Fragmentos de una leyenda histórica: Jácome Milanés y Gregorio Ramos al rescate del obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano, prisionero del pirata Gilberto Girón en 1604.
Había entrado por las puertas de la eternidad el siglo XVI; y pronto iba a cumplirse uno en que nuestros antepasados, en número de trescientos, habían desembarcado en el puertecito de las Palmas, situado no lejos del magnífico, que hoy lleva el de Guantánamo, con el objeto de colonizar la Isla.
La raza autóctona siboney estaba casi aniquilada en el país; y la nuestra, arrastrada por los atractivos que México y el Perú brindaban a nuestros aventureros ascendientes, no pasaba de unos pocos miles de individuos.
La Isla toda, desde el cabo de San Antonio al de Maisí, apenas contaba “quince mil habitantes de las tres razas que entonces poblaban el país”. La Habana, solo contenía unos “tres mil”; y en muchas de sus calles crecían a su placer las “cactus” que llamamos tunas, y otros vegetales no menos espinosos: Bayamo, la segunda población de Cuba en aquellos menguados días, a causa de su posición mediterránea que la defendía de visitas piráticas, muy frecuentes en aquella época, contaba unos mil y quinientos.
Un verdadero desierto era la nombrada actualmente Perla de las Antillas, Llave del Golfo Mexicano y aun del Nuevo Mundo y florón espléndido de la Monarquía Española.
Baracoa, primera villa fundada por Diego Velázquez de Cuéllar hacía unos noventa y dos años, sólo contaba treinta pobladores; Santiago de Cuba doscientos cincuenta, el Cobre ciento diez y seis, Puerto Príncipe trescientos, Sancti Spíritus doscientos, San Juan de los Remedios cincuenta y Guanabacoa ciento ochenta; de éstos, cincuenta de la raza primitiva o indígena.
Existía en la Habana una guarnición muy exigua, que ocupaba el castillo de la Fuerza, obra del capitán Mateo Aceituno, y única de su clase en todo el país.
El resto de la Isla tenía que defenderse a si misma; y, con frecuencia, se apelaba a la fuga por falta de armas, internándose la gente en las selvas y malezas, no bien divisaban una nave pirática. Y he aquí la causa de hallarse entonces más poblados los paji1os caseríos del interior que los de las costas, amenazados de continuas y sangrientas depredaciones.
El ganado de todas clases, que se había traído de la Península y Santo Domingo, con semejante despoblación se aumentó de tal manera, que una buena parte vagaba silvestre por sabanas y bosques. Llegaron a verse con tal motivo toros bravíos que, por su mucha edad, tenían los cuernos retorcidos en espiral, y manadas de puercos cimarrones en las selvas y serranías, que tomaron la ferocidad de los más montaraces jabalíes.
Hasta la raza canina tuvo sus representantes en esos desiertos campos. Abandonados algunos fundos rurales por sus dueños temporeros, y por la incuria de muchos indígenas, convertidos on labradores desde la abolición de las funestas encomiendas en 1532, libraron muchos perros su subsistencia por falta de dueño que los alimentase, en la caza de terneros y lechones; y al fin pararon en formar verdaderas bandas de canes feroces y vagabundos, residentes en los bosques, y conocidos hasta hoy bajo el nombre indígena de “gíbaros”.
En esos días, la mayor y más lucrativa industria rural; la única a que principalmente se dedicaba el colono cubano en la parte oriental y central del país, era la de la ganadería.
Los dueños de las haciendas de crianza y sus familias, solían vivir, una buena parte del año, en las casas, fabricadas rústicamente en el punto más central del hato, como aun se las llama por allí, pues como habían heredado el orgullo castellano de sus padres, y en el país no se adquirían títulos profesionales por falta de institutos donde obtenerse, preferían como ejercicio más noble y propio de hombres libres, las ocupaciones rurales, al paso que detestaban las urbanas de artes y oficios, que sólo creían dignas de manos serviles.
II
Era una espléndida y fresca mañana del mes de Abril de 1604, cuando veinte jóvenes se hallaban reunidos en el extremo septentrional de una pequeña sabana, distante de las faldas de Sierra Maestra dos leguas escasas.
