Por mucho tiempo tuvimos los matanceros la satisfacción, al hacer los honores de nuestra ciudad, de enseñar la Cueva que esconde bajo sus pintorescas lomas el valle de Yumurí. Su formación, aunque tosca era bastante a revelar los caprichosos juegos de la naturaleza; y así dieron motivo a infinitas descripciones, en que más de una vez los genios poéticos dieron libre rienda a su acalorada imaginación.
Lejos estábamos, por cierto, cuando nos complacíamos en enseñar la cueva de Yumurí, que al lado opuesto de la bahía se ocultaba a los ojos de todos un alcázar de espléndida belleza, bajo las tierras a que el labrador sólo pedía los frutos de la vegetación.
Bien podemos imaginar cual debió ser la sorpresa del dueño de aquellas tierras cuando el día 17 de abril de 1861, extrayendo con sus trabajadores piedras para un horno de cal, supo que a uno de éstos se le había ido la barreta a una especie de pozo, y cuando quiso conocer la causa de aquel fenómeno, halló una inmensa cavidad en que la naturaleza, en silencio y por espacio de siglos había estado labrando un mundo de maravillas.
Fortuna fue que tal lote tocara a un hombre como D. Manuel Santos Pargas, que inmediatamente supo medir la importancia de su tesoro, y con el entusiasmo de un verdadero admirador de las obras de Dios, se dio a recorrer su dominio subterráneo: y arrastrando todos los obstáculos y aun peligros que se le oponían, no levantó mano hasta que llegó por fin a presentarlo al páblico admirado, dando un nuevo objeto de interesante curiosidad a Matanzas célebre ya, así en Cuba como en el extranjero, por la belleza y variedad de sus alrededores.
Unas pocas casas construidas para veranear en las playas que corren al sur de la bahía de Matanzas, han tomado de poco acá el nombre de Bellamar, y como quiera que en aquella dirección se halla la cueva del Sr. Parga ha venido esto a recibir la misma denominación.
Tomando el camino que conduce a esas casas, y que va precisamente orillando la bahía, se llega a distancia de una milla o poco más del puente Bailén, a tres de ellas de construcción americana, que forman un grupo aislado al pie de ligeras lomas incultas. Pasadas estas casas, se encuentra a la derecha un camino transversal, de tierra colorada y pedregosa que es el que se toma para ir a la Cueva.
Este camino transversal va subiendo a terrenos altos en dirección al sur, atraviesan en un mismo punto las líneas de los ferrocarriles de Matanzas y el Coliseo y va en derechura a parar al batey de la finca del señor Parga, cuyo excelente horno de cal se ve a alguna distancia.
Desde el punto en que se toma el camino transversal hasta el batey, habrá así mismo algo más de una milla de mal camino, que el Sr. Pargas se esfuerza por componer, obra era, que deberían ayudarle las empresas de ferrocarriles, de hoteles y de establos que cuenta Matanzas, y aun el mismo Municipio, atendiendo al námero considerable de personas que visitan nuestra ciudad, con el solo objeto de admirar la Cueva.
A unas doscientas varas del batey ha levantado el Sr. Pargas un pabellón donde se halla la entrada a la cueva de Bellamar. Aquí reciben al viajero los guías armados de hachones de cera y faroles, y se le da desde un elegante cuadro y en distintos idiomas la importante advertencia de que no debe considerar como propias las maravillas que de derecho pertenecen al dueño de aquella tierra; el cual (como el mismo anuncio reza) ha extraído y conserva bastante preciosidades para expender a aquellos que deseen llevar una memoria de tan interesante excursión.
Y (sea dicho de paso) ni el cuadro, ni el estar la leyenda en distintos idiomas, ha sido parte a que algunos ociosos hayan dejado de considerar las obras naturales de la Cueva como cosa pública, arrancándolas contra los derechos legítimos del señor Parga y en consideración al menoscabo que a los mismos visitadores resulta, de la destrucción de piezas preciosas y tal vez únicas.
