Carta de Tomás Estrada Palma a Teodoro Pérez Tamayo, 1906 octubre 10.
Matanzas, Cuba.
Octubre 10 de 1906
Sr. Teodoro Pérez Tamayo.
Mi muy estimado amigo:
Dicto estas líneas a impulso de un sentimiento que enaltece y hace feliz, el de la gratitud. Lo experimento con la lectura de su carta del seis. En medio el desequilibrio social que impera en Cuba y del confuso ruido de hojarasca populachera, es grato y fortalecedor recibir el testimonio de aprobación y simpatía de parte de espíritus superiores, capaces de comprender los actos de abnegación y desinterés, inspirados por el más puro amor al país.
En el cumplimiento de mis deberes públicos y privados, sobre todo, en las ocasiones difíciles, nunca he esquivado las graves responsabilidades que las circunstancias me imponían, las he asumido sin titubear, con el valor y la resolución propios de una conciencia tranquila, ajena a todo interés personal y movido solo por un patriotismo sensato, recto y verdadero.
Quede para los que a sabiendas ocultan a si mismos la realidad de las cosas, la censurable tarea de gritar en coro con los inconscientes, haciendo alardes de jactanciosa patriotería. A mí me basta la convicción de haber salvado a mi tierra, tan querida, de una horrenda desmoralización, de haberla salvado de la anarquía y sus secuelas forzosas, la ruina, el pillaje.
Desde los primeros días del movimiento insurreccional, tomé el pulso de la situación y pude apreciarla con ánimo sereno.
Vi en frente a masas numerosas, cansadas ya del orden y la legalidad a que parecían acomodadas durante los cuatro años de la República; las ví ávidas de licencia y correrías unirse en muchedumbre al primer aventurero que las invitaba a seguirlas; ví por doquiera simpatizadores con el desorden y alentadores de la perturbación, a la prensa, mañana y tarde a toda hora , auxiliando con cinismo sin igual, el laborantismo plenamente organizado a favor de los rebeldes; me encontré de súbito en medio de una tremenda desorganización social, con millares de insurrectos en tres provincias y la amenaza de rebelión en otras dos, sin fuerzas regulares suficientes para emprender sin descanso campaña activa contra los primeros, y batirlos y desorganizarlos al mismo tiempo que temía a cada instante, que llevaran aquellos a los grandes centrales de las villas, las medidas de destrucción realizadas en las estaciones de ferrocarriles, en las locomotoras, puentes, alcantarillas, etc.
Veía reducidas a la mitad las rentas de Aduana y a un veinte y cinco o treinta por ciento los demás ingresos del Estado, los millones del Tesoro gastándose a caudales con resultados inciertos o provecho muy dudoso, invirtiéndose una gran parte en sostener milicias improvisadas a la ventura, las cuales, por esta misma razón no podían inspirar bastante confianza en el sentido, sobre todo de afrontar los trabajos, las privaciones, y los peligros de una constante persecución contra los adversarios, cubanos también y en gran número de casos, amigos y compañeros.
Entretanto, como si fuera una consideración previamente acordada resonaba en todas las direcciones, día tras día, la amenazadora voz de “Paz a todo trance”, con tendencia a exigirla del gobierno, cualquiera que fuese la humillación que éste se viera obligado a someterse y sin que nadie se detuviera a pensar sobre lo irrealizable, en práctica, de las condiciones, ni siquiera darse cuenta de las funestas consecuencias para el porvenir.
Siguiendo este orden de reflexiones pudiera añadir otras circunstancias desfavorables de intensa gravedad, sobre las cuales, sin embargo, debo guardar silencio por la naturaleza personal de las mismas. Ahora bien, la situación , en la esfera particular de los cubanos entre sí, presenta el siguiente dilema: de un lado la necesidad de vencer la insurrección por la fuerza de las armas; del otro la de llegar a un pacto con los insurrectos.
Fácil es de expresar el primer extremo en muy pocas palabras, pero su completa realización era un asunto difícil, como se habrá podido juzgar por lo expuesto anteriormente. De todos modos, demandaba un plazo de algunos meses, gran derramamiento de sangre, pérdidas de vidas, destrucción de propiedades y consumo de millones destinados a obras de utilidad pública, dejando a la postre arraigados en el país los odios de la guerra civil para retoñar cada vez que se presentase oportunidad propicia.
Mis humanos sentimientos de civilización cristiana, el apego que sentía por los ahorros acumulados en las arcas del Tesoro, a fuerza de resistir la tendencia contraria de los impróvidos legisladores y la imposibilidad de proteger, mientras durase la lucha armada, las vidas y haciendas de cubanos y extranjeros, me hicieron desechar semejantes extremos, sujeto además, a que el Gobierno de Washington, que ya preparaba fuerzas al Sur de los Estados Unidos, creyese en un momento dado, que era tiempo de intervenir.
La situación de pacto con los alzados en armas era lo peor que pudiera pensarse. Aún suponiendo que los distintos jefes rebeldes y los directores e instigadores del movimiento llegaron a un acuerdo entre sí y que se conviniera con el Gobierno las bases fundamentales para poner término a la contienda, los problemas secundarios que se originarían después, serían tantos y tan difíciles de resolver, debilitada, si no perdida la fuerza moral del Poder legítimo y sin otra autoridad, que dirimiese las diferencias, serían tantos y tan difíciles, repito, esos problemas que darían lugar a que el país se mantuviera muchos meses en medio de una constante agitación, de efectos tan perniciosos, como los de la guerra misma.