El paisaje era accidentado. La sabana alfombrada de esmeraldina grama, matizada a trechos de hermosas florecillas rojas, azules y amarillas, que levemente rizaba el aura embalsamada de la mañana, semejaba un lago, cuyo suave oleaje movían los alisios tropicales. Bosques espesos, formados de árboles de copas soberbias, del follaje más verde y lujoso, cerraban por todos lados aquel cuadro encantador.
Por encima de esa arboleda y hacia el sur, el espectador podía contemplar las azuladas cimas de la Sierra vecina y la elevada cúspide de Turquino allá para el sudeste, coronadas de selvas tan antiguas como inexpugnables.
No había asomado el sol. Aun se oía el chiflido potente del “conconí”[1] y el canto de las avecillas, que en la espesura de las arboledas cercanas, celebraban a su modo la venida de la aurora…
III
¿Qué hacía allí aquel grupo de jóvenes, campesinos todos al parecer? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué se hallaban armados de lanzas y machetes? ¿A quiénes esperaban impacientemente, puesto que los mas solían dirigir miradas afanosas hacia un sendero, que se perdía entre el cercano bosque? Pronto lo vamos a saber.
Esperaban, en efecto, al joven Jácome Milanés, ascendiente esforzado de una respetable familia de Bayamo, quien les había designado aquel solitario lugar como punto de reunión, junto con su íntimo amigo Gregorio Ramos su promovedor.
Los que esperaban eran también amigos y vecinos, dueños unos, arrendatarios otros, o hijos de campesinos de varios fundos rurales en aquellas inmediaciones; cuyos abuelos habían desembarcado en Noviembre de 1511 en las costas del Sur de la Isla con Diego Velázquez de Cuéllar, Hernán Cortés, Juan de Grijalba, Vasco Porcayo de Figueroa y Lacerda, pariente de los Duques de Feria, Rodrigo Tamayo, Cristóbal de Olid, Bernal Díaz del Castillo y otros hidalgos castellanos.
La Historia de Cuba ha conservado los nombres de los más notables.
Llamábanse Martín García, Miguel Batista, Salvador de la Vega, Pedro Vergara, Baltasar y su hermano Diego Lorenzana, y además un negro criollo, tan valiente como robusto, nombrado Salvador; hijo, según las crónicas de aquella época, de un honrado y viejo etíope llamado Golomón.
El motivo de la cita y reunión no podía ser más noble y digno de la raza a que pertenecían esos jóvenes.
Se trataba de castigar la insolencia y atentado cometido pocos días antes por el pirata hugonote de la Rochela, nombrado Gilberto Girón; quien, habiendo sorprendido al frente de una partida, poco antes de amanecer, en la hacienda de Yara a los individuos qua acompañaban en su santa visita al reverendo obispo de la diócesis fray Juan de las Cabezas Altamirano, y a un canónigo que le acompañaba de apellido Puebla, los había conducido descalzos y maniatados a su bergantín, anclado en la rada de Manzanillo.
Tal vez el digno prelado no hubiera llegado vivo a bordo del buque pirata, pues ya las fuerzas le habían faltado del todo, si un montero de aquellas inmediaciones no hubiese acudido, ya a medio camino, con una cabalgadura, en que pudo aquel llegar hasta la playa.
Desde su embarcación, el arrojado pirata exigió por su rescate 200 ducados, 1,000 cueros de vaca y cierta cantidad de arrobas de carne; lo que concertado entre él y el dolorido vecindario de aquellas inmediaciones, dió el resultado de que el venerable diocesano fuese devuelto a sus tristes y escandalizadas ovejas, dejando en rehenes, hasta cumplir lo tratado, al canónigo Puebla.
El caso es, en sustancia, que el prometido pago del rescate era lo que al parecer había motivado la reunión de aquellos jóvenes; pero ya sabemos que llevaban otros fines más nobles y levantados.