El señor Parga ha dado a la boca de su palacio subterráneo una forma regular, rodeándola de una baranda. Penétrase en él bajando inmediatamente y en dirección N. E. por una escalera de veinte y cuatro escalones, guarnecida de seguros pasamanos, y apoyada en un muro artificial. Va ésta a parar a una eminencia interior que se ha arreglado y rodeado de una cómoda balaustrada para que los viajeros puedan despojarse de aquella parte del vestido que crean les sea molesta, recorriendo las galerías, precaución que no es de todo punto necesario. De codos en esta balaustrada ya da uno por bien empleado el viaje, porque desde ella se domina el sorprendente espectáculo que presenta la primera cavidad.
La longitud de este digno vestíbulo, que lleva el nombre de El Templo Gótico, es de trescientas varas con una anchura de más de ochenta. La altura es asimismo considerable, pero difícil de medir, porque a causa de la eminencia que se alza en el centro el piso es en extremo irregular. Por esta eminencia, que es de cascajo cubierto de una capa de cristalizaciones, se ha abierto un camino que va siempre serpenteando hacia abajo. Ya por medio de cómodas escaleras para salvar las pendientes demasiado rápidas, ya por medio de terraplenes o escalones abiertos a pico, ya en fin por un sólido puente provisto de balaustradas que atraviesa una profundísima grieta, se recorre con comodidad y seguridad el Templo Gótico, en toda su extensión.
A medida que va bajando el viajero, no puede menos que detenerse a contemplar la variedad de objetos que le rodean, alumbrados con bastante profusión de luces fijas. Al frente ve dos oscuras entradas, por donde puede penetrar en lo interior de aquel recinto subterráneo. A la derecha se alzan gruesos pilares, que sirven de sostén a la alta bóveda, y que recuerdan las soberbias columnas de antiguas catedrales, que debió la arquitectura gótica a las elegantes palmeras o a los robustos troncos de la secular encina.
Uno de estos pilares es particularmente digno de llamar la atención: tiene por nombre El Manto de Colón, y arranca desde lo más profundo del Templo Gótico. Forman sus estrías magníficos pliegues en que puede ocultarse un hombre, y que van abriéndose a medida que se acercan a la parte superior. Tiene veinte varas de altura; y su ancho varía de siete varas a dos y media. La piedra es de un blanco brillante con alguna de tinte oscuro, que hace resaltar sus gigantes proporciones.
Al pie del Manto de Colón se ven numerosas piedras de formas caprichosas algunas parecen hombres postrados en reverente adoración o echados en el suelo envueltos en sus mantas; otras fingen animales, también echados, dando todas, en medio de su inmovilidad, vida y animación a la escena.
En dirección opuesta al Manto de Colón y a la izquierda del viajero que va bajando, se ve un gran nicho, que sin un gran esfuerzo de la imaginación, puede pasar por el Altar de aquel templo; pues del fondo oscuro de la cavidad sale una como cornisa coronada de piedras que parecen imágenes, tales como las presenta en sus toscas proporciones una escultura primitiva. Más abajo del Altar se ve también una de estas caprichosas esculturas como sentada sobre una gran piedra; y por su posición aislada y prominente, así como por su actitud puede bien caracterizarse como El Guardián de la Cueva.
Las paredes del Templo Gótico corren en una forma ovalada. La parte opuesta a la que se ha descrito, aparece envuelta en negra oscuridad, pero allí trabaja el Sr. Parga por presentar al público nuevos subterráneos que ha descubierto, y que son tan magníficos como los ya conocidos.
Si esta ojeada sirve para dar al lector una idea del aspecto general del Templo Gótico, de todo punto imposible creo que pueda la pluma dar idea de sus adornos. Su belleza y variedad son inconcebibles para loe que no las hayan visto.
