El Encanto de Jagüey Grande por el poeta nacional de Cuba Agustín Acosta Bello. El tren, al entrar en agujas, deja el pueblo a un lado. Y pensamos: sin duda estaba mal cambiado el chucho del ferrocarril. De pronto el tren se detiene, y como en una rectificación de su avance, retrocede con cierta lentitud cuidadosa. Vamos por sobre otras paralelas, hacia atrás y, sin embargo, hacia adelante.
Hemos visto, a la entrada, el cementerio; nos sorprende, al paso del tren, una casa de pompas fúnebres. Y presagios desagradables nos muerden el instinto de conservación. Evocación de muerte en un pueblo de tanta vida. En efecto, Jagüey Grande, de morir, moriría de hemorragia: tiene plétora de sangre, y esta es pura, plénerosa, cordial, porque este pueblo es un inmenso corazón.
Cuando llegué a estas playas, — Hernán Cortés de la vida sencilla, natural, útil, — quemé mis naves. Veo en la lejanía las velas de las barcas que quieren llevarme; pero no caerán por ahora sobre el tronco que será mañana lento bergantín que me aleje de estos lugares eternamente llenos de sol.
No busquéis el encanto perverso de las ciudades. Sobre los tablados de aquí no hay Isidoras Duncan, ni Tórtolas ni Pastoras. No se conocen los “tinglados de la antigua farsa”; y casi puedo decir que tú, Benavente, no te has oído nunca sobre ellos. Hay, no obstante, aficionados que en el Casino dicen de vez en cuando comedias sentimentales.
¡El Casino! Sin duda que habéis pensado en esos pueblos de España que vieron atónitos el paso de Azorín por sus calles embaldosadas; y que habéis pensado igualmente en esos dulces viejos que comentan el futuro de la cosecha. Habéis pensado en la botica de pueblo, en cuyos soportales, en larga velada sin tregua, están reunidos el boticario, el párroco, el alcalde, el notario… ¡Oh!, no. En todo caso estad seguros de que el notario no está allí.
Este pueblo tiene, claro está, reminiscencias encantadoras de antiguo pueblo colonial, que el espíritu encantadoras de antiguo pueblo colonial, que el espíritu un poco poético agranda y cultura. Hay un parque —¿qué os parece?—, hay un parque moderno, con una pérgola que tiene tejado de vidrio.
Ese parque, como veis, no puede tirarle piedras al vecino. El único vecino, es decir, el más próximo, es la iglesia. Y nunca se atrevería al parque, católico como es, a lapidar a su hermana la torre, que toca a cada instante unas lindas campanitas de bronce. ¿A cada instante?
En efecto: en este pueblo las campanas son motivo obligado en todo acontecimiento. Usted se casa, y las campanas le dan a usted un largo saludo musical. Usted bautiza un hijo, y las campanas se ponen jubilosas, porque la casa de Cristo tiene un hijo más. Y usted oye, con encanto y alegría, esos dulces toques de las campanas de la iglesia. Usted se muere, y son las campanas las que le cantan el triste responso. Sólo que esta vez usted no las oye. ¡O quien sabe….!
Sin embargo, este parque de ahora, no es aquel parque de antes. Resulta que el Ayuntamiento votó un crédito de tres mil pesos para hermosearlo, para modernizarlo. Y hay bancos de granito con el nombre de los donantes; y hay anchas aceras de cemento, y una redonda pérgola central que da gusto.
Bueno, pero este parque moderno, que quiere ser inglés y norteamericano, no es aquel parque lleno de hierba, con bancos de madera y cuatro o cinco focos de luz eléctrica perdidos entre los ramajes. No: este parque de ahora no dice nada al ensueño de los que buscan aislamiento un instante: Se remozó, pero perdió su viejo encanto rural, aquello que era toda su poesía y todo su misterio.
