Plácido de su nombre Gabriel de la Concepción Valdés cantor de las musas. Historial completo del poeta mártir, cuyo sacrificio sirvió para intensificar los anhelos de libertad.[1]
IV
Plácido, el poeta, o sea, Gabriel de la Concepción Valdés, nació en la ciudad de la Habana a 18 de Marzo de 1809, según consta en la partida de bautismo que se halla en el libro octavo de Expósitos de la Casa Cuna, o sea de Maternidad de la Habana.
Fué expuesto en el torno de dicho establecimiento el jueves 6 de abril del mismo año; es decir, a los 18 días de nacido, y le acompañaba un apunte que decía: “Nació en 18 de Marzo de 1809 y se llamaba Gabriel de la Concepción”. La citada fé de bautismo dice: “Jueves 6 de abril de 1809, expusieron en esta Casa Cuna un niño al parecer blanco”.
Este documento desmiente el falso origen que algunos han atribuido a Plácido, pues la frase al parecer blanco y el haber sido bautizado en la Casa de Maternidad abonan claramente su origen y su condición social.
Sin duda se le ha venido confundiendo por algunos, con el poeta negro Juan Francisco Manzano que fué esclavo y cocinero de la señora Marquesa de Prado Ameno, y que después logró su manumisión mediante una colecta que para el caso hicieron varios cubanos filantrópicos.
Fueron sus padres: el pardo cuarterón Diego Ferrer Matoso, natural de la ciudad de la Habana de ejercicio peluquero, y la señora Concepción Vázquez, natural de Burgos, en España y bailarina de teatros.
La familia paterna de Plácido era toda de ingenuos de buena reputación social; pues Diego Matos usaba carruaje propio, habitaba casa de zaguán y como era el peluquero de una parte de la aristocracia de la Habana, frecuentaba lo más granado de aquella, a la vez que sostenía íntimo trato con los más connotados actores de las compañías dramáticas a causa de ser también su peluquero.
A poco tiempo de haber ingresado Plácido en la “Casa Cuna” fué de allí extraído legalmente por su propio padre, a instancias de la abuela paterna, bajo cuyo amparo pasó los primeros años de su infantil edad, no sin darla mucho que hacer por causa de su natural vivaracho y traveseador.
El apellido de Valdés lo llevó por haber sido bautizado en la “Casa Cuna”, fundada por el Ilustrísimo Obispo de la Habana, doctor Fray Gerónimo Valdés.
Cursó primeras letras en la escuela que regenteaba el virtuoso decano de la educación escolar de Cuba, o sea de la Habana, el señor Don Pedro del Sol, y vino después a completar, su aprendizaje en una escuela para gente de color, que dirigía Don Francisco Bandarán.
Un año después, en 1821, (a los 12 de edad) ya el travieso Gabriel leía y escribía correctamente y con notable aprovechamiento aprendía el dibujo natural dirigido por el pintor Escolar que por aquella época florecía en la Habana como uno de sus más notables retratistas y de aquí que nuestro poeta llegara a hacerse un regular dibujante y notable pendolista o calígrafo, como que imitaba a la pluma y al lápiz toda clase de letra y paisajes.
A los 14 años (1823) abandonó los estudios escolares por causa de atrasos de intereses en la familia, para entrar de aprendiz de tipógrafo en la imprenta del impresor de Marina, D. José Severino Bolaña.
A esta sazón venía desarrollándose prodigiosamente el númen poético que germinaba en su mente y causara la admiración de los literatos y otros hombres de ciencias y de letras que como tertulianos frecuentaban aquel establecimiento; pues que entonces no había en la Habana Liceos ni Centros Literarios, sino humildes colegios de escasa enseñanza y una Universidad tan deficiente como reducida y estrecha en sus aspiraciones y trabajos.
Allí, como digo, permaneció Plácido unos dos años mereciendo los aplausos de cuantos lo trataban y tenían el gusto de oír sus repentinas improvisiones llenas de estro Pindárico y de poesía, porque en verdad que era muy poeta aquel mulato cubano: todo él corazón y fantasía, todo inspiración y sentimiento. Había dentro de él un alma tan estética como grande y heroica, atributo éste de muchos de los que nacen en Cuba con más alas que espacio y con más genio y heroísmo que había.
A los 16 años (1825) habiéndose aumentado las escaseces domésticas de su familia, tuvo Plácido que abandonar el aprendizaje de tipografía donde nada ganaba, ni aun para zapatos de pellejo virado, y pasó por disposición de su propia familia a trabajar de aprendiz de peinetería, industria que por aquellos tiempos gozaba gran aceptación y consumo a causa de las peinetas y otros adornos de carey que usaba el sexo bello de la Habana.
En este período frisaba ya el poeta en los 17 marzos de su vida, sin que otra cosa se le conociese que su afición a los versos y leer cuantos libros de literatura había a manos. Y ver que saltos tan grandes venía dando aquella olímpica cabeza, qué vuelos sobre abismos, vacíos y tenebrosos, qué emulaciones de gloria.
De la pintura, donde, poeta como era, habría abarcado un doble porvenir: desde la imprenta donde venía ya pisando el templo de la gloria… desde la imprenta, digo con tristísimo sentimiento, a labrar el carey insensible, rígido y sin sentimiento, para ser un curioso artesano; nada más que un mediano obrero.
No digo, esto no era su cielo, no era su Olimpo, no era la gran patria de su genio. No había allí los dioses y los héroes que como los de las epopeyas de Homero lo esperaban para el combate de la gloria y de la posteridad.
Espacio mudo y frío aquél, donde su alma iba a sumergirse entre las amargas oleadas de un mar borrascoso que conducía a las playas solitarias del olvido: cadáver de náufrago galvanizado por algunos rayos del sol de la gloria; alma que con alas de coloso volaba ya por un cielo tan agreste, tan huraño y estrecho que sus aleteos tocaban el mezquino recinto que la encerraba como los condenados del Dante en las moradas del infierno donde lloraban su expatriación, las sombras de los florentinos condenados al suplicio del olvido.
El ángel iba decayendo del cielo de su patria o acaso había caído para precipitarse envuelto en sus propias alas en un mundo de condenados, donde al través de algunos fríos y efímeros aplausos debiera levantarse con las alas despedazadas sobre un suplicio rodeado de aquellos mismos condenados y cubierto de adelfas y laureles por la mano de la divinidad que teje las coronas de la gloria para ceñir las frentes de los mártires y de los genios.
Digo, que a los tres años después de la citada época pasó Plácido a Matanzas con su maestro de peinetería D. Nicolás Bota, que acaso era oficial de la misma casa de Misa.