Las estalactitas y las estalagmitas son el adorno de las cuevas. Las estalactitas son unos conos colgantes o cilindros de carbonato de cal, pegados a las bóvedas o paredes de las cavidades subterráneas. Prodúcelas la filtración al través de las rocas de agua cargadas de cal. El agua, al desprenderse de la roca primero y después de la estalactita, va dejando pequeñísimas porciones de la cal que lleva en solución. Estas porciones van haciendo con su cristalización crecer la estalactita: pero como el agua al desprenderse de ellas gota a gota, conserva todavía alguna parte de cal, resulta naturalmente que cuando las gotas caen al suelo forman aquí otras cristalizaciones. Estas son las que llevan el nombre de estalagmitas.
Las cuevas de la clase a que pertenece la de Bellamar se encuentran en terrenos calcáreos. Son diversas las opiniones sobre su formación primitiva: unos la atribuyen a la acción de torrentes subterráneos que épocas anteriores han tenido que abrirse paso: otros a la disolución de las rocas calcáreas por la acción de capas de ácido carbónico; y por fin creen otros que la causa existe en los movimientos que ha sufrido la superficie del globo.
Las estalactitas y estalagmitas que presenta el Templo Gótico son de dimensiones y formas colosales; y consideramos el lento procedimiento de su formación. La primera idea que salta a la imaginación del visitador, es el largo espacio de años que la Naturaleza ha tardado para poner en el estado actual su espléndida obra. Las estalactitas tienen formas más variadas que las estalagmitas. Ya se ha hablado del gran pilar que con el nombre de Manto de Colón, constituye el objeto prominente del Templo Gótico, y se conoce que otras del mismo género pueden formarse con el tiempo por la unión de la estalactita, que va progresando hacia abajo, y la estalagmita que va creciendo hacia arriba. Las estalactitas se mezclan a veces y confunden de una manera caprichosa, mientras que la estalagmita es un cuerpo compacto y liso, que, o se eleva tomando la forma cónica, o se derrama como cuerpo derretido que se ha dejado enfriar.
El Manto de Colón es una estalactita ya completa, como otras que se ven en el Templo Gótico; pero la Cueva de Bellamar presenta en otros puntos estalactitas nacientes, ya en forma de tubos de cristal, ya a manera de telas delgadas adheridas a las rocas muy semejantes en el color y general apariencia a la pulpa del coco tierra. En el Templo Gótico se ve una estalactita, formada por una plancha transparente de más de dos varas de ancho y una y media de alto que parece una cascada de mármol blanco con, el borde inferior simétricamente irregular. Está casi frente a la escalera de entrada, pero las hay todavía de la misma forma, más grandes y hermosas, en otros lugares de la misma Cueva de Bellamar. Fuera del material que las constituye, ningún otro punto hay de contacto entre esta última y pilares como, el Manto de Colón: de modo que el visitador desde luego observa el manantial de belleza que se encierra en tanto y tan grande variedad de formas.
Las estalactitas cuelgan a veces de las bóvedas en blanquísimas planchas tan delgadas, que son transparentes y sonoras, e imitan en sus curvas las orejas de ciertos cuadrúpedos: otras veces, sin perder la deslumbrante blancura cristalizan formando cilindros que se cruzan en todas direcciones y reflejan la luz como facetas talladas de piedras preciosas.
Piezas estalactíticas hay en esta Cueva, que asombran por su rareza y recrean por su hermosura: ya ve uno pequeños ángeles o pájaros sostenidos por delgadísimos hilos de cristal: ya menudas cabezas de animales extraños; ya delicadas plumas cuajadas de luciente filigrana, salpicadas de abrillantadas puntas teñidas con los suaves colores de la rosa y la violeta; ya cristales al través de los cuales aparecen dobles objetos; ya en fin transparentes dalias brotando de magníficos cuernos de color de oro.
