La Cruz del Padre en las tradiciones cubanas contadas por Alvaro de la Iglesia. A principios del siglo pasado, el viajero que recorriese los caminos y veredas de la isla, en cualquier rumbo, mostraríase sorprendido del gran número de cruces de madera colocadas a uno y otro lado de su ruta.
Desconocedor de una antiquísima costumbre española, podría atribuir el hecho a la devoción del país; pero si era de casa, al contemplar aquellos calvarios escalonados en el curso de su viaje, detendría el paso de su cabalgadura para descubrirse reverente y rezar un padre nuestro por el descanso del alma de aquel que había recibido, en aquel sitio, muerte violenta.
Y no sólo en los caminos se veían esas fúnebres señales: dentro de la ciudad las hemos tenido, y en las principales vías. El obispo Espada, que ocupó esta mitra durante treinta años y que fué en todo un prelado innovador, hizo desaparecer todas esas cruces, y para ello tuvo buenas razones.
Sin embargo, algunos de esos tristes recuerdos vivieron mucho más que el Obispo, y casi ya en el último tercio del siglo de las luces, perduraban en ciertas encrucijadas para sobresaltar al caminante, como sobresaltaron a Gil Blas de Santillana en el camino de Peñaflor.
No es por cierto muy tranquilizador y agradable para quien discurre por una carretera solitaria o por una apartada vereda saber que en aquel recodo o en aquella furnia rajaron a un hombre de una puñalada o se destrozó los sesos. Los pensamientos son la compañía del que camina sin otra que la del penco perezoso o la mula espantadiza, y aquellos trágicos jalones, surgiendo a cada paso en el curso de la jornada, eran para poner a cualquiera los pelos de punta.
No hace aún cuarenta años quien, saliendo de Guanabacoa por el viejo camino de Bacuranao, se dirigiera a Guanabo, famoso a principios del siglo anterior por el levantamiento de Peñas Altas, tropezaría, después de cruzar el río y ya en los límites del pueblo, con una carcomida cruz de madera, ejemplar de las ya citadas, que había logrado eludir la quema ordenada por el obispo Espada y Landa.
Respaldando sus brazos en los matojos, tejían desde su base una guirnalda las flores campesinas, y al soplar los primeros nortes se engalanaba con multitud de aguinaldos blancos y azules. Nadie diría, al contemplar tan risueña decoración, que allí se había cometido un espantoso asesinato. Esa historia es la que vamos a referir.
El pueblo de Guanabo es joven; cuenta poco más de un siglo; pero el hato de Guanabo de las Jutías es viejísimo.
Por allí cerca hubo un gran ingenio —desde luego no era ningún central, propiedad del marqués de Arcos, que fué tesorero de la Real Hacienda. Un día fué robado por la misma guardia que custodiaba la caja en más de ciento cincuenta mil pesos, y para que no osara nadie dudar de su honorabilidad, repuso de su bolsillo tan alzada suma y ni siquiera dió parte del hecho.
Era un Peñalver: su nieto, y creemos que el único representante del título, murió en Madrid hace cosa de dos años.
El ingenio del marqués de Arcos se llamaba Río Blanco, y de él nació el pueblo de ese nombre con el aditamento del Norte, para distinguirlo de otro Río Blanco que existe en Vuelta Abajo.
Hace doscientos años, toda esa zona estaba cubierta de ingenios y cafetales, y no existiendo una iglesia para el auxilio espiritual de tantos católicos, el Marqués erigió una, consagrada a San Matías, en su propio ingenio.
Muy alejado de ella, sin embargo, Guanabo, el cura de San Matías iba a celebrar todos los domingos y días de precepto a la humilde ermita que allí habían alzado los vecinos y que era, como todas las de entonces, de tabla y embarrado.
El Padre, como se le llamaba por antonomasia, no se limitaba a celebrar; todas las miserias campesinas encontraban consuelo en su virtud y experiencia, y más de un lío doméstico logró desenredar con la autoridad de sus años y la fuerza de sus consejos. Cuando llegaba los domingos a Guanabo tenía siempre ocupación hasta la tarde, ya confesando, ya prestando sus consuelos a enfermos y descarriados.
Todos le querían; todos, menos un prójimo de mirar atravesado y perversos instintos que jamás se había acercado a él ni aun para cruzar los buenos días. Era carbonero y pasaba los días y las noches en Loma Blanca, entregado a su industria, que durante meses enteros lo alejaba casi del todo de su hogar, donde vivían solitarios su joven y hermosa mujer y un hijo de pocos años.
