Los Teatros de Ayer en la Habana (Teatro de Tacón…) por Ramiro Cabrera. Mi padre, desde que éramos muy pequeños, tuvo siempre la costumbre —que aún no ha perdido— de hacerse acompañar de sus hijos a todas partes. A diario, de mañana antes de empezar el trabajo, salía con el racimo de muchachos, seguido de Juan, el viejo cochero de alquiler.
Caminaba, para hacer ejercicio, unas cuantas cuadras, remontando el paseo desde la casa de Galiano cerca de San Miguel, donde vivíamos, por San Rafael abajo, hasta dejar detrás la acera del Louvre y seguía por el Prado hasta Virtudes o Animas. Esa era para él, aun en plena juventud, una señora jornada…
Otras veces continuaba por Galiano hasta Neptuno; cruzaba por debajo de los coposos laureles de la Quinta de Barrena junto a la esquina de Neptuno; seguía por el costado de la iglesia de Monserrate a lo largo de Concordia, hasta la casa de mi abuela, situada en campanario y Virtudes, donde terminaba el paseo a pie y se sentaba a descansar, a la sombra de los higos y grosellas que crecían verdes y lozanos en el alegre patio.
Durante todo el trayecto, así a la salida como a la vuelta, los cinco chiquillos marchábamos encaramados en el coche, haciendo maldades al paciente auriga, cuidadoso y sonriente, tirándole de los faldones, quitándole y escondiéndole el chucho y mortificándolo con veinte diabluras inocentes, que mi padre no impedía, entretenido con sus ideas en el camino, las manos en su actitud habitual, cogidas hacia detrás y dejando caer a golpes acompasados sobre los talones su bastón de caña de la India, que guarda como una reliquia, con el puño de plata labrada en forma de cabeza de perro…
En aquellos paseos matinales que duraron muchos años, hasta estallar la revolución del 95, aprendí con el viejo cochero, el manejo de las riendas, con todas las reglas del arte.
Apenas contaba cinco años de edad y con aquellos hábitos de mi padre, ya conocía yo el teatro Torrecilla, situado en Neptuno entre Consulado y Prado, casi junto a la esquina de Alonso, donde existía una bodega y se veían en la plazoleta un montón de cantos labrados, ennegrecidos por la humedad y por el tiempo y conocía también el teatro de Cervantes, que estaba en alto, en la esquina de Consulado y San José.
En Cervantes, actuaba una escogida compañía de zarzuela, de la que eran empresarios Narciso López y Ballós y andaba en boga, como cosa nueva, Chateaux Margot, la Gran Vía y el Cabo Primero, antiguallas, que aun hoy se atreven a endilgarnos algunos cómicos desnaturalizados.
Cervantes era el teatro, para hombres solos, de aquella época. A pesar de los tiempos que corrían, de la soldadesca viciosa que acudía a los sitios públicos, de los oficiales, militares y empleados, prontos a la alegría y a la disipación; no obstante la licencia y el abandono de algunas costumbres, como el espectáculo de la prostitución, que se ejercía en los lugares más céntricos de la urbe, mostrándose al transeúnte con las puertas abiertas, en la Habana de aquellos días no existía aun, nada tan libre en las formas, como la Alhambra de hoy, en Consulado y Virtudes.
Toda la pornografía de Cervantes se reducía a los bailes que se efectuaban al final de cada acto, en que se tocaba el can-can, vestidos los bailarines con unos trajes de colores muy vivos, las piernas cubiertas hasta el muslo con medias de franjas anchas, rojas, blancas o azules, deshaciéndose en contorsiones, más bien groseras, que inmorales.
En los momento del baile aquel, libre en realidad de la malicia que se le atribuía, mi padre me hacía salir al pasillo que daba hacia afuera, sustrayéndome de ese modo de la parte mala del espectáculo.
En Torrecilla, se exhibían los bufos cubanos; la Meireles, la Mellado, con su voz bien templada de contralto, joven y graciosa, Salas, que hacía unos papeles de borracho, con tanto sprit que recordándolo, siempre ha querido imitar pero nunca ha logrado superar, nuestro bonísimo Regino López; Lima, el precursor del inimitable Gustavo Robreño, en los papeles de asturiano; un monumento, una institución, que viejo, enfermo y olvidado, se le ve pasar en ocasiones, como una sombra ignorada por esas calles transformadas de la Habana moderna.