Vino Bota a abrir su taller precisamente en la calle de Jovellanos, frente a la platería de D. Dámaso García, amigo de Plácido y cultivador de las musas. De aquí surgió aquella jamás desmentida amistad estrechísima que unía a entrambos coetáneos, pues García fué siempre protector de su poeta querido y uno de sus más entusiastas admiradores.
Después de transcurridos cinco años de permanencia en el taller de Bota, que ocupara una estrecha accesoria de lo que ha sido hasta ahora el hotel titulado “El León de Oro”, volvióse Plácido a la Habana (1832) a continuar sus tareas industriales; pues era solicitado a causa de los dibujos y bellos trabajos que con suma maestría ejecutaba sobre el carey.
Aquí en esta fecha entra la historia de sus amores con “Fela”, Rafaela, a quien ya de antemano conocía y visitaba, y acaso fue éste uno de los motivos más poderosos que lo indujera a volverse a la capital.
Por los méritos de su fecunda facilidad y por la gallardía de su estilo poético era entonces Plácido muy importunado por los mendigos de versos que deseaban celebrar los natales de sus protectores o las gracias de sus amadas y también lo importunaban algunos periodistas con el intento de que les hiciese composiciones (odas a veces Pindáricas) para ensalzar a los gobernantes y a los reyes, en juras y fiestas reales.
Muchas veces, y a trueque de las iras de su maestro del arte de peinetero, soltó el trabajo que le allegaba el pan cotidiano, para complacer a los importunos solicitantes.
Aquí es lugar de indultar al poeta de una inculpación aventurada que se le ha hecho por los que solamente ven las cosas por su apariencia y no por su fondo.
Jamás hizo versos de encargo con el designio de recibir paga por ellos; complacía sí a sus amigos y a los que lo ocupaban como poeta, mas no como mendigo; ni como especulador con la lira; dirigía algunas composiciones suyas espontáneamente con algunos pesos.
Esto quiere decir que Plácido no hizo jamás versos para venderlos a trueque de dinero, así como se venden mercancías al toma y daca; si cuando los entregaba se le retribuía con cualquier suma como un obsequio, y eso no directamente, lo recibía si estaba escaso en aquel momento, más si no lo rechazaba diciendo que cuando se encontrase necesitado ocurriría a reclamar el depósito.
¡Cuántos centenares de composiciones hizo el desventurado para complacer a los importunos y a sus amigos sin que le fuesen retribuidas ni aun siquiera con la obligada gratitud!
Esto mismo puede verse en varias composiciones suyas de espontánea inspiración, por ejemplo, entre otras, el soneto “A mi cumpleaños”, y la oda “El poeta” que aparecen en esta edición.
Era Plácido muy fecundo y fácil improvisador; yo lo ví muchas veces pasarse noches y días enteros en algunos festines, bodas, bautismos, natalicios de amigos y personas decentes, improvisando “cálamo currente”, con temas forzados y difíciles que se le daban a veces por personas doctas, con el intento de ponerlo en aprietos o de verlo salir airoso, como siempre surgían por más dificultoso que fuere el tema y trabajoso el consonante.
Era prodigiosa su memoria, al extremo de conservar íntegros al día siguiente o más las improvisaciones por extensas que fuesen. Nada le era difícil en poesía; a cualquiera hora podía sorprendérsele con temas forzados y siempre los desempeñaba cual si fuese asunto de antemano aprendido. Jamás he visto ni tratado repentista más feliz, ni improvisador tan culto y verdaderamente inspirado.
En aquel cerebro bullía todo un Olimpo; las Musas y “las Gracias” se habían apoderado de su alma para hacer de ella un altar, como decía Platón hablando del insigne dramaturgo griego Aristófanes.
Creo, sin que la pasión me ciegue, pues no escribo con esa especie de pluma; creo que…
Plácido ha sido uno de los poetas más espontáneos de cuantos han pulsado la lira castellana. Sebastián Alfredo de Morales, Lince
Sí, como poeta espontáneo es superior a Quintana y a Gallegos, y tan Pindárico y sostenido como esos dos grandes maestros del arte. Tan espontáneo y fácil como Lope y Calderón; más que Heredia y que Milanés: a su lado cabe el sublime Espronceda que es en mi concepto el poeta más espontáneo de los tiempos modernos. Sólo dos poetas cubanos rivalizan con él por sus vuelos épicos y grandilocuentes, por sus aleteas de cóndor; y con la Avellaneda y Luaces.
Jamás le ví improvisar sino con cerveza que era su bebida favorita; pues notorio es que siempre rechazó toda bebida alcohólica porque su cerebro era asaz irritable y se tocaba activamente con toda bebida de altos grados; de tal modo que no usaba ni el vino tinto en sus comidas.
Asevero muy solemnemente que Plácido jamás se embriagó, que no era bebedor y que sus costumbre nada tienen de licenciosas.
Cierta tarde que discurríamos por entre los poéticos bosquecillos del Abra del Yumurí, con motivo de relatarme tristes historias de su vida y amargos desengaños, me decía: He sido muy desgraciado desde la cuna; a veces creo en la estrella aciaga que nos persigue hasta la tumba; creo que si no tuviese yo una cabeza tan débil para la bebida habría más de una vez apagado los gritos de mis infortunios con la embriaguez; pero ni aun esto me es dado, pues mi cerebro es tan débil que una gota de alcohol me trastorna hasta el extremo de no dejarme mover; además, yo aborrezco la embriaguez y no creo que ella sería un refugio para mis desgracias.
Si algunas veces se vió perseguido por deudas pecuniarias, no las contrajo por vicios sino por favorecer a sus amigos, cuyas desgracias le impresionaban más que las suyas propias.
Como en aquellos tiempos había prisión por deudas, esto mismo contribuyera a manchar injustamente su conducta, y si aun existiesen tan bárbaras leyes ¡ah! la mitad de Cuba estaría hoy en las cárceles.
Plácido se dió a conocer ventajosamente como notable poeta el año 1834 con motivo de la fiesta literaria que algunos vates y escritores cubanos celebraron en Arroyo Apolo, cerca de la Capital, en honor del insigne Literato y poeta español Don Francisco Martínez de la Rosa como autor del “Estatuto”, promulgado durante los primeros años de la regencia de la señora Doña María Cristina de Borbón.
En esa fiesta que presidía el humanista italiano señor Pablo Veglia parodiando a Apolo, lucieron sus galas políticas, sus dotes oratorias y sus preclaros talentos, algunos poetas cubanos y peninsulares.
De esa brillante pléyade aun quedan dos astros iluminando nuestro horizonte: el insigne y erudito americanista D. Antonio Bachiller y Morales, y el inspirado vate D. Ramón Vélez Herrera, honra del Parnaso Cubano y del de España. Entrambos representan hoy las glorias científicas y literarias de aquellos días, y son aún hoy honor de nuestras letras.