Junto al arco de la Garganta del Diablo, y que baja desde la bóveda hasta el suelo; formando pliegues tan regulares que se le ha dado el nombre de El Organo. Cualquiera diría que es una cortina de luciente brocado que se acaba de descorrer para dar entrada al curioso viajero.
A los pocos pasos que da éste, después de atravesar la Garganta del Diablo, llega a un punto en que las estalactitas son grandes y compactas de tal manera que se confunden con las estalagmitas. Dos de ellas a la izquierda y a sólo diez o doce pasos una de otro son huecas y transparentes de manera que se les hace producir, un bello efecto por medio de luces colocadas en su interior. La primera es una gran plancha horizontal, un tanto convexa, que parece haber despertado tétricas memorias en alguno de los visitadores, que la ha bautizado con el nombre de El Sepulcro.
La otra despierta menos lúgubres ideas y es una de las piezas más bellas y raras que se hallan hasta ahora descubierto en la Cueva de Bellamar. Llámase La Saya Bordada, por la semejanza que tiene con esta parte del traje femenino.
Toda ella es lisa y perfectamente torneada; el color es algo amarillento, y la cerca en su base una bellísima orla de gruesas cristalizaciones blancas. La Saya Bordada mide más de una vara de altura y la orla unas seis pulgadas de ancho.
Junto al Sepulcro hay una columna, pegada a la cual cuelgan de la bóveda, a modo de lámpara, una hermosa estalactita llamada El Sofá, lecho magnífico de unas tres varas de largo, con alta cabecera, que sobresale de la pared en casi toda su anchura de más de media vara, y adornado con derrames que forman bellas franjas. Muy cerca del Sofá se ve una estalactita cónica que acaba de unirse a la estalagmita, cónica también, para formar una de las muchas columnitas que dan tanta belleza a esta Cueva.
Con el Sofá terminan las curiosidades notables de esta singular galería de La Fuente. El piso es en toda ella firme y seco, el descenso suave; la altura aunque irregular, suficiente para poder recorrerla sin molestia en toda su extensión. Los tramos en que se presenta, el cascajo desnudo son en esta como en las otras galerías dignos de repararse con atención por los innumerables fósiles de conchas que hay adheridos a las paredes.
Sólo la galería de La Fuente sería bastante para atraer de todas partes a los curiosos; pero nuevos y más sorprendentes espectáculos esperan al viajero.
El último punto de la galería es un paso estrecho llamado La Cabeza del Verraco; porque en la bóveda que lo cubre hay una estalactita amarillenta que remeda exactamente aquella cabeza con la oreja y los colmillos representados por cristalizaciones. Este paso da entrada a la espléndida Sala de la Bendición. Llámase así por ser este lugar en el que el Ilmo. Sr. Obispo D. Francisco Fleix y Solans, entusiasmado con la contemplación de tantas maravillas, bendijo las Cuevas de Bellamar.
La Sala de la Bendición tiene catorce varas de largo por ocho de ancho y doce de alto. El piso se ha allanado completamente, y brilla como la bóveda y las paredes, con la más deslumbrante blancura. Al entrar se ven a la derecha enormes masas estalactíticas que forman por este lado la pared; y entre ellas llama al punto la atención una hermosa cascada de cristal del color y transparencia del más puro alabastro que ha merecido el bello nombre de El Manto de la Virgen. La abrillantada superficie, ligeramente ondeada, resplandece con las anchas facetas cuadradas de su cristalización; la parte superior está un tanto separada de las paredes a que se halla adherida y la inferior se divide en elegantes conchas prolongadas que llegan al suelo, y al través de las cuales se ven las puras aguas de La Fuente Misteriosa. Es éste un purísimo hilo de agua que se ve perderse en las sombras, entres un bosque de estalactitas, y cuyo término el Sr. Parga y sus exploradores no han podido encontrar todavía. Una vez lo intentaron y consiguieron penetrar hasta mil quinientas de la Sala de la Bendición.