Cuando bajaba al mísero caserío, pues Guanabo no era aún ni la sombra de un poblado, se ponía el muchacho sobre las rodillas y empezaba a hacerle una porción de capciosas preguntas. De pie, cerca de ellos, la olvidada esposa presenciaba el interrogatorio con cierto sobresalto en la mirada.
—A ver… dime… ¿quién ha estado aquí?
El niño, tal vez preparado por la madre, contestaba que nadie; pero en aquella respuesta había algo de sospechoso por el solo hecho de mirar de cierto modo a la infeliz autora de sus días. Después de esto, el carbonero se iba a hacer carbón y volvía a reinar la tranquilidad en la choza.
Loma Blanca era algo separado de la comunidad de los hombres. Si no eran fieras aquellos seres, negros de día y luminosos como diablos en las tinieblas, cuya espesura rompían las hogueras diseminadas por el monte, lo parecían. La aspereza del paisaje y lo rudo del oficio habían convertido en una tribu semisalvaje a aquella gente.
¿Supo averiguar algo entre sus compañeros, o por sí mismo confirmó alguna sospecha nuestro hombre? Nadie pudo decirlo. De pronto abandonó el trabajo, y como un lobo en acecho, se pasaba las noches rondando su choza, en espera de descubrir algo y a la vez deseando que resultaran infundadas sus sospechas.
Su mujer, temerosa del espionaje de que era objeto, fuera o no culpable, que esto no se aclaró nunca, no dejó en su existencia habitual el menor resquicio por donde pudiera penetrar la mirada cautelosa de su marido, y éste continuó dando vueltas en torno de su bohío, como el zorro que acecha a las gallinas. Tiempo perdido: aquella mala hembra, como él decía, sabía más que las “vivijaguas” o tenía pacto con el demonio.
Por el precepto pascual, el padre cura de San Matías se trasladó a Guanabo con objeto de confesar a sus pobres vecinos. Una de las primeras campesinas que se acercaron al tribunal de la penitencia fué la mujer del carbonero, la que después de un largo rato, salió de la ermita llorando. Tomó de la mano su hijo, que con otros triscaba por allí cerca, y regresó a su choza en silencio.
Horas después, el padre cura de San Matías, caballero en su mula tusada, volvíase al ingenio Río Blanco. No le separarían del río quinientos pasos cuando se le puso delante el carbonero, cuyo pelaje haría a cualquiera empuñar sus pistolas. Pero el vicario no las gastaba.
—¿Qué quieres?— preguntó, contemplando, con extrañeza a aquel siniestro aparecido, que empuñaba un grueso garrote nada tranquilizador.
—Padre— respondió con voz sorda, acaba usted de confesar a mi mujer…
—Podrá ser… he confesado varias. ¿Y qué hay con eso?
—Padre… yo necesito que usted me oiga… Apéese…
El cura de San Matías descendió de la mula y se dispuso a oír. El desdichado celoso, atropelladamente unas veces y otras como avergonzado, desahogó su pecho en el sacerdote. Este se santiguó horrorizado, echándose para atrás.
—¿Qué has dicho, infeliz? ¿Qué es lo que pretendes?
—Quiero saber, padre… quiero saber de cualquier modo, aunque…
—¿Pero no comprendes, bárbaro, que eso sería violar el secreto de la confesión? ¿Has perdido el juicio?
—Sí, padre… creo que he perdido el juicio, y por eso voy a decirle que o me cuenta usted todo o de aquí no sale vivo.
—¡Pues no lo sabrás nunca, sacrílego! gritó el cura alzando las manos. Puedes matarme si quieres. Vale más morir que condenar mi alma para toda la eternidad.
Todo lo que tenía de fiera aquel hombre se declaró entonces. Alzando el garrote, hizo caer, de un solo golpe, sobre las piedras del camino, al santo sacerdote, que las tiñó con su sangre. El carbonero huyó aterrorizado y durante mucho tiempo eludió toda persecución escondiéndose entre aquellas breñas y durmiendo en las cuevas en que abunda aquel territorio.
Jamás se le hubiera atribuido el crimen a no haber dicho a su mujer, momentos antes de cometerlo y al oír de sus labios que se había ido a confesar:
—Ahora verás cómo todo me lo cuenta el padre…
Este crimen, en el que estuvo fija la atención pública muchos meses, es el que recuerda la Cruz del Padre en Guanabo. El asesino se colgó de un palo en el monte.
Alvaro de la Iglesia.
Junio 20-1917.
Bibliografía y notas
- De la Iglesia, Alvaro. “Tradiciones cubanas: La Cruz del Padre.” Revista Actualidades. Año I, núm. 6, 30 de junio 1917.
- Historias y Leyendas de Cuba.
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