Plácido se presentó en esa especie de justa poética recitando sus espléndidas octavas “La Siempreviva” que causaron la admiración de la concurrencia hasta ser proclamado el héroe de la fiesta.
Cada poeta de los que componían la brillante pléyade tenía allí su amada a quien ceder la corona que en honor de su triunfo le concediera el hermano.
Apolo, que presidía el festín de las musas; excepto Plácido que por no tener la suya (había muerto ya su “Fela”) devolvió la corona dos veces improvisando entre otros, la siguiente octava.
Recibe, Dios de Delfos, la guirnalda Que me ceñiste con plausible idea; Ponla del Pindo en la Florida falda Do un rayo alcance de la luz febea, Así ornado de oro y de esmeralda El límpido Almendar tu frente vea Cual matutina estrella brilladora Entre su linfa de cristal sonora.
En la improvisación, en esa especial cualidad que no a todos sus adeptos concede el genio de la poesía, en cuyo empeños es más fácil disparatar que deleitar, brillaba Plácido por lo repentino y feliz del desempeño y del asunto.
Su educación literaria deficiente no le permitió poseer idioma extranjero alguno, si bien de afición leía y traducía el francés; y esto le permitía el conocer en sus fuentes las bellezas de Racine, de ambos Corneille y de Moliere.
Empero su lengua nativa la manejaba con facilidad, como lo comprueban varios trabajos suyos sobre crítica literaria y otros asuntos que publicó en la “Aurora de Matanzas”.
Sin embargo, érale muy fácil expresarse y escribir en verso; pues a causa de las improvisaciones repentistas se hizo un hábito de hablar en la métrica armonía del Parnaso.
A los principios del año 1836 se propuso dar a la prensa el primer tomo de sus poesías, editadas por el señor Bolaña; más habiendo sobrevenido algún desacuerdo entre los dos, no llegó a publicarse el tomo indicado.
Parece que entonces se intentó un retrato costeado por el editor para ponerlo al frente de la publicación; espero quedó sin efecto aunque llegara a principiarse el retrato que muy luego inutilizó el retratista por disposición del impresor, y de aquí que pueda aseverarse que de Plácido no existe retrato alguno genuino fuera del que acompaña a esta edición.
El mismo poeta me dijo que él jamás se había retratado y María Gila, su esposa, me aseguró después de muerto Plácido que no poseía, ni había poseído nunca retrato de éste, ni sabía que lo hubiese, pues si él lo hubiera tenido, estaba segura de que se lo habría dado, ya que no en sus primeros amores, por lo menos después de casados.
Debo advertir que Plácido fue siempre opuesto a que se le retratara. Con tal motivo tuvo una acalorada discusión con el retratista cuando la proyectada edición de Boloña, pues que a despecho del mismo impresor y del artista se empeñó en que se le retratara en senos de camisa y sin corbata, cosa que no pudo hacérsele renunciar.
Queda comprobada la autenticidad del presente boceto en a averiguación publicada en «El Triunfo», diario liberal que veía la luz en la Habana hasta poco ha. De este escrutinio escrito por el literato señor Domingo Figarola Y Caneda (“El Triunfo” 15, 16 y 17 de Abril de 1885) tengo el gusto de reproducir aquí el siguiente párrafo.
De todo lo expuesto se viene en conocimiento de que hasta ahora y atendiendo a las razones dadas, hay que aceptar como el único retrato de Plácido que se sabe donde está, el boceto que posée el doctor Morales, por convenir la descripción que el mismo doctor hace con el parecer de la mayoría de las personas idóneas.
Pues aun en el caso de que mañana se presentase otro retrato reclamando la autenticidad, siempre tendría que otorgársele o no, después de someterlo al examen que ha sufrido el que conserva el doctor Morales.
Con tal motivo traslado aquí a la vez el esbozo literario publicado por mí en el citado diario.
Plácido era de regular estatura, delgado de cuerpo, color pálido, escaso de vellos; cabeza proporcionada, pelo esponjado, (no apasado), frente espaciosa, tersa y con anchas entradas, rostro oval, cejas sutiles y rasgadas, ojos negros, pequeños y vivos, nariz perfilada, pequeña y de tipo griego; boca delicada y contraída, labios delgados.
Expresión simpática y juvenil y de rasgos entre audaces y melancólicos, dentadura pequeña, sana y pareja. Continente desembarazado, movimientos sueltos y naturales, voz argentina, palabra elocuente e incisiva, y en conjunto: ese tono levantado que revela el genio y nos le hace distinguir al primer golpe de vista.
Su traje si bien pobre, era siempre aseado, no usaba chaleco y en lugar de corbata ceñía una ligera cinta negra.
Levita de lienzo de poco precio; Sombrero tejido de palma de yarey y zapatos bajos de becerro, a veces con hebilla de oro (en sus días de prosperidad) completaban el humilde ajuar de calle de este hijo predilecto de las musas.
Era galante en su trato social, cortes y reverente al extremo de aparecer humillado por causa de su excesiva modestia, siempre contenida en los límites de su posición social. Cuestionaba con buenas formas sin alterarse jamás aun cuando de su parte estuviese la razón.
Amaba la soledad y los paisajes campestres. ¡Esa soledad augusta donde nunca se sienten punzadores martirios de acerbos desengaños, ni más voz que la de la meditación consejera de la razón y dulce madre de la paz!
Muchas veces le sorprendí vagoroso en los sitios más agrestes del Yumurí, o reclinado sobre alguna peña pasando horas enteras, sin mudar de actitud.
En cierta época de mi vida juvenil íbamos todas las más de las tardes a pasear reunidos por las márgenes del Yumurí, recitando versos de autores célebres, o ya nos internábamos en los bosquecillos del Valle buscando flores o cazando insectos para mis colecciones, porque él también gustaba de la contemplación de la Naturaleza.
Una tarde enfrentando en “El Abra” con el lugar conocido por Baños de la Marquesa donde aun existe una fuente natural o surtidero de agua potable, hallándonos en presencia de un frondoso Jagüey (Ficuo) me recitó el célebre soneto “El Juramento” que improvisó en aquel mismo lugar en otros tiempos hallándose en cierta reunión campestre de amigos con motivo de habérsele invitado a que improvisara, y de aquí se originara la entrada del dicho soneto que principia así:
A la sombra de un árbol empinado
Que está de un ancho valle a la salida,
Hay una fuente que a beber convida
De su líquido puro y argentado
Se ha pretendido estimar este magnífico soneto como comprobante de la afiliación de su autor a la problemática conspiración de la raza de color contra la blanca; pero en esto hay una suposición asaz maliciosa, puesto que el episodio que refiero acontecía el año 1842 a cuya sazón contaba ya de improvisado el soneto nada menos que ocho años.
