

Recientemente se ha conmemorado en ágape afectuoso el vigésimo aniversario de la fundación del Cuerpo de Policía habanera.
Daba la coincidencia de que su primer Jefe, el Mayor General Mario G. Menocal, ocupa la Primera Magistratura de la República, y a su alrededor congregáronse todos sus sucesores en cargo tan importante, ofreciéndose así, una bella nota de cordialidad cubana.
Allí estuvieron los generales Armando Sánchez Agramonte y Manuel Piedra; los coroneles Charles Aguirre, Martínez Lufriu y el Jefe en la actualidad, Julio Sanguily. De los que por el mando de dicho Cuerpo han desfilado, sólo había dos bajas, ¡Dos ausencias involuntarias e inevitables! los generales Rafael de Cárdenas y Armando de J. Riva, para quienes la concurrencia tuvo instantes de recogimiento y piadosos recuerdos.


De las instituciones creadas al calor de la República, —Justicieramente hablando— la policía habanera merece toda suerte de elogios.
Por su antigüedad, por los valiosos elementos con que cuenta y los no menos valiosos que por ella han laborado, por sus reformas y mejoras progresivas, por su fidelidad a los compromisos contraídos y porque ha rendido siempre trabajos superiores a las recompensas obtenidas, el Cuerpo de la Policía Nacional es digno, observado en conjunto, de nuestro aplauso y nuestra devoción.
Si es verdad que en sus filas han podido encontrarse quienes no han sabido honrar el uniforme que vestían, unos por sus vicios, otros por su ineptitud, otros por sus violencias, constituyen lunares pequeñísimos cuando se les compara con el caudal que forman los hombres de buena voluntad, de sanas intenciones y de amplios conocimientos, que lo mismo de vigilantes modestísimos que al frente de una Estación, han sido leales guardadores del orden, respetuosos de las leyes, abnegados en muchas ocasiones y víctimas de su deber en no pocos desagradables sucesos.
Y hasta los espíritus de rebeldías, hasta aquellos que ven siempre en el guardia un “abusador” y en el teniente de carpeta un tirano, tienen que reconocer que también han disfrutado de la tranquilidad pública, de la garantía para sus personas y sus bienes, conseguida por la vigilancia y reafirmada por el temor, que al que pretende delinquir o perturbar inspiran esos agentes de la autoridad.
Mucho se ha ido mejorando la capacidad intelectual, el nivel medio de cultura, del Cuerpo, por selecciones sucesivas, y por las pruebas de suficiencia que una Orden Militar estatuyó para los ascensos; Orden que algunos jefes quisieron en determinadas épocas no cumplir, pero que felizmente ahora respétase en toda su integridad y el examen previo es requisito indispensable para alcanzar un grado superior.
En sus primeros años, al inicio de nuestra era de libertades, cuando en Cuba acabábase de derrocar un ignominioso sistema de gobierno y había que confiar a la improvisación más que al estudio, muchos organismos creáronse al soplo de un recto impulso; pero con deficiencias que paulatinamente luego se han ido subsanando.
Sometido a esa necesidad momentánea estuvo el Cuerpo de Policía; y de aquellos primeros tiempos recuérdanse incidentes curiosísimos, merecedores de tolerante disculpa más que de crueles comentarios, porque la época de transición y el estado general del país, profundamente trastornado y destruido por efectos de la contienda emancipadora, no permitía otras medidas, ni brindaba otros recursos.