Asiste usted al paseo dominical y piensa: estas mujeres estarían bien, así con ese atavío, en la mismísima rue de la Paix; porque el sello de distinción y de elegancia de este pueblo es cosa increíble.
Tiene, no obstante, una sencilla explicación: esta comarca es rica y los ricos de aquí se preocupan mucho de la educación de sus hijos. Van a Matanzas, van a la Habana, y transportan a estos campos los aires de la ciudad.
De modo que usted, en Jagüey Grande, no echa de menos la ciudad si es usted hombre virtuoso. Si es usted amante del vicio, creo que usted está de más en este pueblo, porque aquí se alimentan virtudes, pero no se niega el pan al vicio.
Esta zona está preparada para toda suerte de cultivos, pero si el viajero extiende la vista hacia los cuatro puntos cardinales, verá grandes extensiones de caña de azúcar; y cerca, arrogante en sus trampas, simpático en medio de todos los ataques de que lo han hecho víctima, el ingenio “Australia” alza sus torres y alarga hasta la misma ensenada de Cochinos, al sur de la Isla, el largo tentáculo de su vía férrea, la cual atraviesa la Ciénaga de Zapata, como si la civilización hubiese dado un latigazo de acero a las tembladeras incultas y a los montes compactos.
El auge futuro de esta zona, la prosperidad por venir de toda esta comarca, radica en esa vía férrea que sale a uno de los más hermosos puertos de las costas cubanas. Si una compañía poderosa quisiera multiplicar sus millones, por sobre esos rieles iría el más brillante de los éxitos.
Usted se asombra, viajero incógnito, de que tal fuente de riqueza esté improductiva, y de que los hombres de capital de Jagüey Grande nada hagan por explotarla. Es porque aquí el dinero tiene miedo de entrar en grandes empresas; es que los ricos de aquí son hombres del negocio inmediato.
Al fin vendrá una compañía extranjera, una limited americana, y será la que tienda la red en la cual, a cambio de indudables beneficios a todo el término, quede para siempre aprehendido al dinero de todos, que irá a fin de año a los bancos de Wall Street a servir de vehículo a nuevas combinaciones de las finanzas yanquis, es que los ricos de aquí son hombres del negocio inmediato.
Quien aquí llegue no debe buscar Partenones y Propíleos; pero Grecia llena el mundo. Y es así como Jagüey Grande, sin jardines de Academus, puede dar al visitante la ancha sombra de sus plátanos, tal vez no tan ilustres como aquellos de los días helénicos pero indudablemente más nutritivos y sabrosos.
Es de notar una singularidad que ofrece esta comarca: en ella no hay americano alguno. La bandera de bandas y estrellas no se alza sobre estos campos. Ni en estas calles, que bellos edificios exornan.
Los datos más positivos acerca de la lengua de Shakespeare no se hace escuchar nunca. Es verdad que Cervantes domina totalmente, y que si la sombra de Pichardo viniera por aquí, muy buenos “criollismos” lograría para la edición ultraterrena de su famoso y desconocido diccionario.
¿Qué más? Nada más. Prosperidad, tranquilidad, sencillez. Si se tratara de una vieja ciudad feudal, amurallada, en la puerta, a modo de divisa, podrían ponerse las tres palabras anteriores.
Porque este pueblo próspero, que se defiende con sus propios recursos, y que los multiplica de modo asombroso, es también un pueblo tranquilo, que se recoge a las diez de la noche, y que duerme confiado en la vigilancia de sus autoridades y en la honradez de los viandantes que andan a caza de lo ajeno.
Y es, asimismo, este pueblo sureño, un pueblo en el que nunca ocurre nada. Qué mayor delicia! Hasta la misma autoridad descansa, bajo los álamos del parque, confiada en que no habrá quien la despoje de sus atributos magníficos.
Referencias bibliográficas y notas
- El artículo anterior fue escrito por el poeta y literato Agustín Acosta Bello. En 1924 se publicó en el marco de una colaboración especial para el Magazine de “La Lucha”.
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