Cuando mucho y más sería ésto una protesta de su lira contra los malvados, que afligen a la humanidad, de igual manera que los odia todo el que abrigue un alma libre y un corazón generoso. Estos mismos sentimientos se encuentran en las poesías de Quintana y de Gallegos, y de otros insignes poetas españoles.
Soy más explícito en el trabajo mío que reservo para más oportuna ocasión.
Pero en verdad que la mayor tortura que puede tocarle (en mala suerte) a un presunto acusado o reo (bien que no lo sea) es la de dar con un fiscal malicioso y que además trate de sacar partido de su víctima para recabar honores y empleos. También a mi me tocaran en otros tiempos presuntos victimarios de esa índole.
Dios los haya llevado a donde el Dante encontró las sombras de los condenados.
V
A los mediados de 1836 volvióse Plácido a Matanzas, procedente de la Habana, en cuya época logró publicar el primer tomo de sus poesías mediante la venta que de él hizo al señor Romero, propietario o editor entonces de la imprenta de la “Aurora”.
La misma edición repitió en Méjico el librero señor Sotomayor. Ambas adolecían del defecto de incorrección, siendo además pésima la elección de algunas composiciones y hasta la del mismo material de imprenta.
Por este mismo tiempo principió a publicar sus composiciones poéticas como colaborador de la “Aurora”, mediante la retribución de 25 pesos al mes y obligado a dar una composición diaria, resultando a menos de un peso por cada poesía, pues entonces los periódicos se publicaban diariamente sin excusar los domingos o lunes.
Así, uncida la víctima a este contrato permaneció hasta el año 1842 en que ya gozaba un sueldo de 30 pesos bajo las mismas condiciones, y habiendo pasado la imprenta y el diario a poder del señor José María Salinero y Verdier.
En verdad que este editor habría querido pagar bien al poeta sus producciones literarias, pues no desconocía sus méritos; mas por aquellos tiempos la “Aurora” apenas contaba algunos 300 suscritores cuyas entradas no daban para cubrir sus gastos.
Fué por esta misma época que Plácido trabajaba como maestro de una peinetería que tenía anexa a su tienda de lienzos el señor don Cristóbal Puig, bajo el título de “Los Precios Fijos”, calle de Ricla o Medio esquina a la del Ayuntamiento.
Aún existen unos cuadros de sala brillantemente trabajados en carey que hizo Plácido en dicho establecimiento y que habiendo sido puestos en rifa, tocaron en suerte al honrado catalán Don Manuel Presas, padre del malogrado médico y naturalista Manuel Jacinto Presas y de Morales. A través de los 43 años que han pasado sobre esas seis joyas artísticas del artesano poeta cantor de “El hijo de maldición”, ellas se conservan cono cuando salieron del taller de “Los Precios Fijos”, en poder de la señora viuda de Presas, pues tal era la maestría con que Plácido moldeaba el carey.
VI
En los primeros tiempos de su vida allá por los quince abriles cuando empezara a publicar sus composiciones poéticas en los periódicos de la Habana, adoptó por modestia (y como se usaba entonces) el seudónimo de Plácido que hubo de tomar de la novela de Madame Genlis, Plácido y Blanca. Este y no otro fue el origen de ese nombre con que se distinguió todo el resto de su vida basta la hora aciaga de su sacrificio.
Se habrá pedido traslucir algo de su historia en el soneto “La Fatalidad” que desde la prisión dirigió a su madre pocos días antes de marchar al suplicio:
Ciega deidad que sin clemencia alguna
De espinas al nacer me circuiste
Cual fuente clara, cuya margen viste
Maguey silvestre y punzadora tuna;
Entre el materno tálamo y la cuna
El férreo muro del honor pusiste.
Su pasión a Fela (Rafaela) no es una ficción como algunos han creído: así lo demuestran sus últimos pensamientos antes de marchar al suplicio. Que mis postreras ansiedades se han repartido con igualdad entre mi madre, Rafaela y “Gila” (su esposa).
Fela era una joven, liberta en la cuna, de raza negra; natural de la Habana, a la que el poeta amó con plena pasión; así como Comoens amó allá en Goa a la esclava negra Bárbara.
Aquella captiva que ten cautivo
Intentó casarse con ella a pesar de la oposición de su padre y de su familia y lo habría realizado si no se la arrebatara el cólera que en 1833 azotó a Cuba.
“Fela” poseía una esmerada educación que le hizo dar la dueña de la que era su madre; tocaba primorosamente el arpa, cultivaba la pintura y bordaba a la perfección. Como la señora dueña de su madre no tenía hijos la adoptó como tal, pues habiéndola criado se esmeró en hacerla feliz dándole el único gran tesoro que no se desprendería de ella jamás.
Por esto también aceptaba los amores de Plácido con su protegida.
VII
En 1842 (27 de Noviembre) a los 33 años de edad, contrajo matrimonio con la morena ingenua María Gila Morales, natural de Matanzas e hija del moreno ingenuo sastre y músico Doroteo y de la parda comadrona, Pilar Poveda, también de condición ingenua.
Habiendo decaído en Matanzas y la Habana el uso de las peinetas y otros adornos de carey y no bastándole por otro lado el peso de platia diario que recababa por sus composiciones poéticas, vióse en la necesidad de hacer un viaje con dirección a Trinidad como ya en otro tiempo lo había efectuado para buscar trabajo de su arte o traer de allá algunos gallos finos de pelea con que verificar una especulación.
Para tal empresa pidió al editor de la “Aurora”, el señor Salinero, tres onzas de oro a cuenta de composiciones poéticas que debía traer antes de su marcha hasta cubrir el adelanto. Así fué con efecto, pues a los diez días transcurridos compareció en la Redacción, donde en ese momento me hallaba yo escribiendo para el periódico, y me alargó un rollo de papel que traía diciéndome: Amigo Lince, (era este mi seudónimo literario), cumplida está la promesa del poético trabajo. Desaté el rollo y vi con sorpresa varias composiciones notables y entre ellas los sonetos “A Grecia”, “A Polonia”, “A Venecia” y “Una lágrima de sangre”; otros sonetos, fábulas y romances y la conclusión de una poesía, cuya primera parte había publicado ya con el título de “El Pirata”.
Todas éstas aparecen ahora en la presente edición. Y su mérito indisputable abona la fecundidad y elevación de aquel númen que cuando se inspiraba espontáneo sabía remontarse a la altura de los grandes maestros del arte.
Entonces fué cuando el desventurado cisne habanero hizo aquel viaje a tierra-dentro, prólogo de su sangriento fin.
