Un duelo en Matanzas desde Recuerdos de Viaje por G. H. publicado en el L’Indépendant : furet des théâtres en agosto trece mil ochocientos cuarenta y tres.
Tenía veintitrés años y me encontraba en la Isla de Cuba desde hacía dos meses, en Matanzas los últimos quince días.
Todo lector, aunque fuera miembro de la sociedad de geografía[1], debería de saber que Matanzas es un puerto de mar no muy lejos de la Habana y, que merece compartir la celebridad con la que Byron dotó a Sevilla, famous for oranges and women[2].
Su nombre significa simplemente, en castellano, masacre, matanza o degüello. He aquí su etimología: Cuando en la primera mitad del siglo XVI los españoles se convirtieron en amos de la isla de Cuba ya existía sobre el emplazamiento donde se eleva hoy Matanzas una villa india de cierta importancia.
Los conquistadores la tomaron, la pillaron, la quemaron y degollaron la mitad de sus habitantes: la guerra autoriza parejas cosas, es el derecho de los gobiernos.[3]
Un cierto nombre de Indios habiendo escapado de la filantropía española se refugiaron en vastos subterráneos que se encontraban bajo los peñascos sobre los que se extiende la villa. Fueron descubiertos y masacrados hasta el ultimo.
Hoy Matanzas es una bonita villa con una población de doce mil almas que está situada en uno de los más bellos países del mundo; tiene sus casas pintadas de rosado, sus techos en terraza y una cintura de palmeras, cocoteros, bananos, ceibas y limoneros que envuelve la pequeña ciudad atravesada por el río Canímar.[4]
Los habitantes de Matanzas no conocen otra ocupación que la de asistir a las peleas de gallos ni otro pasatiempo que el de arriesgar rollos de cuádruplos[5] y puñados de monedas a la cresta o los espolones de alguno de esos atletas emplumados.
El dueño de una plantación, con el que me reunía a menudo en la valla de gallos, me invita a visitar su cafetal donde tenía una gallera que aunque costaba demasiado reportaba mucho más.
Al día siguiente por la mañana partía hacia la propiedad de don Pedro Azeiraga, a diez millas de la villa.
Los caminos que rodean Matanzas están en un tal estado de decadencia que creímos prudente hacer rodar a través de los campos la volanta que nos llevaba.
Una volanta es un carruaje cortado como una silla de posta[6], inclinada sobre ruedas muy elevadas y singularmente posicionadas en la parte trasera. Un toldo que se baja o se sube, se abotona a voluntad, parece en apariencia preservar al viajero de sol, polvo y fango. Un caballo o un mulo la tira, el calesero, el conductor de esta carroza es siempre un negro: chaqueta roja, amarilla o verde, cubierta de galones; un pantalón blanco, botas grandes pegadas a la pierna, ensanchándose en embudo por encima de la rodilla, largas espuelas, el machete o recto cuchillo al costado.
Azeiraga me hizo admirar los gallos: animales soberbios, celosos, impacientes, de un orgullo feroz, insolentes en la victoria. Esas aves son dignas de ser hombres. En Cuba tienes una gallera como en otros lugares tienes una jauría o caballos de carreras.
Citábamos la gallera del Conde de Gibacoa, compuesta de más de doscientos gallos entre los cuales se encontraban ejemplares costando entre ochocientos y mil francos. El antiguo gobernador de la isla, el general Vives[7], no se ocupa jamás de otra cosa que de sus queridos gallos, vigilando él mismo las más mínimas prescripciones del régimen y del particular tratamiento higiénico al que se somete a los gallos destinados a la pelea.
Solamente confiaba en sus propios ojos para asegurarse del sueño y del apetito de sus favoritos, vendaba sus heridas cuando regresaban de la arena, concentraba toda su energía física y moral sobre ese solo objeto.