No pudiendo digerir pacientemente, como buenos católicos, los ultrajes y tropelías irrogadas a su Pastor espiritual, ni castigarlos en el bergantín de Girón, defendido por las aguas del mar, acordaron, por consejo de su jefe accidental Gregorio Ramos y su segundo Jácome Milanés, atraer a tierra a los piratas, junto con el canónigo dado en rehenes, donde cuerpo a cuerpo y en terreno firme, confiaban castigarlos de una manera ejemplar.
—Porque, decía muy bien el tosco campesino Pedro Vergara, en cuyas venas circulaba tanta sangre andaluza como siboney, que bajen a la playa, y hombre a hombre, verán si sabemos obligar a bailar la zarabanda a todos esos pícaros judíos.
Los campesinos cubanos, se sabe, y principalmente los de aquellas localidades, suelen dar este nombre a los que pertenecen a diferente comunidad religiosa que la suya católica romana.
IV
Tócanos expresar que el punto en que se hallaban reunidos se llamaba Valenzuela. El Y ara y el Jibacoa, de lechos pedregosos, limitaban su área, el primero por el oriente y el segundo por el occidente, dejando deslizar sus transparentes aguas bajo un magnífico techo de espeso follaje.
Y todos cabalgaban en hermosos corceles de las llanuras y sabanas de Yara, Bayamo, Jibacoa, Guá y Macaca.
Pronto se pusieron a su frente los dos arrogantes jóvenes que esperaban y acababan de aparecer apresuradamente por el sendero que hemos designado: de sus cinturas pendían excelentes hojas toledanas y en sus diestras blandían aceradas y relucientes lanzas.
Rubio, de ojos azules y blanco rostro era el uno: moreno claro y de altivo continente el otro; pero ambos apenas habrían traspasado los umbrales del sexto lustro.
Saludaron con talante risueño; y gritos del más entusiasta contento se dejaron oír entre la turba juvenil, que en confuso y revuelto tropel les rodeara.
—Temíamos, amigo Jácome, dijo Miguel Batista, joven aun en la adolescencia, pues apenas contaba unos diez y ocho abriles, dirigiéndose al rubio, que vuestro viejo[2] hubiera olido el objeto de nuestra reunión, y prohibidoos la salida.
—Pues lo habéis pensado mal, amigo Miguel, replicó Jácome Milanés sonriéndose; se ve que no conocéis bien a “taitica”[3]. Mirad, es más fuerte que el jequí (¿jiquí?), y más bravo que la espada de Bernardo. Él mismo acaba de decirme delante de Gregorio: “marchad; y que la virgen santísima de la Caridad os traiga sano y salvo a mis brazos”.[4]
(Continuación)
Parece que Gregorio Ramos, aunque no había visto quizá correr otra sangre que la de las reses que mataba, ni tenido otros combates que los que llevaba a cabo, armado con su “herron” (chuzo) contra los bravíos cerdos monteses, tenía la intuición de las reglas con que se puede vencer y atacar a los hombres con las mayores ventajas posibles, a fin de obtener el éxito apetecido.
Lo que es algo común en verdad.
Así como se nace poeta, suele nacerse guerrero, y hasta mecánico, comerciante, etc. El arte, la práctica y la ciencia, andando los días, hacen lo demás: pulen, enseñan y perfeccionan.
Napoleón, el húngaro Tekeli con sus 15 años, Carlos XII de Suecia. Hernán Cortés y don Juan de Austria, pertenecieron a esa raza de vencedores y a veces vencidos. Horacio, el Petrarca, Beranger, ZorrilIa, Plácido, a la de aquellos a quienes la candente imaginación arrastra a formular cadenciosas poesías.
Semejante idea no había pasado por la mente del francés calvinista Giron; y eso le atrajo al fin las más funestas consecuencias.
El hecho es que Ramos, después de una breve consulta con Milanés, ambos uña y carne, como suele decirse, en el momento de abandonar la sabana, donde estaban reunidos tantos esforzados mancebos, pasó una especie de revista al pequeño escuadrón, con el objeto de examinar su equipo y armamento.
Pero mejor será que, antes de pasar más adelante, vea el lector cómo pinta parte de esta prudente reseña un testigo ocular, natural de la Gran Canaria, y vecino del Camagüey, nombrado Silvestre Balboa Troya y Quesada, en un poema escrito en octava rima, en 1609 y titulado “Espejo de paciencia”.