Un mes poco más o menos había transcurrido de aquella ausencia, cuando de él recibí una carta en que me notificaba el motivo de su prisión, ya expresada en cartas anteriores que había dirigido al señor Salinero y en ella me incluía la epístola “A Lince” que también aparece en esta colección.
Dos meses permaneció Plácido encerrado en la cárcel de Trinidad inculpado de conspirador político, más como a pesar de las indagaciones fiscales no apareciese delito alguno ni acusadores, más que alguna falsa denuncia no autorizada por persona abonada, hubo de sobreseerse en la causa incoada y se decretó su excarcelación.
Volvióse, pues, a Matanzas el poeta en absoluta libertad, resultando según me manifestó en la primera conferencia que tuvimos, que se le había aprisionado a pretexto de que se hallaba complicado en cierta conspiración de la clase de color contra la blanca de Cuba, pero que no habiéndose personado el denunciante, ni existiendo pruebas, y menos, testigos, se le había puesto en libertad sin tacha para lo ulterior.
Poco tiempo disfrutó de aquella libertad; pues a los dos meses transcurridos y a pesar de hallarse pacíficamente entregado a sus tareas literarias y a trabajos económicos para allegarse el pan cotidiano fué de nuevo constituido en prisión con otros de la clase de color, el día 29 de Febrero de 1844 a los 34 años de edad.
A los principios permaneció detenido en la pequeña fortaleza de “La Vigía”, que estuvo enclavada en el fondo de la bahía, o sea al Oeste, a la entrada o desembarque del río San Juan. Allí lo iba yo a visitar las más de las tardes, siempre me recibía con sus acostumbrada jovialidad y cariño y a veces me salía al encuentro con alguna improvisación o agudeza y me manifestaba sus esperanzas de salir en libertad; pues a su modo de ver, aquella prisión venía a ser como la de Trinidad.
Creo, me decía una tarde, que tengo algún encubierto enemigo, aunque a nadie hago daño. Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que en el mundo no basta ser bueno, sino ser dichoso y este es atributo que yo no tengo.
¿No cree usted amigo Lince, que Montesquieu tuvo razón en decir que para todo hay hombres cuando se trata de perder al hombre…?
Ciertamente, Plácido, le respondí y más segura es la sentencia cuando el hombre hace sombra.
Entonces, si la envidia no lo persigue, la calumnia lo aniquila, el mal no está en el hombre, sino en su época, o en la índole de la sociedad que lo rodea. Sí, Lince, me dijo sonriendo de amargura, nosotros somos aves viajeras que a veces solemos reposar en un árbol venenoso, creyéndolo benéfico: el mal está en no tener uno los ojos de vuestro seudónimo para ver el corazón de los hombres al través de sus paredes. Si tenéis esa virtud ¿por qué no me la comunicáis?
¡Ah! le dije, fuérame dado, y no tardaría en hacerlo, pero habría antes principiado por mí; mas aunque tengo ojos para ver, me falta sentido para adivinar. ¿Sabéis cuál será el destino de esta tierra que hollamos? El hombre pasa y el poeta queda: la calumnia tiene la lengua como el colmillo de la víbora; pero no envenenaría si la envidia y la maldad no la alimentasen.
Yo espero, amigo Plácido, que esta situación pasará como la de Trinidad, pues que usted lo espera confiado en su inocencia; pero siempre miraré como una calamidad que usted no hubiese sido dócil a los consejos de Heredia. ¡Ah, amigo Lince, me replicó en acento lleno de entusiasmo. Heredia era un gran poeta y un gran profeta; pero este amor tan entrañable que profeso a Cuba me hace olvidarlo todo, muchas veces he tenido arreglada mi maleta para emprender mi viaje, mas siempre me arrepiento por que aquí está todavía mi madre, y por otro lado, creo que no podré vivir fuera de Cuba, soy muy criollo.
Por fin a vueltas de algunos días tomó la causa un aspecto más serio: había acusadores obligados a fuerza de castigos crueles, y ésto lo vino a comprobar después, como se verá al final, la sentencia que se fulminó contra algunos de los fiscales de estas causas tachados de cohecho, violencias, falsas acusaciones y declaraciones apócrifas; dos de estos fiscales fueron condenados a presidio ultramarino y algún otro se suicidó arrojando antes al fuego los procesos que el Gobierno Superior le exigía para su revisión.
A los pocos días de mi última conferencia con el poeta, fué este trasladado a la cárcel, acusado súbitamente como reo de alta traición y jefe de la tramada conspiración de la raza negra contra la blanca y después al hospital Santa Isabel, situado en el fondo de Versalles, sobre el campo nombrado Santa Cristina, de donde no salió sino para el suplicio, con sus diez compañeros de infortunio.
El encierro del desventurado poeta duró cuatro meses, las peripecias de aquel misterioso drama se presentaban cada día más alarmantes, aumentábase cada vez más el número de los acusados, y el terror imperaba creciente en las cárceles, en las calles y hasta en las casas.
Las 32 acusaciones que al decir de la sentencia pronunciada por la sección de la Comisión Militar ejecutiva aparecían contra Plácido, jamás fueron justificadas como la posteridad ha venido a comprobarlo; y cuando más, y acaso concedidas las circunstancias de su trato con algunos conspiradores de la raza de color, el asunto no daba para tanto rigor y aparato; hubiese bastado si un temporal extrañamiento del suelo patrio, y de esta manera no se habría segado aquella cabeza Pindárica que sin duda reservaba muchos días de gloria al Parnaso Español.
Téngase presente que Plácido aseveró siempre su inculpabilidad; que jamás confesó hallarse afiliado a semejante conspiración; que todas sus afecciones se dirigieron siempre a la raza de su madre; que sus aplausos, sus cantos se habían dedicado a los reyes y grandes de España; que la mayor parte de sus amistades se vinculaban en la juventud y hombres de letras pertenecientes a la raza blanca. Si se casó con una negra y amó antes mucho a otra, esto no tiene nada de particular, fué su gusto. Camoens amó mucho a la negra esclava Bárbara.
Chateaubriand parece que en los bosques del Mississipi hubo de amar transformado en René a una india del color del junquillo; la madre del mismo poeta amó al cuarterón Diego Ferrer Matoso, y yo he visto en España, en Cádiz y en Sevilla, algunas mujeres blancas casadas con negros africanos, entre los cuales muchos había de los mismos que fueron deportados de Cuba cuando la conspiración de la raza.
Este incidente nunca debió habilitarse para acusar a Plácido de enemigo de la raza blanca; pues usando en contrario la misma lógica podríamos también acusar a las mujeres españolas casadas con negros y a los muchos blancos que en Cuba viven con negras y mulatas.
VIII
Cuando Plácido entró en la prisión con sus compañeros, de donde ya no había de salir sino para el suplicio, mirando la sombría boca de aquel Averno que se abría inexorable como el lasciate de Dante, dijo volviéndose a aquellos:
¡Compañeros, entremos al festín de las tumbas!
