Viajaba en 1832, de retorno á esta ciudad. Lo pésimo del camino real que las frecuentes lluvias de los meses de Mayo y Junio hacen intransitable, me obligó á desecharle tomando la orilla del mar.
El aire fresco de las riberas, mi tránsito casi entre los elementos, la interminable superficie azulada, la vista de una que otra vela, la salida de algunos animales anfibios, el descenso y elevación rápida de las aves acuáticas para hacer su presa; formaban á mi derecha un cuadro extremadamente halagador.
Mi caballo bañado con frecuencia por las olas, pisaba la movible arena y multitud de conchas, restos de animales marinos y fragmentos de embarcaciones destruidas. A la izquierda innumerables enredaderas silvestres comenzaban á verdear un bosque de icacos, de uvas caletas y de mangles.
Había andado cosa de dos leguas y atravesado las diversas bocas de los rios que en esa dirección desaguan en el mar, cuando un pequeño torreón y algunas casas construidas sobre la arena me recordaron que había llegado á la del de Bacuranao y que me hallaba en su población de Pescadores.
Serían las once de la mañana, y tomando por una senda entre el monte, á poco andar bajé la sierra y me encontré con el pueblo de Bacuranao ó Barrera.
Tomé por la derecha la salida del pueblo y casi al medio de una vasta llanura divisé las ruinas de un edificio. Situada esta gótica mansión en una colina de regular altura; circundada de un hermoso valle, á la falda de una cordillera de lomas; numerosas estancias esparcidas en el llano, engalanadas con simétricos canteros de hortaliza y legumbres; diversos ganados vacuno, lanar y de cerda; el relincho del noble bruto, objeto de tanto cuidado para los jóvenes campesinos, y el manso y alegre curso de un arroyo que toma su origen de las vertientes de aquellas inmediaciones, formando alrededor de las ruinas un arco para confundirse después con otro mas caudaloso que procede del rio de las Lajas; completan el cuadro bellísimo de esta antigua habitación destruida.
Elévase por término de las arruinadas paredes de un magnífico salon, la pieza alta que por lo cuadrado de su construcción y altura, llaman los habitantes de la comarca Torre de Berroa, la única de toda esa fábrica que se conserva ilesa. El deseo de examinar un recuerdo de nuestras antigüedades en ese monumento de los pocos que nos han quedado, unido al calor que me devoraba, me hicieron dirigir hacia él.
A poca distancia surcaban uncidos al arado dos robustos novillos que un labrador como de cincuenta años de edad dirigía con destreza. Detuvo su tarea á mi saludo y apoyándose en la mansera del arado, con su natural sencillo me habló sobre aquellas ruinas, diciéndome que la Torre estaba habitada y que en ella encontraría cuanto necesitase.
Advirtióme empero con una mezcla de terror, que no intentara pasar en ella la noche. Corre la voz, añadió bajando la suya, que habita cosa mala en el piso alto.
Como á las doce de la noche se abre aquella ventanita, se advierte una luz que vaga indistintamente, aparece, se oculta, y se la ve descender y dirigirse al pié de la torre, y por una veredita estrecha que hay allí, donde nunca crece la yerba anda como unos veinte pasos hasta encontrarse con un poyo cuadrado de ladrillos en cuyo centro se halla una gran cruz; colócase en el estremo de ella y desaparece para volver á iluminar la ventanita hasta que los rayos del día la oscurecen.
Ninguna persona extraña se atreve á permanecer de noche en ella: solo los esclavos y el mayoral toleran el ruido extraordinario que acompaña la aparición de la luz. El ladrido de los perros nos anuncia su salida: todo el vecindario se consterna y desea con impaciencia la ocasión de hallar una persona de ánimo que se atreva á hablar á esa alma en pena.
Encamineme á la Torre y un negro anciano y enfermo salió á recibirme: preguntele por el mayoral, y me condujo á su habitación, que estaba inmediata á la parte baja.
Algunos taburetes de cuero crudo, una rústica mesa y una jarrera llena de loza colocada con simetría, completaban el menaje de casa.
Dos preciosas jóvenes al lado de una anciana que hilaba algodón, cosían la ropa de uso, y por fin una gran butaca de Campeche daba cómodo asiento al mayoral que entonces sepultado en ella descansaba de los trabajos de la mañana, y se refrescaba de los ardientes rayos del sol de aquel día.
Así que me vió dijo con política: — Desmóntese vd. caballero. — Así lo haré si vds. me permiten descansar un rato á la sombra. — Si señor, y aun tomará vd. un coco de agua para refrescar, agregó brindándome uno de los taburetes colocados cerca de él.
