Tiempos Viejos desde la Revista Social por: Francisco de P. Machado (Del Concurso de Cuentos de Asunto Cubano) Lema: Tempus edax rerum (Tiempo devorador)
Mi abuelo vivía en la Habana. Frisaba en los 80 años y conservaba su memoria y cabal razón, pero negaba haber cumplido más de 75 primaveras, porque, con la memoria y la razón, conservaba también su magnífica dentadura, limpia y fuerte, con la cual todavía, echándose en la boca un puñado de aceitunas, las trituraba, huesos y todo con tanta facilidad como si fueran rositas de maíz
¡Era una gran dentadura la de mi abuelo! Jamás fue a casa de un dentista; jamás tuvo, tampoco, dolor de muelas.
A ratos me relataba cosas de su época, de allá por los años de 1830, cuando ya era pollón de 24 abriles, sin haber tenido novia.
—En mi tiempo —contaba— no se conocían los ferrocarriles. Los viajes a la Habana, desde allá del Camagüey, eran muy dificultosos. Los que tenían necesidad de hacerlo, si se decidían por la vía marítima, trasladábanse al litoral, esperando allí a que recalara barco velero (pues no había vapores) de los que llegaban de España, para en él seguir viaje a la Habana, y vice-versa.
A no ser —agregaba— que se aventuraran, como preferían algunos, a embarcarse en goleticas costeras, exponiéndose a todo genero de accidentes, o a no llegar nunca. La mayoría de los que por necesidad hacíamos viajes a la Capital, preferíamos realizarlos por tierra, pues eran más breves, aunque nunca duraban menos de veinte días, y otros veinte para regresar.
Peligros no faltaban (ya te contaré algo luego) y siempre nos confesábamos, haciendo también testamento, antes de emprenderlos.
—Yo vine dos ocasiones —me decía— en mi mulita obscura, que era una gran marchadora. Los mulos no sirven para estos viajes largos. Ha de ser mula, o yegua; pero la mula es más resistente y preferible, tiene el casco recto y saca mejor la pata de los pantanos, su paso es breve y suave.
—Siempre nos reuníamos dos, o tres, o más, amigos, para estas expediciones, tanto por venir acompañados, como para defendernos de los bandoleros, si era necesario.
—¿Y qué armas usaban ustedes entonces? -le pregunté.
—Pues pistolas, que se disparaban con piedras de chispas y trabucos naranjeros.
—¿Cómo naranjeros, abuelo?
—Naranjeros porque lea cabía una naranja en la boca del cañón… Eran terribles, aunque no de mucho alcance… Pero déjame seguir.
Presté atención y él continuó.
—Caminábamos al paso de las bestias la primera hora de la mañana, hasta que el sol calentaba demasiado. Hacíamos alto a la orilla de algún río, o arroyo, bajo una buena sombra, y se cocinaba el almuerzo: arroz, plátanos fritos, o asados, carne de puerco frita, o tasajo de vaca.
La candela la producíamos con eslabón y yesca. Eso de los fósforos es cosa de ahora… No me gustan tampoco —agregó — pues se apagan mucho con el viento y uso todavía mi yesquero… Mira: hace más de cincuenta años, que tengo éste…
Y lo sacó para que yo lo viese. Era el extremo agudo de un tarro fino de res, en cuyo hueco colocaba la mecha.
—Ya lo he visto, abuelo, prosiga- le rogué, interesado en el relato.
—Después de almuerzo sesteábamos hasta las dos, bien colgando hamacas entre los árboles, o bien echándonos sobre la hierba, quedando uno de guardia al cuidado de las bestias…
—¿Pero, no tomaban café, abuelo?
—Ya lo creo; y mejor que éste, mezclado no sé con qué cosas que toman ustedes ahora. Lo endulzábamos con miel de abejas, y se molía machacándolo entre dos piedras. ¡Aquel sí que era café! ¡Y cosechado en casa! ¡Caracolillo puro! ¡En aquella fecha no había molinos de café.
—¿Y después, abuelo, que hacían?
—Pues emprendíamos la marcha de nuevo, casi a rumbo. No habiendo camino, propiamente dichos, atravesábamos la sabana, siguiendo algún trillo, o bien entrando en el monte por alguna vereda, aunque siempre llevábamos práctico.