Gabriel de la Concepción Valdés
En esto se lamentaba su conmártir Santiago Pimienta, y él le dijo: Animo, pues, que somos inocentes, resignémonos con esta suerte; la posteridad nos indultará de esta injusta acusación. Y volviéndose después al fiscal que allí estaba presente le dijo: Yo, señor, no tendré remordimientos en mi hora de agonía; pero usted sí, y espero que después de mi muerte, mi sombra le ha de perseguir en forma de buho.
Así fué, pues refiere, la tradición que aquél, más que fiscal, verdugo, tuvo una agonía borrascosa delirando con la memoria aciaga de su víctima, que creía ver aleteando sobre su lecho en forma de buho.
Por fin, después de cuatro meses de martirio, fué condenado este poeta a ser fusilado por la espalda con sus diez coacusados como reos de alta traición y presuntos asesinos de la raza blanca.
Esta hecatombe se componía da Gabriel de la Concepción Valdés (a) Plácido, el poeta, José Dodge, dentista: Jorge López; Santiago Pimienta; José Miguel Román; Pedro de la Torre; Manuel Quiñones; Antonio Abad; José de la O. García; Bruno Izquierdo y Miguel Naranjo.
Estos salieron del hospital Santa Isabel en la mañana del 27 de Junio de 1844, en medio del imponente aparato de la fuerza armada y de un pueblo espectador compuesto de más de veinte mil almas, pues de todas las partes de la Isla había venido gente atraída por la fama del poeta que iba a morir.
Después de vendados todos fué sentado cada uno en su correspondiente banquillo y cuarenta y cuatro bocas de fuego apuntadas a las espaldas y cabezas de los presuntos reos por once granaderos escogidos dieron fin a aquellos predestinados de la hecatombe.
Plácido pronunció estas terribles palabras al tiempo de ser vendado: “Aplazo ante el juicio de Dios a mis verdugos y fiscales D. Francisco Hernández Morejón y Don Ramón González.”
Por fin la fatal descarga tronó… excepto uno, todos los demás cayeron envueltos en las sangrientas olas de una prematura agonía.
Aquel uno que parecía protegido por la mano misteriosa del destino…! era Plácido el poeta. En medio de la nube del humo de aquella batalla sin enemigos, se levantó valiente y grandioso, más noble y gigante que aquella masa de pueblo que lo veía morir, y llevando hacia su frente las manos esposadas, gritó: “Adiós mundo… no hay piedad para mi… fuego aquí…”
Cuatro granaderos más se adelantan a la señal de su jefe…. apuntan… truena la descarga; la víctima cae desplomada y el pueblo espantado ve volar por los aires aquella masa de una cabeza, toda poesía, heroísmo e infortunio.
¿Ha dejado la posteridad escrito el nombre de aquel jefe que hizo la señal, y los de aquellos cuatro tiradores que hicieron la última descarga? No, tal vez sólo han quedado los de aquellos fiscales a quienes el gran poeta aplazó ante el juicio de Dios.
Cuando Plácido salió de la capilla acompañado de sus hermanos de infortunio, al enfrentar con aquel pueblo espectador y mudo como una tumba, y al mirar el terrible aparato que lo recibía como el pueblo romano a las víctimas del Anfiteatro, sonrió y oyendo junto a sí gemir a Santiago Pimienta, que apenas podía sostener en sus manos atadas el gran Crucifijo de madera que le cupo en suerte para marchar al suplicio, lo animó con palabras de resignación y heroísmo y cambió con el su pequeño Crucifijo de marfil que al tiempo de salir de la capilla le cedió su venerable amigo y auxiliante el respetable Cura Párroco de Matanzas doctor D. Manuel Francisco García.
Marchó Plácido al suplicio con serena resignación y heroismo recitando su Plegaria a Dios, con voz clara y segura: solemne protesta de su inocencia y prueba de la grandeza de su alma. Era todo un profeta que con lira coronada de eslabones de hierro atravesaba por entre las grandes oleadas de la humanidad a la conquista de la gloria. Tal vez el suplicio no fué sino un medio que el destino le ofreció al paso para subir al cielo de los predestinados a la posteridad.
Cuando tronó la primer descarga hiriendo de muerte a los diez compañeros, las balas despedazaron solamente la espaldilla derecha (omóplato) del poeta. Acaso los mismos tiradores temblaron en presencia de tanto heroísmo, tal vez les impresionara la voz del poeta y su plegaria grandilocuente, o acaso sería que las manos guiadas por el corazón vacilaban antes de atreverse a despedazar aquella cabeza olímpica:
¡Qué corona tan sangrienta y qué pueblo tan mudo!
IX
Pocos momentos después, eran las 8 de la mañana, una carreta tirada por dos bueyes conducía al cementerio de Matanzas aquella ensangrentada masa de carne de hecatombe. Allá fueron todos sepultados y allí quedó muda para siempre.
Aquella lira que cantó inspirada
De laureles empíreos coronada
Un mundo de escarmientos y de ilusiones
Quedó, pues, pendiente la lira del poeta más inspirado y espontáneo de Cuba
Del árbol santo de la cruz divina
Plácido yacía sepultado al pie del quinto pino (casuarina) que se encontraba sobre la izquierda a la entrada del antiguo Cementerio de San Carlos, donde lo hizo inhumar su amigo y protector el venerable presbítero doctor don Manuel Francisco García.
Después de mi vuelta a Cuba, agotados diez años de ostracismo, he buscado en vano y con insistencia la sepultura de mi desventurado amigo; aunque ya derribadas las casuarinas que daban sombra a la pequeña calle que hacia la entrada a la ermita del cementerio, me encaminé varias veces a indagar o mejor dicho a sustraer el cráneo del Píndaro cubano.
Lo había reconocido por su frente abovedada y espaciosa, y más que todo, por las despedazadas brechas que en él abrieran las balas del suplicio, y por algún fragmento de aquel plomo escondido aun en las regiones de aquella cabeza donde las musas tuvieron un tiempo su morada.
Ultima hoja de su corona labrada no con laurel, sino con plomo, pues que así también los hados nos enseñan que no siempre el laurel sirve para ceñir la frente de los genios de los mártires y de los héroes. En circunstancias más propicias me será dado publicar mi trabajo literario sobre Plácido, y del cual he tomado algunos apuntes.
Consentido de la inocencia de mi amigo, ha tiempo que consagré a su memoria el presente soneto:
Cisne de Cuba que inspirado diste Gloria a la patria, admiración al mundo Y que sumido en calabozo inmundo Lauro de mártir a tu sien ceñiste.
