por no conocer á su pueblo y errar en la elección inoportuna de torpes consejeros, tuvo la más triste, inesperada y desastrosa caída…
Una revolución mal aconsejada, una nueva intervención extranjera, aunque noble y generosa, lamentable esta vez porque fué traída por nuestras propias disensiones, el restablecimiento de las instituciones patrias y del Gobierno propio y un segundo Gobierno republicano de vida inquieta, combatido por oposición apasionada, más inexperto que errado, más complaciente y débil con sus propios elementos constitutivos y sus mismos adversarios, que inmoral en sus procedimientos…
Y una lucha pasional y candente, iniciada ya entre las distintas agrupaciones políticas y en el seno de cada una de ellas por la conquista del poder en las próximas elecciones presidenciales, es el cuadro histórico accidentado, complejo, del breve espacio de tiempo á que me refiero…
Parece á primera vista, у pudiera afirmarse, que un pueblo que cambia de gobiernos por la revuelta y por la guerra, en cuatro formas distintas durante sólo doce años, debiera vivir lánguido y estancarse en el mayor atraso…
Pero basta al observador sereno contemplar en un radio determinado la transformación que en el país se opera, para negar aquella deducción.
Hace diez años creí fundar en esta colina del Príncipe, entonces deshabitada un asilo reservado y solitario para mi recreo y descanso… La vista abarcaba en un ancho espacio campos yermos y cultivados serpenteados por senderos escabrosos y poco transitados…
Abajo, relativamente distante, la ciudad con su bullicio, sus construcciones bajas, sus techados de tejas rojizas, sus vías de comunicación que la acercaran;
Á la izquierda el mar con su horizonte azul, bajo un cielo diáfano, rompiendo el oleaje en los arrecifes cercados de un litoral desierto; á la derecha, los caseríos lejanos del Cerro y de Jesús del Monte blanqueando sobre el fondo verde de las colinas que circundan le planicie en que está edificada la Habana. Y al fondo, el campo, el pleno campo cubierto de arbolados y de gramas…
El Vedado era, allá lejos, un caserío desparramado en que se iniciaba defectuosamente un proyecto de ensanche y al que se llegaba con dificultad por un camino fangoso y por un ferrocarril de máquina de vapor, casi desmantelado…
Ahora… la ciudad pletórica, llena de movimiento y vida, ha prolongado sus calles: los solares yermos se han cubierto de nuevas casas de pisos elevados; las calles que parecían detenerse tímidas ante los arbustos de las colinas, han llegado compactas, rellenas, hasta la línea de la calzada de la Infanta, que era el non plus ultra, y pasando a través de ella se han elevado hasta las alturas con construcciones elegantes y palaciales.
La tabla y la teja han desaparecido para ser sustituidas por los sillares y el cemento. La línea de carros eléctricos ha dominado las alturas y las distancias, y la luz conducida por tuberías y alambres ha disipado la obscuridad de los barrios lejanos.
La línea de edificios construidos junto al litoral oculta los arrecifes de la playa; en el fondo verde de las colinas de Jesús del Monte se destacan las siluetas de millares de edificios, blancos y esbeltos. Y el Vedado, que era un caserío tímido y desparramado, se ha rellenado y unido en línea continua, como si dijera, en abrazo estrecho con los barrios de la Habana.
La casa mezquina de la colonia ha desaparecido en cifra considerable, y de ella quedará escaso memento al paso que se anda y las clases acomodadas, y las clases pobres, van teniendo, día por día, habitación mejor, rica, cómoda, amplia y sana.
Los jardines abandonados que fueron lugar de recreo exclusivo é inútil de los procónsules, están sellados de kioscos y construcciones de reciente exposición industrial. El cuartel donde moraban pelotones de inútiles soldados, convertido en Universidad, se adorna con una suntuosa Aula magna y modernos laboratorios y escuelas;
El Castillo del Príncipe, inútil para la guerra y asilo de perniciosa soldadesca, se ha transformado en Prisión del Estado; los hospitales se han ensanchado y mejorado sus departamentos, y con la urbanización rápida de estos lugares, las carreteras y caminos abren al ensanche fáciles comunicaciones…
La roca seca y árida ha producido fecundantes manantiales: el erial es un valle…
¿A qué se debe todo esto?
Pues no pueden negarlo los pesimistas, los agoreros y menos los panegiristas del pasado.
Al Gobierno propio: á la libertad, que es siempre fecunda y próvida.
Si nuestra República, por ser nueva, marcha con difíciles é inexpertos pasos; si nuestros estadistas, como Estrada Palma, se equivocaron, ó como el General Gómez, yerran en la dispensa de gracias y en las prodigalidades de sus partidarios, el ideal del pueblo cubano está realizado. Es libre y prospera.
Cien años de coloniaje no nos hubieran dejado nunca ni la mitad del-bien que ha producido el Gobierno independiente en diez años: ese bien material y moral que yo contemplo realizado en un radio de veinte millas desde mi sitio: que el país y los extraños en más amplia esfera lo contemplan en nuestra agricultura, en los ferrocarriles, en las carreteras, en los caminos, en las poblaciones del interior, en todas partes.
Si mi destino me reservase la satisfacción de enseñar dentro de pocos años á mis nietos, que ahora balbucean y triscan á mi alrededor y no piensan, la historia de Cuba que en la desgracia y en las emigraciones y después he enseñado con lágrimas á mis hijos; contándoles desde este sitio lo que fuimos y lo que somos, pintándoles las desdichas del pasado, las conquistas presentes y las sólidas bienandanzas del futuro; colmándolos de caricias y de besos; sabiendo que han de ser ciudadanos dichosos de un pueblo ordenado, libre y próspero, me sentiré rejuvenecido en aurora de paz y de sosiego.
¿Qué más, en su retiro, pudiera ser la aspiración de un abuelo?
Raimundo Cabrera.


De los hijos de Raimundo Cabrera Bosch y su digna esposa Elisa Bilbao Marcaida y Casanova el doctor Ramiro Cabrera Marcaida1, fue abogado y casó el 26 de abril de 1907, con doña Juana de Dios Du’Quesne y Montalvo, hija de don Francisco Du’Quesne y Arango, VI Marqués de Du’Quesne naciendo de este matrimonio Mercedes, Juvenal y Ramiro Cabrera y Du’Quesne (Aparecen los tres en las fotografías de esta página).
Bibliografía y notas
- Santa Cruz y Mallén, Francisco Xavier. Historia de Familias Cubanas. Vol. VIII. Ediciones Universal, 1986, p. 60. ↩︎
- Cabrera, Raimundo. “Siete años después”. Revista Letras. Año VIII, núm. 13, 7 de abril 1912, pp. 154-155.
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