Donde nos cogía la noche allí acampábamos. En seguida juntábamos candela y freíamos los plátanos, con la carne, pues quedan así más sabrosos; hervíamos un jarro de café, que duraba toda la noche, dejándolo cerca de las brasas, bien tapado…
Aquello, jarros, que llamábamos peroles, con su tapa muy buena, eran de cobre. La hoja de lata no se conocía apenas, o no era cosa común. Las tazas para tomar el café y el agua eran de güira cimarrona, como también las fuentes y los platos, pero estos los hacíamos de otra clase de güira grande, así… —dijo con entusiasmo, abriendo los brazos. Y continuó:
—Toda la noche vigilábamos, turnando, por miedo a los bandoleros. En la mañana poníamos los aparejos a las mulas…
—¿Cómo loa aparejos, abuelo?
—Sí, aparejos. Entonces no se conocía otra clase de montura en el campo. Por cierto que eran muy cómodos, aunque sin estribos… Yo los fabricaba en casa muy bonitos…
—¿Y con qué los fabricabas?
—Con juncos del arroyo, eneas de plátanos y cáscaras de guamá… No me interrumpas más… Como te iba diciendo, nos levantábamos temprano, bebíamos el café… Candela se conservaba, porque siempre dejábamos algún tizón encendido que duraba hasta la mañana. Algunas veces se asaban boniatos, o plátanos, o maíz tierno, si era la época de maíz, para ir comiendo por el camino…
—¿Dónde encontraban boniatos y plátanos?
—Pues los traíamos en dos o tres bestias cargadas con las vituallas; acémilas que se dicen. Pero ¡qué torpe eres! -dijo, mirándome mal humorado. Así caminábamos halla llegar cerca de Matanzas… Ya por esa parte encontrábamos algún jato.
—¿Qué es jato, abuelo?
—Jato era una casa en el campo donde vivían gentes y había ganado y siembras… Pero los jatos o corrales, se hallaban muy lejos unos de otros… Ya te relataré luego un cuento muy interesante de lo que me pasó cerca de Jato Arriba.
—¿Cuéntamelo, abuelo?
—Ahora no, porque es muy largo, y quiero contarte otras cosas… De este modo, en unos veinte días, llegábamos a la Habana… La Habana entonces…
—Pero no me cuentes eso, abuelo; me lo contaste el otro día. Dime cómo vivían ustedes en aquellos tiempos; qué hacían, qué comían, cómo recibían los periódicos y las cartas, si iban al teatro, si se ponían frac… la música…
—Todo se hacía en la casa -agregó después de una pequeña pauta y de que le hube suavizado con mis cariñosas excusas, y continuó:
—El arroz se cosechaba para todo el año, amarrándose en mancuernas que se colgaban del techo de la cocina para que les diese el humo del fogón. Así soltaba mejor las cáscaras cuando se pilaba…
—¿Cómo se pilaba, abuelo?
—Pues en un pilón.
—¿Qué cosa es pilón?
—Pilón —me dijo, revistiéndose de paciencia, es un tronco de sabicú, o de otra madera dura, grueso, de vara y media de alto, que se horoda longitudinalmente por el centro, formando cono y haciéndole un hueco ancho y profundo, como de dos pies, poco más o menos.
El otro extremo, cortado bien a escuadra, para que no tambalée es la base. Dentro del hueco se coloca el arroz con cáscaras y se le pega fuerte con la mano del pilón…
—¿Qué cosa es la mano del pilón?
—Pues algo así como la mano de un mortero; pero de madera gruesa y pesada, más delgada al medio, y redondeada en los extremos… Cuando se ha pilado un rato y parte del arroz ha soltado las cáscaras, se avienta…
—¿Cómo se avienta, abuelo?
—Poniéndolo en un gran plato de palo, parecido a esos de latón… El aventador se sitúa donde haya aire, y, cuando no hay, se sopla duro.
El viento (y por eso se dice aventar) se lleva las cáscaras, y, por un movimiento de sube y baja, el aventador hace levantar el arroz del plato, exponiéndolo al aire de modo que caiga otra vez en él con menos cáscaras… Se sigue pilando hasta no quedar más que los machos.
—¿Y qué son machos?