Durante ese tiempo los piratas pillaban impunemente los navíos que entraban y salían de la Habana, degollaban , ahogaban y quemaban las tripulaciones viniendo tranquilamente a reposarse en Regla, caserío a media legua (unos dos km) de la capital, donde habían establecido su cuartel general, nula la policía, las ganancias de la isla al pillaje, sin embargo…
¡Qué admirables bestias los gallos del gobernador! ¡Qué ojos deslumbrantes de inteligencia y fuego! ¡Qué cantos orgullosos y resonantes como el sonido de una trompeta de bronce! Vives a escrito sobre la Gallimachía[8] una obra de referencia en tales asuntos.
Me quedé dos días en la plantación de don Azeiraga y pasé la mayor parte del tiempo a cazar gallinas de guinea, loros y gallinas salvajes. También pude haber hecho una magnífica colección de enormes escorpiones, negros o rojizos (estos últimos son los más peligrosos), de milpiés, de horribles arañas grandes como una mano y de una multitud de bestias extremadamente venenosas que no tienen nombre en ninguna de las lenguas europeas, porque los eruditos, a los cuales nada escapa, no han venido a verlos, existen sin embargo, pican y muerden como si tuvieran a ellas dedicadas largos artículos en todos nuestros diccionarios de historia natural.
Una tarde en el mes de febrero y como el termómetro de Réaumur no marcaba que veinte y seis grados partimos para regresar a la villa aprovechando esta frescura inacostumbrada.
Me hicieron tomar una ruta diferente a la que me trajo a la venida, atravesando un gran poblado noté que la plaza pública estaba ornada de una potenza casi tan alta como un campanario.
Aquí está, dije a mi amigo Azeiraga, una prueba sin réplica de que estamos en país civilizado; pero dígame usted, por favor ¿cuál es el motivo que determinó, en esta aldea perdida, la erección de una horca digna de una capital?
– Sirvió, hace cuatro años, a la ejecución de algunos negros jefes de un complot que amenazó peligrosamente la vida de los blancos, pero fue descubierto y prevenido a tiempo.
La anécdota siguiente me fue entonces contada:
Los esclavos de este distrito parecen propensos a la rebelión y se pretendió asustarlos. Un negro llamado Vulcain, mirado como el alma de la conspiración, fue condenado a ser decapitado y, previamente ahorcado.
Los africanos están firmemente convencidos de que después de su muerte alma y cuerpo van juntos al África, y retornan a la vida, pero esta resurrección no puede suceder si el cadáver ha tenido la mala suerte de ser mutilado por otra mano que no sea la del más cercano pariente del difunto. Vulcain tenía un hermano que vino a suplicar a los magistrados permiso para cortarle la cabeza al ahorcado.
Habría sido peligroso ofender rudamente las ideas supersticiosas de esta turba ignorante, fue así que la autorización fue acordada de buena gracia. Los negros gritaron de alegría y Vulcain sufrió su suplicio con la imperturbable seguridad del cautivo que compra, al precio de un instante desagradable, la libertad y la satisfacción de hallarse en el Congo. La cabeza sangrante fue después puesta en la parte superior de una piqueta.
Sucedió una noche en la que un americano nombrado Whitefield, empleado de la dirección de un ingenio, pasara por allí después de haber dejado en el fondo de un vaso la poca razón que el cielo le había deparado. Le pareció espiritual y divertido armarse de una escalera, plantarla contra el piquete e ir a empujar su pipa entre las mandíbulas descarnadas de Vulcain.
Grande fue la cólera de los negros cuando se percataron del insulto hecho a los restos de un individuo por el cual sentían supersticiosa veneración. Rabiaron tan fuerte que para aplacarlos las autoridades hicieron quitar la cabeza y orden fue dada de enterrarla. Hacía seis semanas que reposaba en tierra cuando atravesamos el poblado en cuestión.
El suelo de los alrededores de Matanzas es de un rojo brillante: estábamos cubiertos de polvo y avanzábamos a través de arboledas de palmeras y de multitud de árboles que cubrían el terreno de frutos deliciosos, caimitos, mangos, zapotillos, aguacates y guanábanas cuando una de esas lluvias tan abundantes en la época empezó a caer.