Aunque el agua no es profunda, las cristalizaciones sin embargo pedían el paso lacerando sus cuerpos. Pero los dolores físicos fueron de poca monta al lado de las horribles agonías que tuvieron que experimentar. Cuando más internados estaban, apáganseles de repente las orlas, acuden a los fósforos, y ven con indecible horror que mojados por las aguas, no dan luz. La completa oscuridad, la dificultad de movimientos, el camino incierto, todo puso a aquellos desgraciados el duro trance de pensar que iban tal vez a perecer. Pero por fortuna mientras el Sr. Parga pensaba que no volvería a ver el cielo, que no estrecharía otra vez en sus brazos a sus hijos y a su esposa, ésta velaba por su seguridad, y desasosegada por tu tardanza, mandaba a sus gentes a aquella cavidad. Y cual no debió ser el gozo del Sr. Parga al oír los ecos de las voces y ver los lejanos reflejos de las luces de aquellos que en su auxilio venían, y pálidos, magullados, heridos, volvieron pasada ya la media noche a la casa después de haber errado por los subterráneos desde las siete de la mañana.
La Sala de la Bendición, es una de las piezas que el Sr. Parga más se ha esmerado en arreglar. Y bien lo merece. Allí todo es hermoso; el conjunto y los detalles, y todo está por la mano sabia de Naturaleza colocado de manera que resplandece y brilla en medio de su singular blancura. La pared opuesta a la en que está el manto de la Virgen, se halla así como la bóveda, cuajada de pequeñas estalactitas que por sus caprichosos dibujos pueden llamarse arabescos. Muchas de ellas han tomado cuerpo y descienden de la bóveda: pero toda su superficie se ha cubierto de estalactitas de arabescos, que le hacen parecer lámparas de alabastro. Una de estas de más de vara y media de largo: la anchura confundida entre cristalizaciones de la bóveda es considerable y va disminuyendo hasta terminar su punto.
Los guías tienen cuidado de señalarla a los viajeros, como que es una de las joyas de la Cueva de Bellamar, y le dan el nombre de La Lámpara de D. Cosme; porque un caballero así llamado ha ofrecido por ella una suma considerable de dinero. El Sr. Parga no consintió en realizar la venta por no privar a los visitadores de vista tan preciosa.
Las planchas estalactíticas de la Sala de la Bendición se extienden por la bóveda formando elegantes cortinajes, una de ellas atraviesa simétricamente partiendo del Manto de la Virgen. Muchas columnitas hay también en esta sala fantástica, que uniéndose a las cristalizaciones de la bóveda forman lindos retretes y bellas perspectivas.
La Sala de la Bendición así como el Templo Gótico merece verse con más detención que la que generalmente gastan los visitadores. La primera impresión, por más que le señalen a uno ciertos objetos en particular no es producida más que por el conjunto. El que quiera gozar de todo el encanto que ofrecen aquellas grutas, es preciso que se detenga, que se recoja un tanto hasta que cesando el ruido de las voces y de los pasos, llega uno a hacerse cargo del solemne silencio que reina en aquellas cavidades, interrumpido solamente por el golpe de las gotas de agua que acompasadamente caen de las bóvedas después de haber brillado suspendidas en las puntas de las estalactitas.
Poco ofrece la Cueva de Bellamar cuando se pasa la Sala de la Bendición: no porque deje de haber nuevas maravillas sino porque estas son hasta ahora de difícil acceso. Al extremo de la Sala se entra en La Galería del Lago, de corta extensión en la cual hay un gracioso nicho y un enorme derrame estalactítico llamado El Banco de Nieve. Concluye esta galería en la boca, inaccesible todavía a los viajeros, que conduce al Lago de las Dalias, bajo cuyas aguas se encuentran las preciosas cristalizaciones transparentes, que partiendo de un centro común imitan perfectamente la vistosa corola de aquella flor.
