La Cueva del Muerto (Tradición cardenense) por Herminio Portell Vilá
La sangrienta guerra racista de Haití, secuela de los principios igualitarios proclamados por la Revolución Francesa, estalló, con toda su intensidad de horror y crimen, el 21 de Agosto de 1791, coincidiendo con el período de mando de D. Luis de las Casas, uno de los Capitanes Generales españoles que con mejor orientación y más loable espíritu progresista, fomentó la prosperidad de Cuba en todos sentidos.
Mientras en Haití, blancos y negros se empeñaban en horrible lucha de feroz exterminio, señalada por inauditas crueldades cometidas por uno y otro bando, las familias de los colonos franceses que temían verse envueltas en aquel espantoso desbordamiento de instintos perversos, emigraban a Cuba.
No pasó mucho tiempo sin que en la región oriental de nuestra Isla se fomentaran cultivos magníficos, en fincas adquiridas por aquellos expertos agricultores franceses, cuyos descendientes son troncos de prestigiosas familias cubanas de la época actual, formando un grupo de compatriotas en que junto a la espiritualidad francesa, florecen las virtudes propias del cubano, en una amalgama exquisita.
Identificados esos elementos con las aspiraciones de independencia, aportaron su cooperación entusiasta a la obra de la Libertad Cubana, luchando denodadamente por el país que adoptaron como patria.
En Oriente, de un modo especial, son muy numerosos los apellidos de origen francés, en su mayoría de refugiados franceses que allí fundaron sus hogares.
Su éxodo en busca de paz y tranquilidad continuó a lo largo de la Isla y así llegaron hasta las llanuras donde hoy se asienta la floreciente ciudad de Cárdenas, que entonces formaban el sitio de San Juan de las Ciegas y Cárdenas, propiedad de Don Bernardo Carrillo de Albornoz, Teniente de Artillería de la Compañía de la Habana y del cual dependían, igualmente, los sitios de Guásimas, Varadero, Camacho, Punta Hicacos, etc.
Las haciendas fomentadas en esta jurisdicción por esos emigrados, tomaron nombres de sus propietarios y así se conocen las fincas de La Ferté, Lajonchére, Bacot, Biart, Guillot, Maddan, Boyd, Doy, Quián y otros, cuyos descendientes son elementos distinguidos de la sociedad cardenense.
La comarca cardenense, al finalizar el siglo XVIII, estaba cuajada de plantaciones de azúcar, café, etc., viviendo los hacendados en buena armonía, a la usanza del propietario criollo de los tiempos coloniales, todo hospitalidad, caballerosidad y bondad.
Una cosa faltaba a aquellos nuestros antecesores para tener todas las comodidades compatibles con su vida campestre: la misa. Para cumplir el precepto católico, con grandes molestias habían de ir hasta el valle de Guamacaro y asistir al Santo Sacrificio, celebrado en rústica capilla enclavada entre lomas, en un pequeño caserío, con caminos vecinales como único acceso.
La distancia y la incomodidad del viaje en cabalgadura o en la tradicional volanta, hicieron ir pensando en la conveniencia de que el cura viniera a decir misa al sitio de San Juan de las Ciegas. Y así, a principios del año 1816, un domingo del mes de Marzo, los hacendados comarcanos se dieron el gusto de oír misa, por primera vez, en esa jurisdicción.
Un improvisado altar adosado a una pared rocosa en la que se abría una cueva, congregó lo más selecto de la zona de Cárdenas, acudiendo las damas y caballeros en sus volantas y quitrines, desde dos leguas a la redonda.
En la bahía de Cárdenas se había refugiado, para hacer aguada, una fragata española, al mando de Don Mateo de Souberville, emparentado con los Carrillo de Albornoz. Don Mateo, con la oficialidad y parte de la dotación del buque, asistió a esa misa.
Hace más de un siglo y los alrededores del lugar donde se celebró la primera misa permanecen deshabitados. Cerca a ese paraje, situado junto al mar, al N. O. de la ciudad de Cárdenas, está el embarcadero de La Siguapa y la cueva que se abre en la base del paredón es la llamada Cueva del Muerto, que ha merecido los honores de una tradición algo fantástica que el notable historiógrafo Álvaro de la Iglesia le dedicara en las interesantes páginas de sus Cosas de Antaño1.
¿Qué es la Cueva del Muerto? ¿Qué base tienen los fervores que le dedican las gentes sencillas de Cárdenas y de la provincia de Matanzas?