Con alma heroica al sacrificio fuiste Cantando al son de tu laúd fecundo, Y en alas de un destino furibundo. Al sacho altar del porvenir subiste.
Libre y grande tu sombra peregrina Voló al cielo la gloria coronada y tú plácida lira consagrada.
“Al árbol santo de la cruz divina.” Clamó al pie del patíbulo inclemente ¡Adiós, voy a morir... soy inocente.
X
Véase ahora el documento a que me refiero en las páginas anteriores. El párrafo pertenece íntegro al señor D. Jacobo de la Pezuela, autor del Diccionario Geográfico Estadístico e Histórico de la Isla de Cuba, tomo cuarto, páginas 638 y 639.
Por la elevación de sus ideas y cierto prestigio que se había ganado entre los de su misma condición, supúsose que fuese Plácido uno de los instrumentos con quienes contaba el cónsul inglés Mr. Turnbull para pervertir el espíritu de obediencia entre la gente de color y conducirla por ese camino a que se emancipase con el tiempo.
Plácido iba y venía entonces entre la Habana y Matanzas con grande frecuencia, y con razón o sin ella pronto se le vió envuelto en la conspiración que a principios de 1844 se descubrió entre la gente de color contra la blanca.
De que en aquellos procedimientos firmados por la Comisión Militar y multitud de agentes subalternos no hubo la legalidad y la imparcialidad que el decidir sobre la vida y suerte de los hombres se exige en todo pueblo culto, pruebas manifiestas fueron los castigos que tuvo que dictar la primera autoridad contra muchos fiscales por su venalidad y sus excesos, el suicidio de dos y la fuga de otro al ver descubiertas sus infamias.
El mismo Secretario de aquel Tribunal don Pedro Salazar, fué condenado a presidio. Pero ya se habían dictado más de tres mil sentencias contra individuos de color, aunque careciesen de medios materiales para convertir en hechos sus deseos. Uno de los que resultaron condenados a muerte fué Plácido. Para los muchos que le conocían, su causa y su desgracia fueron dos sorpresas; porque jamás se le había oído a Plácido hablar de odios de raza ni de proyectos de rebelión de la suya contra la blanca, ni más que de sus versos y sus necesidades.
Debo hacer alto en lo que dice el señor coronel español don Jacobo de la Pezuela, de que por aquel tiempo iba Plácido y venía entre Matanzas y la Habana, lo cual es un error de información; puesto que entonces escribía el poeta para la “Aurora” y lo veíamos diariamente en la Redacción, y si alguna vez se alejó de Matanzas no fue sino cuando hiciera su viaje a Trinidad, como queda dicho.
También lo supone el señor Pezuela de oficio latonero, pero ya se sabe que el expósito Gabriel de la Concepción Matoso y Vázquez, o sea Gabriel de la Concepción Valdés (a) “Plácido”, fue de oficio peinetero, de profesión poeta, y ciudadano sin patria.
Caben, pues, en su tumba estos versos de Horacio:
Non omnis moriar multaque pars mei vitabit Libitinam.
Horacio
“No moriré del todo, y gran parte de mí
escapará a Libitina.”
(Una parte de nosotros pervive en nuestras obras.)
Sebastián Alfredo de Morales.
Matanzas, Junio 27 de 1885.
Nota. – Por rara coincidencia y sin deliberada intención vengo a escribir las últimas líneas de esta biografía precisamente a las 8 de la mañana de este 27 de Junio, aniversario del sacrificio del poeta[2], y a la misma hora que su cadáver iba conducido en una carreta para ser sepultado en el antiguo cementerio de Matanzas.
I[3]
Motivos ajenos a mi voluntad me obligan a eliminar de esta edición el trabajo literario que tiempo ha escribí con el designio de que sirviese de introducción a la obra.
La biografía y el juicio crítico de nuestro Píndaro eran necesarios, sino para darle más interés a la publicación, puesto que ella en sí lo tiene con solo encerrar las composiciones poéticas del bardo más inspirado y espontáneo de la América; por lo menos para dejar satisfecha la ansiedad pública referente a la vida del poeta, hasta hoy ignorada en sus más mínimos detalles y causas que originaron su trágico fin.
He publicado antes de ahora algunos fragmentos de mi trabajo en “El Album”, decenario que bajo la dirección de la poetisa señora Catalina Rodríguez veía la luz pública en Matanzas (1883); y además, otros, o sea el comienzo de la biografía, en “El Paracleto”, decenario que hice imprimir en la Habana (1884).
Ambas publicaciones fueron suspendidas por falta de suscrición suficiente con que cubrir debidamente los costos de imprenta como generalmente acontece en Cuba, donde la literatura no es una lucrativa profesión, sino un improductivo entretenimiento lleno de azares.
Digo esto, a excepción de las obras que nos vienen de fuera; bien que de ellas muchas sean asaz inferiores en mérito literario a las más de las que aquí se publican: fenómeno debido en parte a la deficiencia de juicio literario que domina en la masa común de nuestro pueblo, y aún de la falta de unión y aprecio que se acentúa de preferencia en el seno de una familia.
Faltan también esos grandes centros científicos, artísticos y literarios bajo cuya protectora égida se forman, crecen y alientan las inteligencias, que, dicho sea sin apasionamiento, tanto abundan en esta tierra; porque Cuba como Italia es suelo y cielo de poesía, de música y de pintura. Así por este enunciado vacío, por esta falta de aprecio y de unión, por esta casi habitual manía (por no decir idiosincrasia moral) de rebajar lo de casa para enaltecer lo de fuera, aunque sea malo, por esto y, más acaso, perecen en agraz acá tantas inteligencias que protegidas dieran lustre a la patria y gloria al saber.
Así Heredia, la Avellaneda y otros poetas; White, Albertini, Villate y otros artistas, no se habrían hecho célebres si la mala suerte les hubiese deparado el castigo de vivir siempre en Cuba.
En “El Paracleto” me propuse incluir por entregas decenales, y a compaginación especial, toda la colección de estas poesías acompañadas de mi trabajo literario, y por término, el retrato del poeta, que va al frente de esta obra.
II
Hoy, por fin, sale a luz tras dilatados años de reposo esta edición, cuyo compromiso, que contraje con el poeta, pocos días antes de su marcha al suplicio, ha venido gravitando sobre mis hombros nada menos que el dilatado lapso que media entre su desastre y la presente fecha.
Grandes han sido mis esfuerzos por dejar cumplidos los deseos de Gabriel de la C. Valdés y los míos propios.
Durante mi larga peregrinación por distintos países de la América, fui haciendo diligencias para realizar la empresa: empero, todo en vano, pues que unas veces me lo impidiera la premura del tiempo de mi permanencia en ciertos pueblos y otras la dificultad de encontrar editores con quienes realizar algún contrato siquiera fuese mediano.