—Los machos son aquellos granos rebeldes, que por más que los pilen no sueltan las cáscaras. Después de pilado el arroz, las mujeres separaban los machos, que son los menos, de las hembras, que son los más…
—¿Qué son las hembras, abuelo?
—Decimos arroz hembra a todo grano que ha soltado la cáscara.
—Las abejas -continuó con cierto orgullo- nos daban el dulce y el alumbrado. Mamita hacía con la cera unas velas magnificas… Mejores que ese gas y ese alumbrado eléctrico, pues no apestaban ni se descomponían…
—¿Y cómo las hacía mamila, abuelo}
—Muy sencillamente. Un aro, parecido a esos de las pipas, formado con un bejuco, se colgaba de una viga del techo, de modo que luego pudiera girar, dando vueltas. En él se amarraban pabilos de tramo en tramo.
Debajo, en un caldero, a fuego lento, la cera se conservaba derretida. Colocábase éste de modo que los pabilos cayeran perpendicularmente al centro del mismo, al girar el aro. Después con una jícara, se tomaba la cera derretida, bañando los pabilos uno a uno, el aro girando, hasta dar a la vela el grueso apetecido… ¡Muy buenas que eran!
—¿Qué cosa es jícara, abuelo?
—Jícara es la corteza de la güira. Partidas en dos, hacíamos con ellas platos, fuentes, jarros y hasta cucharas. Naturalmente, con la forma de la güira.
—¿Y no se apagaban las velas, abuelo?
—¡Hombre! Si se apagaban, pero para eso teníamos guarda-brisas…
—¿Qué eran guarda-brisas?
—Guarda-brisas, eran unos tubos de vidrio, finos, transparentes y muy limpios, de pie y medio de alto, dentro de los cuales se colocaban las velas en sus candeleros para protegerlas del viento… Algo así como un bombillo grande. Con la miel -continuó- endulzábamos el café y hacíamos sambumbia.
—¿Sambumbia? ¿Qué era sambumbia?
—Sambumbia era un refresco; agua y miel de abejas,con un ají guaguao dentro, para darle un poquito de picante. El azúcar vino luego, más tarde, cuando empezó a divulgarse la caña dulce… Entonces comenzamos a elaborar raspaduras…
—¿Qué cosa es raspadura?
—Raspadura ¡bobo! es azúcar negro. Las hacíamos exprimiendo las cañas con las manos, retorciéndolas así… (e hizo ademán de retorcer).
Hervíamos el guarapo y cuando se concentraba o evaporaba, echábamos la pasta en moldecitos cuadrados hasta que se endurecía al aire. Luego animándose continuó:
—La carne y la manteca nos la daban los puercos. De los puercos hacíamos también zapatos para los varones.
—¿Cómo zapatos, abuelo?
—Si: zapatos de puerco. ¡Y qué magníficos! Cada vez que se mataba un puerco, lo que acontecía a menudo, aprovechábamos los pellejos de las piernas traseras, sacándolos enteros, quedando así como unas bolsas.
Se amarraban fuertemente las partes estrechas, y esas eran las puntas; algo semejante a los zapatos largos que usan ahora las mujeres, aunque no diré que tan bonitos…
La parte ancha, donde hace la rodilla del puerco, convenía perfectamente con el calcañar, y, arriba, sobre la garganta del pie, por encima del tobillo, ya en la pierna, se amarraba con un cordón, igual a como se amarran hoy los zapatos, aunque tampoco diré que con tanta elegancia.
Aquellos zapatos crudos, naturales, eran muy frescos y dúctiles, pues como la piel del puerco siempre conservaba alguna grasa, el pie se mantenía suave, sin callos… y húmedo de manteca.
—Pero, abuelo, eso debía ser asqueroso! ¿Y las medias?
Me miró con ira:
—¡Cállate, mentecato! ¡En tu vida has visto nada más limpio! ¿Quién te ha dicho que entonces se usaban medias en el campo? Y agregó:
—La manteca de puerco, cebado con palmiche…
—¿Qué es palmiche?
Pero ¡hombre! ¡qué ignorante eres! Palmiche es la fruta de la palma. Pues bien la manteca se guardaba en botijas de barro y se conservaba divinamente. De los puercos se aprovechaban también las vejigas, aunque por ser algo pequeñas preferíamos las de las reses.
