La Llorona una leyenda popular escrita por Máximo Soto Hall. Los productos de la imaginación popular tienen una sencillez y una frescura sólo comparables a las de las flores silvestres.
¿Y qué son, en verdad, sino corolas brotadas del numen espontáneo de la inteligencia sin cultivo? Si todas esas corolas, como un ramillete en un jarrón, se reunieran cuidadosamente seleccionadas en un libro, se tendría, con ello, formada la biblia espiritual de la humanidad.
Yo gozo cuando me entretengo en recorrer las páginas de una leyenda popular, pero gozo doblemente si la recibo de los labios ingenuos de un hijo del pueblo, ungida por la fe sincera que las reviste de un manto religioso.
Oí una, en cierta ocasión, que me dejó hondamente impresionado. —Ignoro si es autóctona de mi patria o si ha llegado a ella por una de esas migraciones intelectuales que arrastran ideas de uno a otro país corriendo de labio en labio.
Viajaba por una de aquellas regiones de mi tierra, selváticas, apenas pobladas a trechos por modestos caseríos y, en veces, por una sola vivienda.
Por espacio de doce horas había atravesado en medio de parajes solitarios, poéticos, caprichosos, de esos que llaman a la meditación y al ensueño y llevan nuestro espíritu a las edades patriarcales, cuna de las más admirables leyendas. Sólo habían perturbado, digo mal, amenizado mis meditaciones, el gorjear de los pájaros, el susurrar de las hojas, el murmurar de los arroyuelos.
Era de noche cuando llegué, molido de cuerpo y hambriento de reposo, a una modesta casita donde debía pernoctar. Se alzaba, como un nido, sobre un peñón, y a corta distancia, en el fondo de una cañada. discurría serpenteando un caudaloso río, que cantaba soberbio su ruidosa y eterna canción.
Mientras aderezaba la madre de familia una cena algo más que frugal, yo, en la puerta del rancho, que tal nombre cuadra mejor ala casita, gastaba un rato de palique con el padre y dos de los hijas.
La mayor de ellas era una linda criatura primitiva, una orquídea humana, muy viva de seso y fácil de lengua. Me refería, con inocentes indiscreciones que provocaban la frecuente y oportuna interrupción del viejo, la historia toda de la familia y los episodios de la vida corriente de aquel hogar.
De pronto, aprovechando un silencio, cosa bien rara en compañía de aquella adorable parladora, dije, atraído por la sonora vibración del torrente:
—Aunque estoy tan cansado, me gustaría dar un paseo por las orillas del río.
—¡Dios lo guarde!— exclamó la muchacha, mientras relampagueaban con espanto sus ojos leonados y un acento de pavura sacudía su voz —¿No sabe —agregó— que de seguro se encontraría con la llorona?
— ¡La llorona! ¿Quién es la llorona?
La muchacha, estimulada por la idea de poder hablar, como convenía a su temperamento, un buen rato, sin que interlocutor alguno impusiera un paréntesis a su charla, se expresó así:
— ¿No ha visto, cómo a una legua de aquí a la izquierda, bajando una cuestecita muy pedregosa, unas paredes de adobe casi caídas?
Nada había visto; pero, a fin de animar ala narradora, hice un movimiento afirmativo con la cabeza. Ella prosiguió:
—En ese lugar hubo una casa donde vivía una muchacha preciosa, pero preciosa. Yo no la conocí, ¡qué! ni mis padres ni mis abuelos. De esto hace mucho, mucho tiempo. Una noche llegó un viajero muy buen mozo, muy simpático, pidió posada y se quedó varios días después en la casa, y acabó por ofrecerle matrimonio a la chica, propuesta que ella aceptó con el mayor agrado, porque estaba enamorada del viajero.
Pero una mañana, sin que se supiera cómo, porque ni los perros ladraron, el amante desapareció y nunca se supo más de él. La muchacha se enteró de que iba a ser madre, y temiendo la cólera de los suyos, que gozaban fama de violentos y eran muy celosos de su honra, fué a pasar una temporada a casa de una familia amiga. Allí dió a luz un niño primoroso: dicen que era el vivo retrato del hombre que se fué.
Estaba encantada con su hijo, pero el miedo pudo más en su ánimo que el cariño, y para volver a su hogar sin temor —¡qué loca!, ¿no es verdad ?,— dispuso arrojarlo al río y, como lo pensó, lo hizo.
Una vez en su casa de nuevo, se puso triste, muy triste, y perdió el color y las carnes se le iban poco a poco, y aunque llamaron a un curandero de las “Arcadas”, que aseguran que era muy acertado, no consiguió salvarla. Murió, y desde entonces, todas las noches, va y viene por las orillas del río.
Dicen que mira el bultito blanco de su hijo que se lo lleva la corriente y corre tras él con el afán de alcanzarlo; pero como el agua va más de prisa, corre y corre y no lo alcanza. Entonces se desespera y se enloquece, y llora de tal modo que parte el alma.
¿Usted la ha visto? —pregunté.
—No tanto como eso —me dijo,—pero si la he oído muchas veces. Se hace un nudo el corazón y dan ganas de llorar.
El único que ha logrado verla es el señor Juan, el arriero, que vive allá más arriba. Usted tendrá ocasión de conocerlo mañana, porque es puesto obligado para almorzar.
—Pregúntele. Dice que es muy hermosa. Lleva el pelo suelto, un pelo muy largo y muy negro; viste de blanco; sus ojos son muy grandes y miran siempre al río, como si quisieran pararlo.
Así se pasa la noche, corriendo, sin importarle ni ramas, ni piedras, ni espinas, ni nada. Cuando comienza a clarear, da un grito que hiela la sangre y desaparece.
Enmudeció la muchacha. Sus ojos seguían animados por un fulgor de espanto.
Más entrada la noche, las voces del río parecían intensificarse, y yo, como sobrecogido pensaba en que había algo de horriblemente dantesco en aquel tormento inventado por la imaginación popular para castigo del infanticidio.
1926.
Bibliografía y notas
- Soto Hall, Máximo. “La Llorona”. Revista El Fígaro. Año XLIII, núm. 1, 3 de enero 1926, p. 10.
- De interés Historias y Leyendas Maravillosas.
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