El repertorio de los bufos cubanos de Torrecilla, era de un mérito literario, esforzado e ingenioso, en el que se hacía gala y derroche de gracia, en ocasiones, muy fina y muy sutil como en “El Perro Huevero” producto de la influencia bien marcada de una literatura más elevada que la de hoy, de vuelos afrancesados como la que hacía Ignacio Sarachaga, sencilla y pueril en muchas ocasiones, pero siempre despojada de la palabrería burda y grosera y de las desvergüenzas y desplantes intolerables de las piezas del día que suscriben muchos de los continuadores del arte.
Las comparsas de guaracheros, que eran la moda ya en desuso, cantaban en los entreactos; para ellas se inspiraban poetas y cantores; era una música acompasada y triste, de suaves y dulces melodías, que no saben combinar los modernos compositores.
Aquellas canciones como La Luna, Los Rumberos, Adiós, Mi Cuba, La Perla, y tantas otras, pasaron ya para no volver; pero en ocasiones, cuando las oímos tararear a la vieja criada que las recuerda, invade nuestro espíritu algo así como una vaga sensación de nostalgia y melancolía por el pasado que no vuelve.
Tacón, era el teatro de la ópera y de los dramas; el gran teatro de siempre, como lo es ahora; el destinado a las funciones de gala, el sitio de reunión de las familias linajudas.
Cuando lo conocí, ya hace más de seis lustros, tenía un telón de boca que daba miedo. Figuraba una escena de las cruzadas o algo de la toma de Granada; con muchos ginetes, almenas, troneras, mucho color rojo; lanzas, espadones y espingardas; cabezas partidas, cascos destrozados, miembros deshechos y unas cruces rojas también, en el centro de blancos pendones, sostenidos por guerreros corpulentos, en actitud muy siniestra.
El famoso telón no me dejó dormir tranquilo aquella noche…
Desde el centro del techo del gran coliseo, pendía una enorme araña, o sea una lámpara descomunal con mil bombillos de gas, que daban un calor de todos los diablos y que no dejaba ver la escena a los que en la “tertulia” y la “cazuela”, tocaba por mala ventura, un asiento de frente, en las noches, muy contadas, de lleno completo.
El Tacón de entonces, con su doble hilera de palcos y múltiples asientos, tenía un carácter casi familiar, doméstico.
Las localidades, se designaban con el nombre de las familias que eran sus ocupantes habituales; los Weber, los O’Farrill, los Guell, los Farrés, los Abreu, los Echarte, Arango, Herrera, los Calvos, los Montalvo…
El grillé de las Martí; el palco de Vicente Hernández; el del Marqués de Esteban, el de Fernandina y como éstos todos los demás, eran poco menos que propiedad privada y las empresas, que se sucedían, no se tomaban por nada la libertad de venderlos si antes no había la seguridad absoluta de que no concurrirían a la función.
Esa costumbre de la colonia, desapareció con Sieni, Narciso López y Pedro Pablo Guilló y los noveles empresarios, como el rudo e impropio Bracale, favorecidos por la población más nutrida, más rica y alegre, ofrecen hoy a cada cual sin miramientos, lo que le va en suerte y en las noches de ópera, actuales, es más fácil sacarse el premio gordo, que encontrar dos familias amigas de las nombradas en un palco junto a otro.
El viejo Tacón, se llenaba de gente muy raras veces y a menudo las empresas terminaban en quiebra.
La falta de comunicaciones, las calles mal empedradas, la penuria de las clases trabajadoras, el encerramiento de los elementos del comercio, que vivían en las tiendas como prisioneros de sus principales, no permitían que los teatros presentasen ese aspecto alegre y animado que ofrecen hoy, con mucho público abigarrado que se arregla y se compone lo mejor que puede, que se agita nervioso en los asientos, que avanza apurado a la salida y que acabada una tanda lo sustituye otro enjambre igual, que ríe, aplaude contento, se mueve y se divierte.
Las funciones, en los días a que me refiero, empezaban muy tarde. Había que esperar la llegada de los carros de caballos del Cerro y de Jesús del Monte, donde vivían las familias que se llamaban “de sociedad”.