Vamos a relatar varios detalles pintorescos que darán impresión “de lo que fuimos y de lo que ya no somos”. No nos mueve el propósito de molestar a nadie: solamente el de pasar un buen rato.
Al organizarse el Cuerpo de Policía se pensó —y se pensó bien— que debía utilizarse el personal del disuelto Ejército Libertador, en relación a los grados obtenidos en los campos de lucha. Claro está que no es lo mismo ser guerrero de tropas insurrectas, que oficial de un cuerpo, que no es civil, pero que tampoco llega a ser militar;
Sobre todo, de un cuerpo que tenía que cumplir y hacer cumplir las leyes; y cuando se pelea por libertar un pueblo, lo primero es el coraje, la bravura, el arrojo, la intrepidez personal y las leyes y los códigos constituyen algo secundario, algo inferior, algo que puede despreocuparse.
Así, el bravo insurrecto acostumbrado durante tres años a hostilizar la columna española, vióse de pronto oficial de policía, teniendo que actuar en el suicidio de un “chino manila”: un chino neurasténico que en la finca “La Integridad” se cuelga de un árbol.
¿Qué hace nuestro libertador cansado de ver en las guásimas ahorcados de variadas condiciones? Pues… lo mismo que hacía en la manigua: abre un hoyo en la tierra y mete allí el muerto.
¿Qué debe levantar acta, llamar al juez del distrito, no tocar el cadáver, que queda —como es de fórmula,— “a disposición de la autoridad competente”, —un honor que declina en cuanto se presenta el primer familiar, porque maldito lo que le importa disponer de un cadáver? Bien.
Pero ese oficial de policía hace tres años que no abre un código, y sabe por experiencia que lo mejor es enterrar un ahorcado, para que no moleste el mal olor en el campamento cercano.
Como este caso —que trajo sus complicaciones— vamos a referir otros, disculpados por nosotros de antemano.
En Regla, un sujeto de la raza de color, cometió un robo y a la voz de ataja lo perseguía el público. Nuestro héroe —desde luego un oficial de policía recién llegado de la Revolución— le da el alto como si fuera un centinela.
El moreno sigue corriendo. El oficial dispara su revólver y el malhechor cae muerto, atravesado el pecho de un balazo. Llega el Juez de la Habana para hacer las diligencias judiciales y le anuncia al oficial que ha delinquido también y que va a procesarlo. Se pone bravo el oficial, coge al juez y lo encierra en un calabozo junto con su escribano.
De todo lo sucedido se enteran las autoridades superiores; y Mr. Ludlow, para resolver el grave conflicto, dándose perfecta cuenta de la situación, filosóficamente, da esta orden: que entierren al negro y que suelten al juez. Y no pasó nada más.
En los libros de actas de las Estaciones se encuentra una literatura abracadabrante, desconocida hasta el presente por los tratadistas más expertos y cuya clave no se ha encontrado aun para poderla descifrar.
De esos monumentales libros tomamos las noticias que ahora ofrecemos: Ocurrencia: Un choque, entre un coche y un carrito de repartir leche. Rompen el balaustre de una ventana, y el teniente de carpeta califica el hecho de este modo: Agresión a una ventana.
Ocurrencia: Un gallo fino, amarrado en el patio de un solar, da un revuelo y le clava un espolón en la pierna a un muchacho. El policía lleva detenido el gallo a la Estación. Y no le exigen fianza al gallo milagrosamente; pero comunican al dueño para que al día siguiente lo lleve al Juzgado Correccional.
Ocurrencia: Del quicio de una puerta un menor se roba un pedazo de hielo; echa a correr, pero el guardia lo detiene en la esquina. En el acta se hace constar que no se acompaña el pedazo de hielo como “prueba de convicción”, por haberse derretido.
Y para terminar, este acontecimiento, tan riguroso de la verdad histórica, como los anteriores: Una vez preparaba el Dr. X… juez de esta capital —muy activo e inteligente por cierto,— la sorpresa de unos delincuentes. El servicio era delicado y tenía que realizarse con gran discreción y silencio.
Llamó el Juez al Capitán de la Demarcación, y le dijo: Necesito que a “tal” hora esté usted en “tal” punto, con “mucha reserva”, porque se trata de lo siguiente… (y le explicó).
¿Qué entendió el Capitán? Pues que el juez necesitaba toda la policía “de reserva” en la Estación; y con gran estrépito, acompañado de una falange interminable de guardias, algunos de caballería inclusive, acudió al punto de la cita, al lugar de la sorpresa, donde tenía que ir él, exclusivamente, solo, con mucha reserva, con suma discreción, con sepulcral silencio…
No destruyen, desde luego, estos percances el buen concepto y la sincera admiración que sentimos por el Cuerpo de la Policía Nacional.
Algunos de los que al ingresar les hubiera costado enorme trabajo escribir su nombre para firmar la nómina, se han instruido y hoy llenan a conciencia los deberes de su cargo. Otros han cepillado las astillas de su rústico carácter. El afán de mejoramiento ha sido unánime, salvando obstáculos y dando rodeos, el Cuerpo progresa y marcha hacia adelante.
Antonio IRAIZOZ.
Enero, 1919.
Bibliografía y notas
- Iraizoz, Antonio. “Anécdotas y otras cosas: El vigésimo aniversario de la Policía de la Habana (Para mi amigo Julio Sanguily)”. El Fígaro. Año XXXVI, núm. 4, 26 de enero 1919.
- Personalidades y negocios de la Habana
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