Desde el instante de tratar el Gobierno con los rebeldes, se colocaba en una pendiente de concesiones interminables, iniciaba la era de sucesivas insurrecciones y hacía que viniese a descansar sobre bases deleznables la estabilidad de los Gobiernos futuros. Jamás podía consentir en ser cómplice de tan grandes males a cambio de seguir ocupando la Presidencia de la República, desprestigiada, humillada por las imposiciones de la insurrección, y en condiciones imposibles de que yo pudiera prestar a mi patria desde ese puesto los servicios que mis nobles, desinteresadas aspiraciones hubieran deseado.
No, de ninguna manera, ni el uno ni el otro extremo del dilema: ni de contestar la guerra con la guerra, ni degradar mi autoridad de Jefe legítimo del Estado y mi decoro personal, sometiéndome a las exigencia de hombres armados, desprovistos de toda representación social, de principios e ideales, sirviendo de instrumento a unos cuantos ambiciosos sin entrañas, que tuvieron habilidad bastante para quedarse a buen recaudo mientras desataban contra la sociedad inerme esas masas inconscientes, prontas al pillaje y al desorden.
Cuando ví que la insurrección tomaba proporciones serias, sentí mi alma herida de profundo desencanto, contemplando por tierra la obra paciente y gloriosa de cuatro años, y resolví, de una manera irrevocable, renunciar a la Presidencia, abandonar por completo la vida pública y buscar en el seno de la familia un refugio seguro contra tantas decepciones.
Pero antes de realizar este propósito, tan grato a mis deseos, era absolutamente necesario que hiciera el último sacrificio en aras de mi patria. No era posible que yo dejara el Gobierno en manos criminales, las de aquellos que habían asestado el golpe fatal contra el crédito de la República y el nombre y prestigio del pueblo cubano.
La conciencia es un deber superior, de esos que hacen manar sangre del corazón y arrastran consigo la impopularidad y el odio, me imponía como única salvadora medida la necesidad de poner en conocimiento del Gobierno de Washington la verdadera situación del país, y la falta de medios de mi Gobierno para dar protección a la propiedad, considerando que había llegado el caso de que los Estados Unidos hicieran uso del derecho que les otorgó la Enmienda Platt. Así lo hice; consultando a muy pocos, pues no era tiempo de exponerme a contradicciones, por buscar copartícipes en las responsabilidades, sino de asumir éstas por entero con la firmeza de legítima convicción, y el valor de que van siempre acompañados los actos que se inspiran en el más acendrado patriotismo.
Si hice bien o no, el tiempo lo dirá. Por lo Pronto, justificada mi actitud, mi decreto del 17 de Septiembre, que virtualmente puso fin a la guerra al mes justo de haber principiado, ahorrándose así el mayor derramamiento de sangre y pérdida de vidas; le justifica, también el hecho de estar ya desarmados los insurrectos y de regreso a sus casas, habiéndose restablecido la tranquilidad en todas partes, garantizada por la fuerza moral y material de la autoridad americana. De esta manera, todo temor ha desaparecido de emprender inmediatamente en los campos las ocupaciones ordinarias y es de esperarse que a virtud de la próxima zafra de azúcar y las siembras de tabaco, empiece el país desde luego a reponerse de la crisis económica.
En cuanto al orden público, nada me atrevo a predecir, ni en lo que se refiere a los Partidos, ni tocante al resultado probable de la intervención.
Ha sido siempre mi sentir, desde que tomé parte activa en la guerra de los diez años, que no era el término final de nuestras nobles y patrióticas aspiraciones, la Independencia, sino el propósito firme de poseer un gobierno estable, capaz de proteger vidas y haciendas y de garantizar el ejercicio de los derechos naturales y civiles de cuantos residieran en la Isla, ciudadanos y extranjeros, sin que la práctica de la libertad se convirtiera en perniciosa licencia, en violenta agitación y mucho menos en perturbaciones armadas del orden público. Jamás he tenido empacho en afirmar, y no temo decirlo en alta voz, que es preferible cien veces para nuestra amada Cuba, una dependencia política que nos asegure los dones fecundos de la libertad antes que la República independiente y soberana, pero desacreditada y miserable por la acción funesta de periódicas guerras civiles.
Si usted me perdona este desahogo, a costa de su tiempo y atenciones, será una muestra de afecto y deferencia a su amigo sinceramente agradecido.
(F). Tomás Estrada Palma.—
Bibliografía y notas:
- Esta carta que aparece en la Colección Cubana Histórica y Literaria de Manuscritos de la Universidad de Miami fue transcrita por Martínez A.
- Pichardo Viñals, H. (1969). Documentos para la historia de Cuba, Tomo II. Habana: Editorial de Ciencias Sociales del instituto del libro. (pp. 286–290).
- De interés: Cartas de Máximo Gómez: A Estrada Palma Agosto 22, 1895
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