El Colono por Carlos Martí desde la revista Cuba en Europa (1912). Nuestro hombre acababa de llegar de España. Había desembarcado en el puerto de Santiago de Cuba, en calidad de inmigrante. Le ofrecieron trabajo en las minas de hierro y en las obras de construcción de uno de tantos ramales ferroviarios.
No lo admitió. Su deseo era trabajar en un ingenio de azúcar. Le habían contado tantas grandezas. Y tomó pasaje en un tren de la línea central. Se dirigió a Holguín y de allí a Gibara. Era un inmigrante bastante culto, tenía anhelos de trabajar. Sabía ya de penalidades, y aunque había leído mucho y sabía redactar correctamente, quería trabajar con las manos, con las brazos, con el cuerpo, en lo que se presentase.
Serían las seis de la mañana de un domingo cuando embarcó en el bote que hace los viajes de Gibara a Santa Rosalía. El horizonte se coloreaba y se avivaba la fuerza de los colores por minutos. El mar aún no había despertado, y tenía más caracteres de lago que de bahía, la bahía de Gibara.
El bote era de vela, pero de nada servían las velas. Media hora larga estuvo en el trayecto pudiendo recrearse a su gusto en la vista panorámica de Gibara, en las selvas que escondiendo los ríos Gibara y Cacoyugüín besan el mar.
En Santa Rosalía tomó cabalgadura; atravesó Potrerillo, dejólo atrás, rodeado de palmas reales, de palmas criollas, como si fueran resto de su grandeza; atravesó Fray Benito, y a un cuarto de legua, después de ascender una loma que lleva el mismo nombre que el poblado. detuvo el caballo.
Hacia el término del valle que el viajero tiene a sus pies se dibuja el ingenio Santa Lucía, como si fuera allí expresamente colocado para animar al viajero a proseguir el viaje . Pero aún faltaba más de legua y media para rendir el camino que amenizan el río Junucún y el Guabajaney. Pasado este río se ofreció la finca Santa Lucía en todo su esplendor, extendiéndose el batey placenteramente.
Santa Lucía está muy bien situada. A un lado el batey y el ingenio (Central Santa Lucía)1, al otro lado el poblado y en el centro, en coqueta loma, una serio de quintas de recreo y las oficinas de la finca. Al frente de los chalets hay un bonito paseo de framboyanes y laureles, que sólo le falta ser un poco más cuidado. Los chalets se denominan: Gloria y Aida, Lolo, Eloísa, Isabelina, Elvira y otros.
Y nuestro viajero pidió trabajo en el ingenio. Se lo dieron. En Santa Lucía amanece hermoso y agradable. Estaba asombrado. Tantas moles de hierro, en montón, le abrumaban.
El taller de maquinaria, el de carpintería, la sierra, la turbina, los trenes de centrifuga, que hacen 16 centrifugas, los hornos para el bagazo, los ventiladores, los estanques, la casa de calderas, el laboratorio químico, filtros para la cachaza, clarificadoras de 700 galones de cabida, tachos de triple efecto, modernos, los primeros instalados en Cuba, de punto enormes, máquinas de bombas de vacío, tanques de miel y de meladura, las pailas, la máquina de moler, la de remoler, la desmenuzadora, la máquina nevera, que puede dar hasta 10.000 libras de hielo a la semana, todo le extrañaba al viajero.
Y al enfrentarse con los hombres del fuego en los talleres de maquinaria o con los hombres del azúcar en las clarificadoras y defecadoras, o con los hombres del agua en la maquina de hacer hielo, dirigía la vista arriba, muy arriba, allí donde coqueteaban los chalets, y sin querer venia a su memoria La ciudad negra y La ciudad blanca, de que habla Jorge Sand en uno de sus famosos libros, y entre dientes repetía con Jorge Sand:
“Esos ricos que desde allá arriba en la ciudad alta, ven sudar a sus obreros leyendo sus periódicos, podando sus rosales o engolfados en los negocios, son, o antiguos camaradas de los de la ciudad baja o los hijos de dueños de obreros, que han ganado bien lo que tienen y que no desprecian, muy al contrario, los rostros descuidados de los de la ciudad baja, ni los delantales de cuero o de saco de los obreros. De los de la cuidad baja pende el llegar hasta la ciudad alta, y el trabajo, la economía y la ilustración son los principales factores.”
Y mientras repetía entre dientes estas palabras de Jorge Sand, se le presentó, en traje de faena, uno de los hijos de los dueños, nativo de Cuba, como sus padres, con el rostro y con las manos ennegrecidas.
Se dió cuenta de que los hijos de los amos de ingenio también trabajaban rudamente y esto le dió alientos, que quien trabaja sabe apreciar el valor del trabajo.
En el ingenio le dieron un empleo de pesador de caña. Su probidad y su celo le hicieron destacar, y más adelante le confiaron trabajos de mayor responsabilidad. No era perturbador, no pertenecía al número de los vencidos, sino al de los fuertes, y fué ascendiendo, ascendiendo, pues los dueños del ingenio tenían por norma recompensar a quien bien les servía.
Le tomó amor al batey, y se fijaron en él. Tuvo ecuanimidad, supo hacerse querer, le respetaban los humildes y le querían los poderosos, y estos mismos le abrieron la senda de un porvenir, y le confiaron una colonia.
Tuvo la suerte de que el azúcar subiese, subiese mucho, y a los precios magníficos que pagaban por la caña, se hizo rico, no sin haber trabajado mucho, y allí mismo, en Santa Lucía, construyó su casita, creó su hogar, constituyó familia, y el que se presentó una mañana sin recomendación alguna a solicitar nada más que trabajo, disponía ya de un buen pasar.
Una “décima”, una guajira bien entonada, hacían vibrar su alma como a un nativo de Cuba. Su colonia mejoraba de día en día, la había dotado de una casita y de teléfono, el ramal le pasaba junto a la colonia, y sus cortadores de caña le querían como a él le querían los dueños y familiares de los dueños del ingenio.
En sus horas de descanso, le decía a su esposa:
— El bienestar del que viene a trabajar a América, más que en la ciudad está en el campo, que esta tierra es pródiga, es agradecida.
Y el país se lo agradecía, porque los hombres que le convenían no eran los transeúntes, los trabajadores golondrinas, ni los que teniendo un hogar lo mantienen extranjero, como ocurre en muchos hogares, que les es más costoso identificarse, por la diferencia de idioma, el sumarse al país, el identificarse, el fundirse.
Y enseñaba a querer a sus antepasados y a su tierra, a la vez que inculcaba a sus hijos sentimientos y les formaba la conciencia fundamentalmente cubana y contribuía en su modesto hogar a la formación de un carácter nacional, como estimaba que debía ser para que sus hijos tuviesen perdurablemente su propia nacionalidad.
Carlos MARTÍ.
Bibliografía y notas
- Martí, Carlos. “El Colono”. Revista Cuba en Europa. Año 3, Núm. 65, 15 de diciembre de 1912, pp. 12-14.
- Vista General del Central Santa Lucía. 1925, El Libro de Cuba. Habana: Talleres del Sindicato de Artes Gráficas, 1925. p. 735.
- De interés: Holguín visto por Carlos Martí en 1903
- El Central Santa Lucía luego de su expropiación forzosa (Ver Gaceta Oficial 15 de Octubre 1960) se renombró Rafael Freyre. Con la Restructuración Azucarera anunciada en el año 2002 este Central pasó a ser un Museo. ↩︎
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