Era un verdadero diluvio: el agua se precipitaba por torrentes. No éramos anfibios y nos alegramos de ver a poca distancia una habitación hacia donde corrimos a refugiarnos.
En ella cinco personas se encontraban en ese momento: dos criollos, un catalán, un inglés de nombre Jerrold y el Whitefield del cual les hablé. Esos señores, a nuestro aspecto, se levantaron de la mesa y nos acogieron con franca cordialidad, la que nos hubiera echo llorar si no nos hubiéramos percatado de que estaban borrachos.
El tiempo que era espantoso no hacía más que empeorar y nos dimos cuenta de que sería necesario pasar la noche con gentes tan hospitalarias.
Daré en otra parte nociones muy instructivas sobre el arte de la cocina en la isla de Cuba, hoy me limitaré a decir que la cebolla y la grasa forman las bases principales. Los platos tienen tanto picante que el paladar se incendia y es imposible saber si se tiene en la boca un pedazo de carne, una rueda de pescado o legumbres molidas.
Por otra parte el vino estaba muy bueno, nuestros nuevos amigos no cesaban de asegurarse con complacencia.
“Está usted todo mojado, me dijo Whitefield, necesita refrescarse” y me tendió un gran vaso de aguardiente de azúcar que me tomé de un golpe. Un instante después hice desaparecer un segundo, porque la humedad de la ropa me penetraba más allá de la epidermis, y me demostraba la urgencia de recurrir otra vez al refrigerio.
El efecto de esas libaciones inacostumbradas fue el de hacerme caer prontamente en una especie de letargo hasta que un gran alboroto estalló de pronto a mi alrededor y me hizo abrir los ojos.
Uno de los españoles roncaba bajo la mesa y otro trataba de separar al inglés y el americano que peleaban después de una discusión, creo yo, sobre la abolición de la pena de muerte.
Los dos antagonistas se lanzaron botellas a la cabeza, se agarraron, se abofetearon, insultaron. Su furor estaba en su apogeo. Whitefield intentó un gouging[9] con su adversario pero Jerrold, boxeador consumado, lanzó un one two (dos golpes seguidos con extrema rapidez) sur le muy[10] (la cara) y le panier à pain (el estómago) del americano, haciéndolo rodar todo magullado hasta el otro extremo de la habitación.
(Me permito señalar para instrucción de los que no hubieran residido en Savannah o en la Nueva Orléans que gouging significa un giro de mano con el cual con tres dedos se enlazan los cabellos del antogonista y atrapándolo por la frente se le revienta el ojo con el pulgar).
Hace treinta o cuarenta años se encontraban cada día, en los estados meridionales de la Unión, personas tuertas por esta causa. El gouging tenía sus profesores, sus adeptos, sus secretos lugares de encuentro. Contra esto fueron promulgadas severas leyes y para gran pena de los amigos de las viejas costumbres ahora se cultiva menos que en aquellos tiempos.
Whitefield se levanta, seca su sangre y se arma de un cuchillo. El catalán no había dicho nada todavía, cantaba alto y fuerte el himno nacional: Yo que soy un contrabandista… se interrumpió, intervino en la querella e hizo a los enemigos entender que los hombres de honor, los caballeros, no se asesinaban así, se batían en duelo cara a cara y lealmente.
Azeiraga y yo apoyamos esta opinión sin dudar que si podíamos posponer el asunto al día siguiente, si llevábamos a acostarse a los dos enemigos, no recordarían aquella querella pasados los efectos del vino y el licor, el ron y la tafia, de los cuales se habían saturado.
Desgraciadamente, Whitefield quiso afrontarse al instante mismo y cuando le hicimos observar que era noche cerrada respondió que eso no significaba nada y que en Carolina, Tennessee y Kentucky un duelo con fusil a la claridad de una linterna era asunto de los más ordinarios.
(La continuación el jueves próximo.)