—¿Qué son vejigas, abuelo?
—¡Con que no sabes lo que son vejigas, pedazo de alcornoque! -exclamó mal humorado.
Me quedé perplejo respecto al uso que de las vejigas hacían nuestros abuelos. El lo comprendió y sonriéndose explicóse así:
—Las vejigas las inflábamos y estirábamos lo más posible, secándolas al sol, y sobándolas luego hasta ponerlas muy suaves; después las ahumábamos, echando tusas y raspaduras sobre las brasas para que tomasen un color encendido, casi rojo.
Las mujeres las ribeteaban, y hasta bordaban, y, cortándoles un pedazo de la parte alta, quedaban así como unos saquitos muy cómodos y muy monos, donde, con vainillas, se guardaban los tabacos para fumar. El tabaco lo cosechábamos, y las mujeres torcían para el consumo de cada hogar.
—Y dime, abuelo, ¿qué clase de zapatos usaban para los bailes? ¿Los mismos de pellejos de puercos?
—No; teníamos nuestros borceguíes de becerro para los días de fiestas y para salir; también de vaqueta amarilla para el diario, pues no siempre usábamos de puerco; pero sin medias… Se bailaba el zapateo al son de una bandurria…
—Y las mujeres ¿Qué zapatos usaban? le interrumpí.
—Ellas mismas se fabricaban su calzado de género; eran zapateras y sombrereras.
Tenían sus hormas, sus leznas, su hilaza, y no sólo fabricaban de género y pellejo su propio calzado, sino también el de los muchachos chicos. Los sombreros eran de yarey, tejidos por ellas. ¡Y muy finos y elegantes por cierto!
Eso de los jipijapas vino luego, pero costaban mucho… La loza, es decir, no la loza, los platos, las fuentes, las tazas, las cucharas, etc., eran de güira y de madera, según el tamaño… ¡Y muy buenos servicios que prestaban sin costar nada!
El maíz se molía en dos piedras redondas, colocadas una sobre la otra; la de abajo fija y la de arriba se hacía girar sobre ella, a mano, por medio de una vara perpendicular que entraba en dos orificios, uno en el techo, y el otro en la piedra.
El frote de las dos daba una harina finísima, superior, y con leche era deliciosa! También las mujeres cocinaban maíz posol, o maíz finado, pues de ambos modos se llamaba. Lo hervían con cenizas hasta ablandarlo. Luego lo lavaban muy bien, y con manteca y sal… ¡Divino!
—¿Qué cosa es maíz posol, o finado?
—Pues maíz salcochado con cenizas; ya te lo expliqué… ¡No seas tan borrego!
—Por lo que veo, abuelo, comían ustedes muy bien… -dije para animarlo.
—¡Vaya que sí! Y los ajiacos! Habías de haber probado uno de aquellos ajiacos hechos con toda clase de viandas, yucas, malangas, ñames, plátanos verdes y maduros, agujas de puerco, su limoncito y pedacitos de ají guaguao!
—Abuelo, ¿Y qué compraban en las tiendas?
—¿En las tiendas? Pues sal, orégano, comino, ropa…
—¿Y pimentón, abuelo?
—No, pimentón no; porque teníamos bija, de mejor gusto, que coloreaba el arroz y el ajiaco, y la cosechábamos en la casa, así como el perejil y el culantro, los frijoles negros, de carita y caballeros, quimbombó, maní y ajonjolí.
—¿Qué cosa es bija, abuelo?
—Bija es un arbustico que produce unas cajetas, dentro de las cuales hay semillitas de buen sabor, que son colorantes. Pudiéramos decir que bija es el azafrán cubano.
—¿Y tasajo brujo, abuelo?
-¡Quita allá! ¡Quién come carne bruja habiendo de puerco ahumada con hojas y leña de guayabo! Además, entonces no se traía carne bruja… Eso vino luego…
Y agregó con reposo:
—La ropa la hacían las mujeres, lo mismo la de ellas que la nuestra, aunque entonces era muy sencilla y la moda siempre igual…
—¿Cuál era la moda?
—Para el diario, en el campo, camisa de rusia, o listado, de falda corta, pantalón de la misma tela…
Las mujeres, casi invariablemente, usaban tela de listado azul, o rojo, a rayas.
