Video El Guiño de los Duendes y Varadero. A todos y, especialmente a los adultos que todavía saben ser niños… porque la inocencia de la edad vivió una vez en nosotros.
Capítulo I
Las casas sin espejos siempre me inspiraron un cierto temor, era cosa inexplicable que nadie quisiese ver su reflejo. Debo, sin embargo, admitir que para ellos era incomprensible mi interés manifiesto por encontrarme con el mí mismo, ese que mira directamente a los ojos desde el otro lado.
¿Quién era ese yo mismo? Por demás está decir que aborrecía a los que pecaban de egolatría por su persona.
Para mimarse con su físico inútilmente llenaban de espejos todos los espacios y olvidaban a los otros reflejos. Tampoco y lo entendía muy bien, el no tener o escabullírsele a un espejo significaba que éramos desagradables a la vista. Todavía no había conocido a nadie que por voluntad propia hubiese decidido ser feo.
Por suerte y heredado de la tatarabuela en mi casa había un viejo y carcomido escaparate con espejos en las dos puertas. Tan faltos de azogue estaban que de la función conceptual apenas se les podría otorgar el título primigenio. A través de los espacios que reflejaban todavía, de vez en cuando se percibían imágenes confusas.
Al principio no me molestaban por la disposición al entretenimiento de las puntas en los muelles del colchón. Era una fiesta morfeónica cuando encontraba la postura horizontal definitiva y dormía. La molestia o distracción si se prefiere, había conseguido por un tiempo alejarme de los fantasmas del espejo.
Pero como siempre sucede ningún estado es eterno y el orden establecido se convirtió en caos. Todo comenzó con la primera mudanza y, por más que he pensado en las tantas otras, no he encontrado sentido a la ansiedad que motivaba esos desplazamientos. Teníamos suerte de no poseer muchos féferes, así nos confundíamos mejor dentro de la masa. El ser sospechoso o pasar por alguien diferente te convertía de facto en un culpable ante los ojos del gran Ente regulador.
De hecho, no éramos monoteístas y era quizás esto lo peor del asunto. Definitivamente creo, que era el miedo a declararse inocente lo que nos hacía mudarnos con tanta frecuencia. Era inconcebible ser inocente hasta que no se probara. Ya me habían preguntado con asiduidad en qué creían mis padres y asombrado no sabía que responder, así que dije un día que en los duendes y empezaron a sospechar de mí.
La primera acción que tomaron fue la de llevarme a ver una doctora especialista en psicología. En realidad, nos vimos los dos. Tenía una cara muy redonda y globulosa con ojos saltones. Seguramente esta configuración facial le hacía ser más eficiente en su trabajo para elucidar el misterio de un comportamiento.
No se puede imaginar uno la cantidad de preguntas que le aguardan en la vida. Porque eso es la vida, preguntar y preguntar para aprender algo que ya otro sabía antes que tú. Tenemos a los grises empleados que preguntan por un salario, a los chismosos que hacen del ejercicio un gozo, a los maestros que nos asaltan con sus exámenes, y ni hablar de los cuestionarios.
Hay otros que se hacen preguntas con frecuencia sobre lo que nadie sabe, pero esos no se ven pues se esconden en algún lugar secreto. ¿O será que los esconden para que nadie sepa que están buscando respuestas?
Me parecía ver a aquella doctora con una peluca de plumas y colorines de papagayo como una matraca de cumpleaños repitiendo los mismos sonidos y las preguntas que de hecho ya habían sido elaboradas y formuladas de antemano por otro preguntador profesional.
Al final, porque por supuesto que ella no iba a estar veinticuatro horas haciéndome preguntas, dió su veredicto pues tenía que decir algo y salir del caso. Creo que le dijo a mi madre que ella era la culpable de todo esto y mencionó la sobreprotección. Así que yo entendí que ahora la que tenía que ir a ver al médico era mi madre, para poderse curar.
Esto claramente no le gustó y decidió llevarme a una iglesia. Ella tenía que dar explicaciones a los preguntones de la escuela y estaba decidida a encontrar cualquier cosa que sustentara la respuesta. En esa época apenas tenía cinco años y las iglesias me asustaban al verlas tan grandes y solitarias. Los que entraban en ellas eran inscritos en una lista secreta, así que casi nadie se acercaba.
Pero en todo esto había un misterio, porque el cura tampoco salía de allí. Un amigo me había contado que los curas veían a los demás como ovejas de un rebaño y era esa mi preocupación.
¿Se habrían olvidado que las ovejas comen hierba? ¿Habría perdido su rebaño?
Me sentaron en la oficina de este clérigo, que debía de alguna manera y de forma inoficiosa estar en contacto con el “Ente Regulador”. No estaba vestido de pastor de ovejas, así que mi ansiedad disminuyó al pensar que ya no me encerraría en alguna especie de corral para animales.
El hecho fue que era algún tipo de experto genéalogo inquisidor de raíces familiares. Sus preguntas estaban dirigidas sobre todo a descubrir el origen de mis padres. Al darse cuenta de que mi progenitor era extranjero se santiguó y pospuso el bautizo balbuceando palabras ininteligibles para mí en aquella época.
Creo que oí algo como prostitución y nos despidió expeditivamente a los dos. Mi madre no pudo alegar nada en su defensa pues este señor era algo sordo y para decir la verdad, en lo que a mi respecta, lo imaginaba mejor bañándose en la pila bautismal que dando un sermón de pureza.
Felizmente había aprendido algo de todo este percance: poco valía disfrazarse de santo con la sotana de un pecador. Me sentí también triste ese día por ver que un oportunista podía estar en cualquier lugar y ocupar la plaza de alguien con verdadera vocación, de alguien que supiera cómo recoger los ruegos con bondad y las lágrimas con amor.
A. Martínez (Cap. 1 P. 1/14)
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