El visitador tiene que renunciar al placer de ver el Lago de las Dalias, y volver por el mismo camino a la Sala de la Bendición para entrar de nuevo en la Galería de la Fuente. Recorriendo al volver en dirección opuesta los objetos ya vistos, el viajero goza de nuevos puntos de vista; pero al llegar a la Fuente sale de la galería de este nombre para tomar otra a la izquierda llamada La Galería de Hatuey.
A los pocos pasos se llega a una altísima bóveda sin otro adorno que sus bellas proporciones, bajo la cual se alza derecha y delgada una larga estalagmita llamada La Lanza de Hatuey. La parte de la galería que sigue a esta bóveda, aunque sin otras curiosidades que los fósiles o alguna capa de arcilla plástica, que por donde quiera se encuentra en la Cueva de Bellamar, es en extremo pintoresca: porque el sendero sube y baja serpenteando de modo que produce perspectivas extrañas. En ella se encuentra una estalagmita, rara por su color azulado, que marca la entrada a un bello camarín llamado Retrete de las bellas Matanceras; tan bello como el de la India; pero más simétrico en la distribución de las bóvedas y pilares.
Termina este lindo dije en una bovedilla baja revestida de preciosas estalactitas, cuya extensión es de unos siete pasos, al fin de la cual hay a la izquierda un grupo de estalactitas, dispuestas con tal maestría, que figura con toda exactitud uno de esos nichos de altar en que la arquitectura gótica despliega todo el lujo de su brillante ornato. Llámase el Nicho de María.
A pocos pasos se llega al arranque de la Galería de Hatuey, que es el Templo Gótico. La boca por donde se sale a éste se halla a alguna distancia del piso del Templo por lo cual el Sr. Parga ha construido una baranda, que no solamente hace seguro el paso sino que proporciona al viajero la ocasión de detenerse e contemplar un nuevo y más hermoso punto de vista de aquella imponente caverna. El Manto de Colón, con sus soberbios pliegues, queda a poca distancia frente al espectador y los demás pilares que los tienen la augusta bóveda, se ven perderse en dilatada perspectiva. El gran Altar, la figura del Guardián de la Cueva, lo tenebroso de los subterráneos no descubiertos, la escasa luz que entre con algún rayo de sol perdido, alguna partida de viajeros en aquel recinto con paso lento y cirios en las manos, todo forma un conjunto de majestad y belleza, que hiere vivamente el alma y hace que se eleve a las altas regiones de la eterna Sabiduría.
Al volver a la luz, preocupado quizás con las dificultades y molestias de un viaje por las entrañas de la tierra, siente el viajero que todo ha sido una serie de gratas impresiones. Efectivamente a pesar de que, según las observaciones del ingeniero de minas Sr. Fernández de Castro, llega el visitador a la Cueva de Bellamar a una profundidad de más de ciento cincuenta varas, sin embargo, el aire siempre respirable y la temperatura no pasa de ochenta grados Fahrenheit. Además de estas ventajas naturales, otras han añadido la constante laboriosidad del Sr. Parga, ensanchando las bóvedas, abriendo caminos en el duro suelo y por fin estableciendo un sistema de alumbrado bastante completo. El mismo señor Parga, auxiliado guías inteligentes conduce al viajero por su mundo subterráneo, dejándole una grata impresión con su cuidadosa amabilidad.
En su casa se conserva un libro donde los viajeros dejan nombres. En poco más de dos meses han visitado la Cueva más dos mil personas, entre las cuales, además de un considerable número de extranjeros, se ven los nombres de muchas familias matanceras. La delicada joven, el anciano y hasta el niño, se han llegado a la Cueva de Bellamar, ansiosos de contemplar una de esas raras que Dios se complace en presentar a los hombres para elevar su espíritu.
Citas y referencias:
- Guiteras, Eusebio. Guía de la Cueva de Bellamar. Matanzas, 1863.
- Personalidades y negocios de Matanzas.
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