Por él se verá que ya por aquella aciaga época de tropelías, insultos y depredaciones piratescas, empezaba a echar raíces en Cuba el divino arte, y que el referido poema merece ser conocido de nuestros contemporáneos todos, “en gracia de su, (para nosotros) antigüedad”, como dice muy oportunamente el Sr. Hechevarría, en uno de los números de “El Plantel”, dado a luz en la Habana en 1838.
He aquí la muestra:
Iba delante el capitán famoso con su espada en la cinta, y en la diestra una lanza que cuasi competía con la famoso de oro de Argalía. Jácome Milanés, que a donde quiera pudiera parecer con su alabarda pasó, y por morrión una montera de paño azul con una pluma parda. ... A su lado con él Martín García con un chuzo escogido entre cincuenta, con su pluma de gallo en el sombrero, más galán que Reinaldos y Rugero. Diego con Baltasar de Lorenzana pasaron cada uno con su punta. gallardos más que el sol de la mañana, cuando sale galán y agua barrunta. Pisando con furor la tierra llana, donde antes había estado con su yunta, pasó Pedro Vergara el de los Grillos con su aguijada al hombro y dos cuchillos. ... Luego pasó con gravedad y paso un muchacho galán, de amor doliente, criollo del Bayamo, que en la lista se llamó y escribió “Miguel Baptista”.
V
—¡Marchemos!—, gritó Ramos en alta voz, luego que hubo concluido su revista de inspección. Se va haciendo tarde, y ya desde que asomó el lucero de la mañana deberíamos estar en la estancia del viejo Guamá.
A esta voz, toda la comitiva se puso en marcha precipitada; y tres horas después se internaba en los bosques próximos a la ensenada del Manzanillo. Las 12 serían cuando entraban todos dentro del cercado de “mayas” del conuco del anciano indígena Guamá con el propósito de tomar algún refrigerio antes de dar comienzo a lo más arriesgado de su empresa.
Un bohío de guano con una puerta de “yaguas” en el aposento, que se elevaba en el centro, era la habitación del viejo Guamá, a quien Jácome Milanés había prevenido de antemano.
En ella se hallaban otros dos indios que iban a tomar parte en la refriega, y un negrito de Jácome con varias caballerías cargadas al parecer de cueros y carne; pero que en realidad, más contenían hojas secas de plátanos, ocultas bajo los cueros, que otra cosa de más valía y sustancia.
—“¡Jierro!”, decía el agreste Vergara, es lo que vamos a dar a esos perros carcamanes; un aguacero de “jerronazos” [5] como a verracos cimarrones… Pero… ¿qué armas lleváis?, añadió dirigiéndose a los indios.
Estos por toda contestación le presentaron dos “coas” de yaya, tostadas las puntas y aguzadas a manera de lanzas, y los machetes que al cinto llevaban.
—Bien, exclamó soltando una carcajada: eso servirá para asar dos buenos lechones, y comérnoslos después del baile, colocados sobre unas yaguas.
—¡Bah!, replicó uno de los indios, que por su vestimenta y color parecía un campesino criollo tostado con las caricias diarias del sol tropical de Cuba en un castellano saturado a trechos del más puro siboney, con esto, no sólo confia en vengar el “bayabe” dado al Sr. Obispo, sino las tropelías cometidas por esos “jigües” de mar en nuestro “conuco” de las “Guasasas”.
—¡Oh!, replicó Vergara algo más serio: ¿cuándo ha acontecido eso otro, buenos amigos?
—Anteayer precisamente, contestó el indígena en tono enfurecido, y muy de mañanita, según su costumbre para poder coger nesprenidas a las gentes, se aparecieron en mi bohío, y como hambrientos “guaraguaos” (gavilanes), se apoderaron de mis guacamayas, “cateyes” (periquitos), “guamicas” y “guanaras” (palomas rabiche y sanjuanera), y todo lo metieron en un “jabuco”.