Tomemos de la mano al lector y recabemos su silencio, que vamos a levantar la cortina del misterio y son estos momentos de recogimiento y tranquila expectación al abrir una ventana que se abre sobre lo desconocido.
La Cueva del Muerto, es un mito?
No; la cueva existe; la hemos visto; sabemos que El Muerto también existió y que entre aquel pobre sér de vida solitaria que dió nombre a esa grieta y esta misma, medió la relación que entre algunos santos y la choza o la cavidad que les dió abrigo, hubo, en los tiempos en que había santos.
¿Pero es que la muerte de un hombre en una gruta, puede impresionar a las gentes hasta el punto de beatificarle de un modo que pudiéramos llamar extraoficial?
No; de ninguna manera. Pero en este caso concurren determinadas circunstancias misteriosas que dan origen a conjeturas e hipótesis, las que se resuelven en creer sobrenatural lo relacionado con el cadáver hallado en la cueva junto a la cual se celebró la primera misa.
Juvenal, satírico y escéptico, bromeaba con que a los egipcios, hasta en sus huertos, les nacían dioses. Y no sólo a los egipcios, a los pueblos que no han tenido relación con la región africana en que reinó Sesostris, les ocurre algo parecido.
Todos necesitan creer: los unos en poderes espirituales, los otros en dioses materiales, aquellos en evoluciones sustanciales; los hubo y los hay que se prosternan ante el sol, el fuego, una vaca, que creen en comunicaciones psíquicas; ¿por qué, pues, habría de resultar caso raro el que una gruta donde murió un hombre extraño, sea objeto de superstición popular?
Y hemos dicho un “hombre extraño”. ¿Lo era, en efecto, el “Muerto” de la “Cueva”?
El lector podrá juzgar:
A fines del siglo XVIII y principios del XIX, por las maniguas cercanas a Paso Malo, en el camino a la Playa de Varadero, vagaba, absorto en sus reflexiones, al aire la melena enmarañada y descuidadas las largas barbas que encuadraban un rostro macilento, un hombre de la raza blanca, vistiendo tosco sayal de tela burda, descalzo y con un breviario en la mano.
La primera vez que fué visto, por un esclavo que recogía hierbas medicinales, éste, aterrado ante el tipo estrafalario del solitario, que gesticulaba hablando una lengua extraña y pasó sin aparentar verle, huyó despavorido jurando que había visto un alma en pena y describiendo lleno de miedo el aspecto poco tranquilizador del desconocido, mientras se hacía cruces convulsivamente por todo el cuerpo y prometía rogativas y penitencias en sufragio de su alma.
No volvió a recoger sus hierbas; ni aun la terminante amenaza de un boca abajo logró doblegar su decisión de no ir por aquellos parajes.
El mayoral de la finca de Carrillo estuvo varios días tratando de ver si confirmaba la versión del aterrorizado esclavo y al fin, tras algunos días de infructuosa búsqueda, logró ver el alma en pena, que hacía genuflexiones y hablaba en lengua incomprensible.
Don Jaime Roselló, que tal era el nombre del mayoral, catalán con fama de descreído, se declaró en retirada del modo más rápido que le fué posible, olvidando en su precipitada huida hasta la “cuarta”, vergajo que sin piedad caía sobre las espaldas de los esclavos, y convulso y aterrado llegó a la finca.
Con su extraña jerga, mitad castellano, mitad catalán, salpicado el relato de pintorescas interjecciones, enérgicos “Voto va nada”, etc., relató su encuentro jurando y perjurando que el fantasma le había hecho guiños amenazadores, corriendo tras de él.
La noticia cundió rápidamente y más de uno de los cardenenses viejos del siglo pasado recordaba qué pronto cortaban sus lloriqueos y majaderías de niños, con la promesa de hacer venir el fantasma que en la lejana manigua hacía correr a los hombres.
Sin embargo, pasaron los años y sin desaparecer del todo el supersticioso terror que al principio despertó, el solitario, que a nadie molestaba, haciendo una vida nómada, pasando privaciones y yendo casi desnudo, hizo con su tranquilidad que las gentes se acostumbraran a verle y admirar la frugalidad de su vivir, sus bondades, etc., aunque sin poderse entender con él.
En lugares determinados le dejaban alimentos que nunca consumía totalmente, con una continencia rara y así se mantenía cada vez más escuálido, crecidas las greñas, desaseado y mostrando a trechos la piel por las aberturas que las zarzas y las rocas hacían en su hábito.