Referencias bibliográficas y notas
[1] Se denota en esta afirmación una cierta dosis de humor sarcástico, lo que implica que los miembros de las Sociedades de Geografía ignoran la ubicación de Matanzas o que Matanzas es un lugar oscuro y olvidado.
[2] Famous for oranges and women en inglés en el texto original, esta frase es del poeta Lord Byron y de su poema satírico Don Juan, Canto I, 8. Los dos primeros cantos fueron publicados en 1819. In Seville was he born, a pleasant city, Famous for oranges and women. Casi siempre que se traducen estos versos (Don Juan nació en Sevilla, ciudad hermosa de España, célebre por sus mujeres) se ignoran las “naranjas” por su explícito contenido que pudiera ser sexual. Véase Byron in London editado por de Peter Cochran, p. 59.
[3] No existe ninguna fuente que mencione esta masacre de indios ni la existencia de subterráneos. Existen algunos testimonios entre ellos uno de Diego Velázquez donde se cuenta que los indios del lugar bajo el mando del cacique Guayacayex atacaron cerca de 1510 a un grupo de náufragos castellanos matando a algunos y tomando otros prisioneros. Una vez más resalta el humor negro del autor refiriéndose al derecho de vida y muerte de los gobiernos en tiempos de guerra y a la mención de la filantropía española.
[4] El Censo de población en Matanzas de junio de 1841 muestra una población de 19.124 habitantes de los cuales 10.304 son blancos, 3.041 libres de color y 5.779 esclavos. Estas cifras engloban la ciudad de Matanzas y sus barrios o partidos de Pueblo Nuevo y Versalles. El río Canímar no atraviesa la ciudad de Matanzas, se encuentra a alrededor de ocho kilómetros de ella. Son los ríos San Juan y Yumurí los que atraviesan la ciudad.
[5] En el Diccionario Castellano con las Voces de Ciencias y Artes (1786) del P. Esteban de Terreros y Pando aparece el Cuádruplo como moneda eftranjera, que vale cofa de cuatro pefos. Fr. Quadruple (p.561).
[6] Silla de Posta (en francés Chaise de Poste), f. Carruaje, de dos o cuatro ruedas, en el que se corría la posta.
[7] Francisco Dionisio Vives y Planes. (Orán, 27 de marzo 1755 – Madrid, 1 de enero 1840) Militar español, Gobernador y Capitán General de Cuba desde 1823 hasta 1832. En Cecilia Valdés su autor Cirilo Villaverde describe la afición de Vives por los gallos.
[8] La palabra proviene de galli (latín para Gallo) y del griego matheies (μαθητής), significando entonces “la enseñanza del gallo, enseñándole al gallo”.
[9] Rough and tumble o Gouging en inglés en el texto original fue una forma o estilo de lucha en las zonas rurales de los Estados Unidos, principalmente en los siglos XVIII y XIX. A menudo se caracterizaba por el objetivo de sacar el ojo de un oponente, pero también incluía otras técnicas brutalmente desfigurantes como morder y generalmente se llevaban a cabo para resolver disputas. Para la década de 1840 la práctica estaba disminuyendo. Más adelante en el texto el autor lo explica.
[10] Muy: el autor especifica entre paréntesis que significa rostro o cara. Creemos que de manera sarcástica hace referencia a la señora de Muy de quien la Marquesa de Pompadour refiere en sus memorias […] no vivía en la intimidad de ninguna mujer, exceptuando a madame de Muy, la mujer más fea de la corte y, quizás del reino. A continuación emplea el término de panier à pain o cesta de pan para describir otra parte de la anatomía humana, en este caso la barriga o estómago.
- G. H. (1843, 13 de agosto) Un Duel à Matanzas, Souvenirs de Voyage. L’Indépendant : furet des théâtres, littérature, beaux-arts, librairie, industrie et annonces. pp. 1-2 (Fuente: Bibliothèque nationale de France)
- Traducción por: Alfredo Martínez
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