Después me cortaron los “jicos” de la “jamaca”, y se entretuvieron en hacer añicos al “buren” y la toya, y el “guayo”, el “gibe”» y el macuto que teníamos para hacer casabe.
Los malditos, como “caguayos” (lagartijas) saltones, no perdonaron ni aun el “guamo” con que aviso a los vecinos cuando tengo carne fresca de puerco para vender, ni las “jigüeras”, (jícaras) ni las “tataguas” y “caguaritas” muy bonitas[6] que hoy debería llevar al señor Cura de Bayamo…
—¿Y os estábais quietecito y muy compungido, señó Pedro, contemplando todos esos destrozos?, preguntó interrumpiéndole y con socorrona risa el jovencito Miguel Batista.
—Sí, para contemplaciones estaba yo en aquel momento. Por fortuna, aunque temprano, estaba en el “batei”, y no bien descubrí a los malvados, solté las “cutaras” para correr mejor, y diciendo ¡de mi flor!, me puse de un salto detrás de un “matojo” de “cayayas” y “pepús”, donde me paré a “aguaitar”
lo que hacían aquellos diablos de los infiernos. ¡Dios permita que malos “babujares” los persigan!
Riéronse los jóvenes de la simplicidad del pobre indio; y como Milanés y Ramos observasen que convenía almorzar antes de dirigirse a la playa, distante del bohío de Guamá un cuarto, muy escaso, de legua, todos principiaron, a poner por obra el consejo de sus jefes, directores de la empresa, arremetieron a un regular montón de tasajo de puerco ahumado y casabe que el viejo indio les tenía preparado, según se le había prevenido.
VI
Veíase, una hora después, junto a la playa de Manzanillo, que hoy se conoce allí con el nombre de la “Caimanera”, una chalupa o bote, del cual acababan de desembarcar veinte y ocho hombres, armados según la usanza de aquella época.
A su frente venía Gilberto Giron, quien, además de sus armas, vestía una finísima cota de malla; y a su lado el canónigo Puebla, en cuyo pálido semblante se pintaban ansiedad y terror profundo.
Algo más distante, y cerca de unos espesos matorrales, se divisaban el negrito de Jácome Milanés, acompañado de Salvador, que conducían las caballerías, cargadas al parecer, según llevamos dicho, con pesados efectos; y hacia su derecha el expresado joven sin más armas visibles que un cuchillo a la cintura, conforme a la costumbre de los campesinos cubanos, desde tiempo inmemorial.
El grupo de los piratas se acercaba a ellos con cierta lentitud y precauciones. Habían extrañado no ver con las caballerías cargadas con el rescate ofrecido, más que a un hombre blanco, cuando esperaban que los aguardase en la playa un número casi igual, por lo menos, al que concurriera allí el día en que devolvieron a sus atribuladas ovejas el venerable diocesano, su pastor espiritual.
Sin embargo, aunque sigilosos, avanzaban resueltos; pero no bien se hallaron a unos pocos pasos de distancia de las caballerías y a una señal de Jácome Milanés, que parecía indicarles con su diestra mano que presente tenían el rescate, se oyó de repente un estentóreo grito; el cual no fué otro que el que lanzaban a los vientos nuestros antepasados en sus reñidos combates contra los moros: ¡Santiago, cierra España!
Indudablemente tan inesperado grito resonó en los oídos de los piratas como el fatídico eco de una lucha a muerte. Mas, al instante se vieron acometidos por los jóvenes bayameses, quienes, saliendo apresuradamente de la espesura contigua a la playa, embistieron con la celeridad del rayo a los rocheleses.
No intentaremos describir con la extensión que se merece, ese duelo a muerte entre veinte y cuatro jóvenes, la mayor parte pacíficos campesinos, y veinte y siete desalmados, acostumbrados al pillaje y matanza con los indefensos colonos españoles de las grandes Antillas.
Bastará decir que no obstante el arrojo y valentía de Gilberto Giron que a todos lados atendía con intrepidez digna de mejor causa, y sus esfuerzos, gritándoles “que sólo las habían con monteros que no habían visto correr más sangre que la de las reses que, mataban para alimentarse”, algunos minutos después yacían exánimes en el suelo sobre diez y seis piratas, a pesar de la tenaz defensa que hicieron, y de su práctica en el arte de pelear.
