

De cómo el Conde de Alcoy pidió auxilio a Pancho Marty contado por Álvaro de la Iglesia. El siniestro mando de D. Leopoldo O’Donnell había tocado a su fin, y no por haber cumplido el tiempo reglamentario, pues sólo estuvo en el gobierno de esta Isla poco más de cuatro años, ni tampoco por haber pedido su relevo, sino sencillamente porque a Narváez se le antojó sustituirlo.
Sin duda, aquel paternal gobierno, convencido, por experiencia, de lo que fatigaban los fusilamientos, entendió que el califa colonial, ahíto1 de sangre, necesitaba descansar de su laboriosa jornada de exterminio y que ya era hora de cerrar el registro de las hazañas del conde de Lucena, en que figuraban el horrible proceso de la escalera.
El suplicio no menos horrible de Plácido y unos diez compañeros de infortunio, nueve ejecuciones capitales en Alacranes, cuatro en Cimarrones, centenares de hombres de color azotados bárbaramente en las fincas azucareras de todo el país, y un alijo de cerca de mil negros de Guinea, por cuya entrada se pagaron diez y siete pesos en oro per cápita, como impuesto extraordinario y clandestino sobre aquel negocio redondo.
Ah… se nos olvidaba… y la famosa batalla de Ponche de Leche que cubrió, no de laureles, sino de vasos rotos, el paso triunfador de don Leopoldo entre Tacón y Escauriza.
Bien había ganado su descanso el temible gobernador general y bien hacía Narváez en llamarlo a su lado, dejando en paz al cubano falso y artero y yendo a imponer dirección a los cien levantamientos de la Península, en que tuvo la suerte de salvar siempre la cabeza.
O’Donnell, o como se le apellidó en España por sus fracasos contra los carlistas, el Leopoldo de Lucena, había regido y rajado esta tierra desde octubre de 1843 hasta marzo de 1848 y fué tan fatal la estrella de su gobierno, que en él sufrió Cuba los dos más horrorosos huracanes que se recuerdan: el de 1844 y el de 1846, para que con el surco de sus estragos perpetuasen el paso del fiero mandarín por esta infortunada Antilla.


Con mal disimulado despecho vió llegar O’Donnell su relevo. Era este don Federico Roncali, conde de Alcoy, militar de modestísima historia, pero teniente general a los cuarenta y dos años de edad, porque no hay como las guerras civiles para dar entorchados.