De tiempo en tiempo, la caridad de los sitieros, siempre del mismo indirecto modo, le dejaba un sayal nuevo con que substituir al que hecho jirones se le estaba cayendo.
Un día, un pescador al que llamaban “El Francés”, patrón de un falucho costero y que iba por tierra en camino de la costa Norte de Hicacos, le encontró y momentos después unos caminantes les sorprendían en animado coloquio en que el marino reverentemente oía y contestaba demostrando gran emoción.
Siguieron ambos su camino en dirección contraria y los estupefactos espectadores abordaron a “El Francés”, pidiéndole noticias insistentemente, de lo que habían hablado.
El gabacho, mirándoles socarronamente, se excusaba y sólo decía: “Es un santo; un santo”.
Tenía él fama de serio y su declaración nimbó al anacoreta de un prestigio beatífico que sin discusión admitieron los sencillos comarcanos. Desde aquel entonces el misterioso anacoreta fué objeto de devoción para las gentes de la comarca. Ahí tiene sus orígenes una de las supersticiones más arraigadas de los cardenenses por espacio de más de un siglo.
Sin embargo, la tradición ha traído para nosotros noticias de quién era el misterioso personaje.
Quién le descubrió? Nunca se sabrá probablemente, aunque es de creer que “El Francés”, con quien le vieron departiendo animadamente en varias ocasiones, comunicara el secreto a alguna otra persona y así llegara a nuestros días.
El solitario, cuenta la tradición, era un francés de apellido Duquesne, que huyó de Santo Domingo, después de ver degollada su familia y saqueadas e incendiadas sus propiedades en la sangrienta revuelta racista de Haití, siendo uno de los miembros más distinguidos de la colonia francesa.
Los cuadros siniestros y sombríos de aquella trágica revolución, afectaron algo su razón y al emigrar, con el corazón lacerado por la pérdida de su familia y su hacienda, hizo una vida nómada, viviendo retraído, rehuyendo el trato de las gentes y consagrado al culto de la memoria de sus seres queridos.
Su misantropía se agudizó y probablemente mientras ambuló por los alrededores de Cárdenas, no cruzó palabra con persona alguna alguna que no fuera “El Francés”; teniendo crisis de desesperación con alternativas de postración y abatimiento, pero sin que nunca llegara a dañar a nadie.
Ni familiares ni amigos, si es que los tenía, hallaron su rastro y así, minado su organismo por las privaciones que voluntariamente se imponía; alterado su cerebro por las desdichas que cayeron sobre él, no pudo resistir ese género de vida y murió, refugiado en la cueva de Paso Malo, junto a la cual se celebró la primera misa.
Los sitieros, al principio, acostumbrados a sus bruscas desapariciones, que duraban a veces todo un mes, no se inquietaron; pero a medida que transcurrían los días y las semanas sin tener noticias del desdichado, comenzaron a alarmarse.
Unos suponían que había muerto en alguno de sus escondrijos entre las maniguas y las rocas; otros creían que se había marchado de aquellos parajes continuando su peregrinación.
Así las cosas, una tarde borrascosa, huyendo unos caminantes de los furores de la tormenta, buscaron refugio en la pequeña gruta, donde hallaron el cadáver del solitario, como si estuviera vivo y sentado tranquilamente, pues la leyenda cuenta que el cuerpo había permanecido incorrupto, pudiéndose creer, si no hubiera presentado los signos reales de la muerte, que dormía aquel triste despojo de las pasiones humanas.
El macabro hallazgo les llenó de pavor y a poco que estuvieron en disposición de continuar el viaje, fueron dando la noticia a los cortijos y haciendas.
Todos querían ver el milagro. No era para menos! Un cadáver que no se corrompía y no despedía mal olor!
Y allá fueron: unos a pie; otros a caballo; las damas en sus volantas; era un jubileo de personas que asumiendo una actitud de respeto llegaban a la boca de la gruta, contemplando aquella cara pálida, denotando sufrimientos, con la melena y las barbas crecidísimas y enmarañadas y los ojos sin expresión, vidriosos, muy abiertos. Bajo las toscas vestiduras se adivinaba el cuerpo escuálido, esquelético.
Ni un jergón; ni una vasija; nada daba idea allí del menor refinamiento, sino que todo el sombrío cuadro era de sacrificio estoico, de martirio asombroso.
El libro de rezos, abierto por una de sus páginas, estaba junto al cadáver; la muerte le sorprendió, quizás, reflexionando y puso en su cara la tranquilidad final; la expresión de beatitud que se advertía, como de quien ve al cabo llegar la hora de la liberación.