Rayaba este buen campesino en los 70 años de edad. Su cabeza cubierta de canas y su calva frente, le daban un aspecto venerable. Su tostado rostro y robustos miembros patentizaban lo mucho que había trabajado.
Convidome á comer, y limpios manteles, algunos platos, y muy escasos cubiertos, era todo el adorno de la mesa que sus hijas prepararon. Viandas cocidas, legumbres y un gran plato de carne vieja, por manjares; y al estilo antiguo, el mas profundo silencio reinó durante la comida.
Después de ella pedí al huésped noticias de la fundación y abandono de la fábrica y nada mejora su narración sencilla.
La antigua y noble familia de los Berroas fabricó desde tiempo inmemorial esta hermosa casa para su recreo. El cuidado que hubo en su construcción y el esmero conque estaban hechos sus jardines, atestiguan lo delicioso que sería esta morada.
Su dueño tuvo por única sucesión una bella joven que formaba el complemento de sus delicias. Creció esta niña educada bajo los mas austeros principios, y su corazón inclinado á la virtud se aprovechaba de aquellas máximas saludables; bien que no estuviera exenta de pasiones.
En la edad de la efervescencia, no pudo resistir los encantos del amor. Frecuentaba la casa de sus padres un jóven de muy decente linaje y de la mas delicada educación, que fué el objeto de sus amores.
Disfrutaban los amantes de los encantos de su pasión, curándose poco de las fatales consecuencias que había de acarrearles. Cada uno miraba en su amado, cuanto podía ofrecerle de halagüeño este mundo seductor.
Así que el padre supo las relaciones de su hija, consideró que aunque era el jóven de noble alcurnia, no la igualaba, y que sus bienes de fortuna no podían hacerla valiosa. Estas y otras razones obraron en su ánimo, y sin darse por entendido, dispuso adelantar el viaje á su casa de recreo: solo tres días pasaron desde el fatal descubrimiento á su partida. El joven, como era natural, supo en su próxima visita que le alejaban de su adorada, y que por política le convidaban á verlos.
Partieron al fin, y llegados á la quinta, la joven Emilia observó en su padre la mayor bondad. El quería que el tiempo y la ausencia la hiciesen olvidar aquellos primeros impulsos; mas la jóven, lejos de perder un átomo de su pasión, pasaba los mas crueles días en esta quinta.
Se deterioró su salud en tales términos que su padre temió por su vida y aun intentó unirla á su amante y conservar á costa de aquel sacrificio su cara prenda. Pero este, temeroso de que por alejarla de él la llevaban al campo, no se atrevía á presentarse y retardaba su ida cuanto era posible para alejar toda clase de sospechas.
Cada día que pasaba la triste joven sin ver á su amante, era un martirio para su lacerado corazón: tierna planta, viose batida por el uracan y no pudo resistir. A los dos meses de su estada en la Torre le atacó una fiebre lenta que en cuarenta días la llevó al sepulcro.
Huyeron horrorizados de esta mansion sus desolados padres, sin que hubiesen hecho nada que les remordiera, pues no habían opuesto á aquel enlace sino medios moderados, que por desgracia son insuficientes si no se destruyen en su origen los arranques de una pasión devoradora.
El vulgo siempre novelero y entonces supersticioso, dió con motivo de la muerte de la jóven y el abandono de la casa las mas exageradas noticias, entre las que valió mucho el aparecimiento de una luz á deshoras de la noche que aun les alucina.
Yo registré escrupulosamente el edificio buscando el origen de aquella preocupación, y solo vi varias abras ó rajaduras por el interior, y en la parte externa los mechinales ó agujeros donde estuvieron los andamios para construirla.
La ventanita que se me había señalado, ya no existía, quedando el hueco que la ocupaba; y como habita la pieza baja el negro viejo que salió á recibirme, y es sabido que estas gentes duermen inmediatas á una candelada, resulta que su luz se comunica por las abras al techo y agujeros del piso alto donde se la ve con las alternativas de una hoguera, ó bien saliendo su claridad por los mechinales que dan al alto del estremo de la cruz.
¿Cómo ha de crecer la yerva en una vereda frecuentada por las hijas del mayoral que en el poyo de la cruz tienen algunos tiestos con flores?
— ¡Así son los errores populares y supersticiosos! esclamé tomando mi caballo y despidiéndome de la familia.
Bibliografía y notas.
- De Castro, Vicente Antonio. “La Torre de Berroa.” Cartera Cubana, Julio 1838, 253-256.
- Historias y Leyendas de Cuba.
Deja una respuesta