El telón de boca, aquel terrible telón de los guerreros, no se alzaba hasta que la empresa no consideraba ocupado por el público un número considerable de asientos. Otras veces demoraba el comienzo de la fiesta, la presencia, anunciada, del Capitán General o el Segundo Cabo…
Los cómicos vigilaban anhelantes la sala del teatro, tormentosamente vacía y mal iluminada, por el orificio, cubierto por un vidrio, practicado en el centro de la cortina, a la altura del observador. El impaciente y aburrido ir y venir al agujero, por el interior de la escena, se notaba por los pies de los actores y tramoyistas, que se descubrían debajo de la tela, siempre mal encajada en la linea del piso.
Por fin a hora avanzada, alguien allá dentro, daba varios golpes de aviso con un madero sobre las tablas del escenario agitando el polvo y sonaban en seguida, unas campanas muy sonoras y graves, que ponían en espectación al auditorio, que amodorrado bostezaba.
Desde las altas localidades, los espectadores menos educados, entretenían la tardanza, palmoteando como en los toros; arrojaban al espacio los papeles de anuncios, doblados ingeniosamente en forma de palomas y reían con estrépito cuando una de éstas, como flechas, se hundía en la cabellera de una dama de las lunetas o de los palcos o daba sobre la cabeza pelada y calva de algún señorón adormilado y enfurecido con la burla provocada.
Fuera de los tres teatros mencionados y de Albisu —campo de gloria de Robillot, los Areu y la Rusquella— que ya desapareció, sustituido por el moderno Campoamor, en la Habana del año 1885, no había de noche otros sitios mejores de diversión.
Payret, el otro coliseo, no recuerdo desde cuándo permanecía cerrado no sé por qué derrumbe ocurrido años antes.
Irijoa, a pesar de estar rodeado de jardines y de su construcción adecuada al clima, estaba retirado, fuera del centro de la ciudad y apenas funcionaba; Jané, situado en la calle de Dragones, frente al anterior, convertido en una iglesia metodista, servía para funciones de circo.
En la plazoleta de Albear, había unos panoramas de brocha gorda que reproducían en cartelones horrendos, los sucesos importantes de actualidad, escenas de los bandoleros, las inundaciones de San Antonio de los Baños, de Alquízar y otras calamidades por el estilo y Sinesio Soler, allá, hacia el lado de O’Reilly, explotaba unos marionetes, que de puro bobos, eran una delicia y con los que hacía buen acopio de billetes del Banco Español.
Y ya de todo eso queda poco y lo que resta, se ha transformado…
El viejo Torrecilla es una fábrica de tabacos; Cervantes dejó su sitio para un hotel y éste para una mala casa de huéspedes; Payret revivió poco antes de cesar “la ominosa” por las artes de D. Miguel Saaverio, escondiendo las ruinas que lo mantuvieron cerrado; la lámpara de Tacón se cayó por fin un buen día sin matar a nadie o la hizo caer hábilmente Ramón Gutiérrez, para que no provocara por más tiempo las blasfemias de aquellos, a quienes servía de pantalla.
El mismo Tacón, a manos del Centro Gallego, se ha transformado radicalmente, como no lo soñara Pancho Martí, trocando sus cedros y aquellas enormes bolas de vidrio de los antepalcos y los butacones de caoba anchos y cómodos que servían de lunetas, por artesonados de cemento e hierro, barandajes entrelazados, mármoles jaspeados y fríos y asientos estirados, estrechos y juntos, para contener mucha gente.
Cuando en el antiguo teatro, se salía en los entreactos al patio aquel, enorme, formado en cuadro, rodeado de estatuas blancas y sin otro techo que el cielo abierto, se escuchaba distintamente el rumor de la música del parque de Isabel II, el rodar de los coches con sus llantas de hierro saltando sobre los revueltos adoquines, el tronar de las locomotoras de Villanueva y hería las sienes, refrescándolas, el suave y ligero terral…
Hoy se sale a un patiecito pequeño, ahogado, sin luz ni aire, con altos paredones a los lados y de vez en cuando se oye, allá arriba, una voz tristona que canta “La Muñeira”…
Bibliografía y otras fuentes:
- Cabrera, Ramiro. (1919, Oct.). Los Teatros de Ayer. Revista Social, pp. 18,65,67,69.
Deja una respuesta