Ello es que cual si fuera la maldición de un destino avieso, fracasaban mis intentos; y de aquí que el libro continuase siempre inédito en mi equipaje para volver conmigo a la patria de su autor. Mejor ha sido así, para que le cupiese la gloria de que tan importante obra pertenezca de facto a sus prensas y a su literatura.
Siendo de aplaudir también la espontaneidad con que se han prestado a publicar esta corta edición los señores Alvarez, Pérez y Cía., a quienes viene a caber el lauro de ser los editores de la más completa y selecta publicación que hasta hoy se haya hecho de las poesías de Plácido.
Más afortunado que yo ha sido mi conmemorado amigo pues si se me hubiese ocurrido cargar a la vez con mis obras inéditas como cargué con la suya, no habrían aquellas perecido al rigor de dos punibles incurias; una la inevitable de la Naturaleza y la otra la humana que vino a realizar lo que la primera no pudo completar.
Así, mientras que errante yo de pueblo en pueblo iba como Camoens, salvando el cerebro de mi amigo, el mío más desventurado en esto naufragaba todo entero en Cuba al rigor de la inundación que azotó a Matanzas el año 1870, y con él mi monumento a la Flora Cubana, consistente de unas tres mil plantas descritas bajo la forma botánica de flora descriptiva y aplicada.
Mi asiduo y laborioso afán de 20 años (¡!) quedó, pues reducido a una pasta parecida a lo que la industria francesa denomina “papier maché”, es decir un cerebro sin imágenes. Empero, no fue la incuria natural tan cruel conmigo como la de aquellos más ignorantes que maliciosos (y en esto está su perdón) que después del naufragio de las aguas no se dignaron recoger las reliquias de la despedazada nave para salvarlas, así húmedas y todo, a fin de que el tiempo no realizase la catástrofe.
Débeme, pues, Cuba la salvación de las obras de Plácido, como debo yo la pérdida de las mías a esa incuria, especie de desidia tropical que todo lo aniquila. ¡Qué habría sido de estas poesías si al tiempo de mi emigración no las hubiese yo cargado sobre mis hombros y en su lugar las dejara con mis obras reposando a las márgenes del Yumurí hasta mejores días! Juzgue, pues, el mundo cuánto le debiera a esa fatal incuria humana, como a esta misma se la deban las ciencias y mi labor botánica de más de 20 años.
Grande abnegación y generosidad he necesitado para atravesar esta terrible prueba, una de las más aciagas de mi azarosa vida. Juzgad un hijo amado que se pierde lleno de vida, de esperanzas y de gracias.
Pues creo yo que va más allá este dolor, que habría menester un océano de aguas salobres para llorarlo.
III
Bueno es advertir que las correcciones varias y supresiones que aparecen en esta edición, se han hecho a virtud de los deseos de Plácido. El habría querido eliminar de este grupo, muchos rasgos y hasta composiciones completas que en sus días de entusiasmo juvenil hiciera para complacer ajenos deseos y llevado del ímpetu de las llamaradas del númen sublime para desahogar el estro, a veces con perjuicio del buen gusto y de su misma gloria.
He debido eliminar un número no escaso de composiciones laudatorias; entre ellas algunos sonetos de felicitaciones hechos “ad hoc”, y, por tanto, plagados de las vulgaridades propias de los exabruptos de la lira humillada. Si me hubiese dejado arrastrar de los deseos del poeta sin duda que habría condenado al ostracismo una buena suma de estas páginas; sin embargo, me ha contenido el temor de que el público pueda acusarme de exagerado, y por otro lado, la admiración a ciertos rasgos de aquella lira que hasta en lo vulgar se remontaba siempre a lo sublime.
Con esto espero quedar sincerado a fin de que no se me tache de poco escrupuloso unas veces por las que he pasado, y de exagerado otras por las eliminadas.
Llegan a 200 las composiciones nuevas que esta edición contiene, además de las ya conocidas, muchas de ellas pueden estimarse como inéditas desde luego, que si alguna vez vieron la luz pública no fué sino en periódicos de muy escasa circulación; y tanto que algunos apenas contaron jamás sino unos 200 suscritores sin salir del estrechísimo recinto donde se publicaran.
Además del retrato de Plácido que adorna la presente edición, acompáñale el documento justificativo de su autenticidad; y para los que este precioso monumento de nuestra literatura lean fuera de su patria, voy a dar aquí una ligera reseña de las respetables person as que lo firman.
La señora Angela Plaza es viuda de García, amigo y favorecedor del poeta, por cuya causa este frecuentaba a menudo la casa de ambos cónyuges, hasta pocos días antes de su última prisión.
El Lcdo. señor Francisco Javiar de la Cruz, fué colaborador de «La Aurora de Matanzas» coetáneamente con Plácido, y por lo tanto, lo trató dilatado número de años.
El doctor señor Bonifacio Carbonell, fué amigo y vecino del poeta; muchas veces lo asistió en sus dolencias como médico, y lo conoció poco tiempo antes de su ejecución.
El señor Ramón Ignacio Arnao fué uno de los amigos de Plácido y a menudo lo veía en la Redacción de «La Aurora».
El doctor señor Benito José de Riera también fué un amigo y admirador de Plácido, y como vecino suyo un tiempo en Matanzas, frecuentaba la morada de éste; porque Plácido, entusiasta de las virtudes y del talento de mi amigo Riera, lo admiraba también.
El señor Fulgencio García Chávez es esposo de una hija del señor Salinero, amigo de Plácido y padrino de sus bodas con María Gila Morales. Aunque joven, el señor García, cuando la muerte de Plácido, recuerda bien las facciones de éste a quien veía diariamente por haber sido su vecino.
He juzgado suficientes tan respetables firmas y por eso he excusado acompañar con otras muchas, no menos respetables, el citado documento.
Referencias bibliográficas y notas
Autor: Sebastián Alfredo de Morales. Matanzas, Junio 27 de 1885
[1] Este trabajo apareció publicado en el Magazine de «La Lucha», Matanzas, 1923 | Págs. 122-127. Se ha tratado de respetar la ortografía original, además de adicionársele imágenes y algunas notas.
[2] El autor menciona erróneamente el 27 de Junio como fecha aniversario del fusilamiento del poeta. Fue el viernes 28 de Junio de 1844 la fatídica fecha en que se le arrebató la vida al poeta Plácido. Es incomprensible que siendo Lince testigo de los hechos mencione el día 27 ¿Error de imprenta? ¿Confusión con la fecha de casamiento, 27 de noviembre…?
[3] Nótese que los capítulos I, II y III se encuentran al final del texto. Se decidió comenzar con el artículo número cuatro (IV) debido a la extensión del texto (los tres primeros son una introducción al tema).
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