Por acuerdo general, el misterioso anacoreta fué enterrado en aquel mismo sitio y la sencilla imaginación de los guajiros santificó su memoria.
Aquel hombre extraño, desconocido, que vivía una vida de privaciones y miserias; con absoluto desprecio de todas las comodidades y vanidades humanas; sobrio; respetuoso con la propiedad ajena; que, además, rezaba y hacía genuflexiones, quedando por largas horas como en éstasis, no podía ser otra cosa que un santo.
Aureolado su recuerdo por la veneración de los comarcanos, de padres a hijos pasó ese sentimiento de devoción que aún no se ha extinguido, sino que permanece vivo y robusto, más intenso a medida que transcurren los años.
Un señor Rodríguez, hace unos cuantos lustros, hizo promesa de edificar una capilla junto a la cueva, si obtenía un premio de la Lotería. Ocurrió que sus billetes quedaron premiados con cinco mil pesos y allá fué nuestro hombre, convertido en fanático convencido del poder milagroso de la cueva, a pedir la autorización eclesiástica para construir la ermita.
Pero las autoridades religiosas no se mostraron propicias a aceptar como dogma de fe la virtud de una cueva que concede premios de lotería a cambio de una capilla y denegaron el permiso solicitado.
La ermita no se edificó, pero el afortunado pavimentó los alrededores de la gruta e instaló una verja que circunda la rotonda.
Y no ha sido él sólo el que ha creído contraer deuda de gratitud con la Cueva del Muerto. La pared rocosa en que se abre la gruta está materialmente cubierta de ex-votos: piernas, brazos, imágenes, joyas, que en un tiempo fueron de plata y otros metales preciosos, sustituidos en beneficio de los raqueros2 por plomo, zinc, etc.
Hay épocas del año en que afluyen de toda la provincial peregrinos, algunos de los cuales hacen a pie el fatigoso viaje, para depositar una ofrenda con una súplica escrita; en castellano, por supuesto, que ese es el idioma oficial de la cueva.
La fe, que realmente hace milagros sobre la voluntad humana, ha dado el crédito que tiene aquella hendidura perdida entre breñas en el kilómetro 18 de la carretera a Varadero. Allá, poco antes de llegar al puente de Paso Malo, una manecilla indica. un letrero que dice: “Cueva del Muerto”. Siguiendo la dirección indicada por un sendero tortuoso se llega a aquel rincón de paz.
Y en todo esto ocurre lo característico: no hay quien se dirija al “Muerto” de la “Cueva”, al anacoreta que murió rodeado de la veneración de los lugareños, hace más de un siglo. Todas las peticiones comienzan así: “Milagrosa Cueva del Muerto”, a ti acudimos en demanda de…”
De lo que resulta que el infeliz Duquesne, víctima de los furores racistas de Haití, no tiene otro papel en la leyenda que el de haber muerto en aquella gruta y quizás infundido a la piedra su espíritu santificado por el ascetismo, las penalidades y el temor de Dios.
Y pasarán los años y surgirá, ¿Quién lo duda?, en esta nueva “Isla de los Pingüinos”, un ciudadano que protestará airadamente de que no haya sido canonizado…
¿Canonizado a quién? A la cueva? No, en manera alguna. A Duquesne, el triste solitario que escogió para morir la obscuridad de una gruta entre mangles, junto al mar que vela su sueño eterno arrullándole con el isocronismo3 monótono de las ondas suaves que mueren lentamente en la playa.
Nota bene. —El autor no conoce de otra persona que haya alcanzado premio de Lotería por intercesión de la Cueva del Muerto. Y no porque haya faltado quien hiciera promesas a cambio aunque fuera de una aproximación!
Habana, Septiembre de 1924. San Rafael 56.
Bibliografía y notas
- De la Iglesia, Álvaro. “La Cueva del Muerto”. Cuadros Viejos. Segunda Serie de las Tradiciones Cubanas. Imprenta Moderna, 1915, pp. 46-50. ↩︎
- m. y f. Ratero que hurta en puertos y costas. (Real Academia Española.) ↩︎
- m. Fís. Igualdad de duración en los movimientos de un cuerpo. (R. A. E.) ↩︎
- Portell Vilá, Herminio. “La Cueva del Muerto (Tradición cardenense)”. Archivos del Folklore Cubano. Vol. 2, núm. 1, Imprenta El Siglo XX, 1926, pp. 60-67.
- Historias y Leyendas de Cuba.
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