Procedía el de Alcoy de las filas progresistas, aunque entonces se encontraba ya muy distanciado de Espartero, para quién guardaba tanto afecto como admiración, pero a quién no podía perdonar aquel frío sacrificio del conde de Belascoain, principal figura de la desastrosa revolución de 1841 (en la que tomó parte activa O’Donnell) ahogada en sangre por el gobierno de la Regencia.
Tocóle en suerte a Roncali, en aquel suceso, ser defensor de don Diego León, sometido a consejo de guerra, estéril defensa en la que tuvo por asesor a González Bravo, el último ministro de doña Isabel II, puesto que la sentencia de muerte de la primera lanza de España estaba decretada.
Espartero pudo en aquella ocasión mostrarse grande perdonando al bravo caudillo, ya que el gobierno había tenido la fortuna de vencer un movimiento a cuya cabeza figuraban los más brillantes generales de la monarquía; pero el partido progresista, temblando ya a los embates de la opinión, tenía miedo y creyó conjurar su caída o por lo menos aplazarla, con aquellas ejecuciones.
Roncali, desde aquel día en que vió morir a su mejor amigo, pidió ser destinado a un cuartel en Santander, donde se mantuvo hasta la caída de Espartero.
Poco después, tras de servir las capitanías generales de Navarra y de Valencia, teniente general, senador vitalicio, ministro de la guerra en el gabinete Miraflores, se le designó para el mando superior de esta Isla, desembarcando en la Habana el 20 de marzo de 1848.
Con lo dicho anteriormente no es necesario averiguar los motivos de enemistad de O’Donnell para Roncali; mas no es igualmente explicable el encono y el desprecio con que, al decir de los documentos de la época, recibió el conde Lucena a su sucesor.
La Verdad, que con el seudónimo de Cora Montgomery dirigía en Nueva York nuestro ilustre Lugareño, dice, textualmente, que O’Donnell trató a Roncali con desprecio. No cambió con él media docena de palabras en la ceremonia oficial de la entrega del mando y terminada ésta, se volvió a la Quinta de los Molinos donde vivía con su familia y en cuya posesión había hecho obras por valor de veinte mil pesos, para convertirla en decorosa mansión del primer funcionario de la colonia.
Y no volvieron ni a visitarse ni a mantener siquiera la más pequeña relación de cortesía. Cuanto a las dos condesas, por lo que diremos más adelante, no hay el menor motivo para suponer se tratasen con mayor cordialidad.
Y después de tan largo preámbulo, entremos en materia:
La condesa de Alcoy, como buena ama de casa, al llegar al Palacio de la Plaza de Armas, giró una visita de inspección a su nueva residencia mostrándose admirada de que, salvo el salón del trono y las dos principales piezas, se encontrase el edificio mondo y lirondo, cual si acabase de sufrir los efectos de una mudanza.
Faltaba allí, no ya lo que en ciertas posiciones sociales representa comodidad, confort y lujo sino hasta el objeto más indispensable.
Los cuartos estaban vacíos… no había ni una mala cama para reposar de las molestias de tan largo viaje.
No sabemos, porque la historia no entra en tales minucias, si fué el intendente o el mayordomo, pero el caso es que la generala se dirigió a alguno de sus servidores para interrogarle acerca de la ausencia de su mobiliario, etc. y a todas sus preguntas, invariablemente se le daba esta respuesta:
—Excelentísima señora… se lo llevaron para la Quinta de los Molinos.
Y así era en efecto. O’Donnell dejó para el final de la ceremonia el proporcionar a Roncali la última de las mortificaciones.
En tanto corría el tiempo y era indispensable hacer algo para colocar el Palacio, siquiera, en las condiciones habitables de un modesto hotel.
Por fortuna hallábase en aquellos momentos conversando con su Excelencia, el Excelentísimo señor don Francisco Marty y Torrens, más conocido por Pancho Marty. Desde los tiempos de Tacón, él y don Salvador Samá figuraban como personas de gran valimiento y representación en las altas esferas coloniales.
Eran elementos enriquecidos en el comercio y por lo tanto, por la tradición de la colonia, árbitros de la cosa pública, cuya labor empezaba a abrir aquella honda zanja que años después habría de separar para siempre, en dos bandos irreconciliables, a españoles y cubanos.


Pancho Marty, que había desembarcado en Indias niño y pobre, lograra con su perseverancia en el trabajo acumular un caudal cuantioso. Hombre lleno de despejo natural, cuyas ocurrencias de un fondo filosófico todavía se recuerdan, era amigo de todos los capitanes generales. Aun se cita el caso de uno que rechazó la familiaridad afectuosa del ocurrente catalán, diciéndole iracundo:
Tengo excelentísimo…
Pancho Marty, con la sonrisa en los labios y sin perder su aplomo, cuéntase que repuso:
—También yo lu tengo… votu va Deu… y además gran cruz…
Pues bien, a Pancho Marty tuvo que recurrir el Gobernador General de Cuba, conde Alcoy, para no dormir sobre los sillones del salón del trono.
Y Pancho Marty que se pintaba solo para servir y que tenía a gala el hacerse el necesario, decía sonriendo a la condesa de Alcoy, que echaba llamas de puro enojada:
—Cosas de don Leopoldo, señora. No hay que apurarse… todo se arreglará.
Y se arregló en efecto: lo que no pudo arreglarse fué el escándalo monumental que levantó La Verdad, del Lugareño, en Nueva York, publicando, urbi et orbi, que los condes de Lucena no habían dejado ni clavos en Palacio.
Perdónese la exageración, en gracia a que La Verdad nunca decía mentiras.
ALVARO DE LA IGLESIA
De la Academia de la Historia de Cuba
Habana
Bibliografía y notas
- De la Iglesia, Álvaro. “De cómo el Conde de Alcoy pidió auxilio a Pancho Marty”. Revista Cuba en Europa. Año IV, núm. 83, 30 de septiembre 1913, pp. 12-13.
- López de Briñas, Felipe. “Leyendas de la Habana Antigua. Las cosas de Pancho Marty”. Revista El Fígaro. Año XV, Núm. 9, 10 y 11, p. 59.
- Ahíto: adj. Saciado, harto. Real Academia Española. ↩︎
Deja una respuesta