—¿Y no había corsets, abuelo?
—¡Qué corsets ni qué ocho cuartos! ¡Vaya unas preguntas! Un trajecito y un fustán…
—¿Y qué es fustán?
—Fustán… fustán… no lo recuerdo bien. Pregúntaselo a tu abuela.
—Muy interesante abuelo dije, y pregunté en seguida -¿Y el pueblo estaba muy lejos?
—Según donde se viviera, pero siempre llevábamos guacabinas.
—¿Qué es guacabina, abuelo?
—Pues guacabina, era carne frita, plátanos fritos, boniatos, huevos salcochados, etc., etc., para comer por el camino…
—¿Y por qué llamaban a esa comida guacabina, abuelo?
—¡Vaya unas preguntas! Siempre la llevábamos en un catauro…
—¿Y qué es catauro?
—Catauro es un envase hecho de yaguas, como una jaba, aunque diferente… Hacíamos en la casa el almidón para la ropa. El queso de mano y curado era también muy bueno, y en casa lo hacía mamita… Yo tomaba el suero, que me gustaba muchísimo.
—¿Qué cosa es suero?
—Suero es el agua que contiene la leche… Cuando el queso se pone en prensa, la parte líquida que se escapa de él se llama suero… Los quesos se guardaban en el escusabaraja.
—¿Qué es escusabaraja?
—Pues un cuadro de tablas que se cuelga del techo. La soga que lo sostiene pasa a través de una botella horadada por el fondo, que queda en el centro para que los ratones no puedan bajar a comer los quesos…
Los yugos, los arados, las mesas, los taburetes, las barra de catre, todo eso se hacía en la casa. Las escobas también las hacíamos…
—¿Cómo hacían las escobas?
—Pues simplemente amarrando manojos de las fibras delgadas a que están adheridas las fruticas de las palmas (el palmiche), o de guano de cana, o de yarey.
También se fabricaban fuentes y platos con raíces de sabicú… Eran mayores y más cómodos que los de güira… Las sogas se torcían con fibras de majagua y de guamá… y hasta los forros de catre eran a veces de cáscaras de estos árboles…
Las almohadas hacíanse de guajaca, o de crines de los rabos de las bestias y de reses, y también de las plumas de las aves…
—¿Qué es guajaca, abuelo?
—Guajaca es un musgo fino, formando hebras largas, que crece silvestre en los árboles… De la yuca se preparaba el cazabe…
—¿Qué es cazabe, abuelo?
—Cazabe… unas tortas delgadas, redondas, como de un octavo de pulgada de grueso y más de un pie de diámetro, que se cocinaban o tostaban, poniéndolas en las brasas sobre planchas metálicas. Era muy sabroso el cazabe empapándolo en caldo, o salsa de tomate. También de la catibía se hacían buñuelos.
—¿Qué es catibía?
—El residuo de la yuca después que se le saca el almidón… la misma sustancia de que se hace el cazabe… la parte leñosa de yuca… Mamita destilaba el agua de azahar…
—¿ Y cómo la destilaba?
—Pues con un aparato cóncavo, redondo, parecido a una cazuela de barro, con reborde interior y un orificio de salida. Al calor lento de brasas, en una plancha de metal, se ponían los azahares y, sobre éstos, boca abajo, el aparato…
La evaporación de las flores se adhería al abovedado del mismo, deslizándose al reborde, buscando el orificio, en forma de tubo, bajo el cual se colocaba una vasija receptora…
—El libro de la Naturaleza era la principal farmacopea … continuó.
La mostaza para sinapismos; la linaza y la tuna para cataplasmas; la yerba luisa, el toronjil, la yerba buena, la ruda, la albahaca y la caña santa, como sudoríficos, en caso de resfriados y mal de vientre;
los cogollos de naranjos agrios y la borraja, para catarros; la malva blanca, como sedante; el guaguasí y el piñón como purgantes; la bijaragua para el reuma; la fruta bomba para dispepsias; y el yantén para dolor de muelas.
Además el gengibre, sauco, sagú y muchos más…
Y el abuelo, cansado, se quedó dormido en su butacón de cuero.
Bibliografía y otras fuentes:
- Machado, F. (1919, septiembre). Tiempos Viejos. Revista Social, pp.21,65,67-69.
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