Su jefe, atacado por el negro Salvador y defendido por la cota de malla, recibió al etíope, lanzándole una tremenda estocada, que de paso le llevó la tosca chamarreta que le cubría hasta la cintura, al mismo tiempo que éste, esquivando en lo posible el golpe, le dirigía una tremenda lanzada que dejó a Giron sin la defensa de su acerada malla.
Enseguida, el bravo Salvador con una segunda lanzada apuntada al pecho del pirata, dió fin al encarnizado combate, cayendo desplomado Gilberto Giron sobre las yerbas, que cubrían el sitio donde tenía lugar la sangrienta contienda.
Desconcertados y llenos de terror los piratas que aún quedaban con vida, al presenciar el fracaso de su valeroso jefe, se apresuraron a recobrar apresuradamente el bote; que en efecto lograron alcanzar.
Y sin duda, habrían logrado escapar de la furia de los campesinos, si el intrépido Miguel Batista no se hubiese arrojado al mar y detenido la pequeña embarcación, dando lugar a que otros de los compañeros que le seguían, sólo dejaran escapar tres o cuatro, que a nado pudieron alcanzar el bergantín.
Aunque no hemos podido averiguar si hubo algunos heridos entre los nuestros, como era regular aconteciese, sólo se sabe que la única pérdida que tuvieron fué la de uno de los indígenas que les acompañaban: cuya “coa” de yaya no había sido tan eficaz como el “herron” del negro Salvador.
Nos complace expresar que en la confusión de la reñida pelea, el asustado canónigo Puebla había logrado escaparse ileso, protegido por Ramos y los jóvenes Lorenzana.
La cabeza de Giron, que no bien hubo caído, le cortara el campesino Vergara con un cuchillo, clavada luego en un chuzo, fué conducida y presentada en la villa del Bayamo, al Obispo don Fray Juan de las Cabezas Altamirano; quien, al verla, dirigió una piadosa súplica al Supremo Hacedor de todo lo creado por la salvación de aquel desgraciado, víctima de sus extravíos.
Esta noble acción, y más en aquella época de fanatismo y después de los insultos groseros que el obispo había sufrido, le honran y enaltecen sobre manera, y nos demuestran que comprendía perfectamente las sublimes doctrinas del excelso mártir que en el Gólgota perdonaba a sus mismos verdugos.
Ya deben suponerse los parabienes, y regocijos que este memorable hecho debió motivar en el Bayamo, y la natural festividad religiosa con que, en acción de gracias al Todo Poderoso, se celebraría aquella victoria en la Iglesia parroquial de la entonces villa, como correspondía a gente que de viejos cristianos se preciaban.
Por conclusión, diremos solamente que Jácome Milanés, alcanzó una edad bastante avanzada, pasando la mayor parte del año en Bayamo con su familia; y que de Gregorio Ramos, Miguel Batista, Salvador de las Vegas, Lorenzana, etc., existen aun descendientes directos, dedicados los más al cultivo de los campos y crianza de ganado vacuno, caballar y cerdoso.
F. J. de la Cruz.
Matanzas, 1881.
Bibliografía y notas
[1] Una especie de grillo.
[2] Aun se usa el antiguo “vos” castellano en el trato familiar por aquella parte de la Isla.
[3] Del “indígena taita”.
[4] Tal vez cometemos un pequeño anacronismo de 16 a 20 años.
[5] Derivado de herron, chuzo o lanza corta con que, aun hoy suelen por allí matarse los puercos cimarrones en los bosques.
[6] Tataguas o mariposas: caguaras o conchitas.
- de la Cruz, F. J. “Jácome Milanés: Fragmentos de una leyenda histórica”. Alma Cubana, año I, núm. 12, 1923, pp. 53-56.
- de la Cruz, F. J. “Jácome Milanés: Fragmentos de una leyenda histórica”. Alma Cubana, año II, núm. 1, 1924, pp. 85-90.
- Obispo fray Juan de las Cabezas Altamirano.
- Historias y Leyendas de Cuba.
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