Crónica de Bohemia relatando lo sucedido en El último día del Presidente Ramón Grau San Martín en Palacio, el quince de enero de 1934.
En esta crónica impresionista ofrecemos a los lectores de Bohemia, un cuadro vivo y palpitante de las últimas horas que estuvo en Palacio el doctor Grau San Martín, Presidente Provisional de la República, en virtud de la proclamación que para el cargo, efectuó la Junta Ejecutiva de Gobierno, nacida de la Asamblea Revolucionaria del 4 de septiembre pasado. Se debe este interesante trabajo a un repórter de los que allí hacen la información diaria, que en consecuencia siguió minuto a minuto todos los incidentes que en Palacio se desarrollaron ese memorable día.
A las seis de la mañana del día 15 de enero 1934, el Presidente Grau se retiró a sus habitaciones particulares, después de haber pasado la noche y la madrugada esperando el resultado de las deliberaciones que en Columbia estaba celebrando la Asamblea Revolucionaria, organismo que lo había proclamado Presidente, para sustituir al Gobierno colegiado, producto también de dicha Asamblea, después del movimiento revolucionario del día 4 de septiembre.
A esa hora, en Palacio no se notaba alteración alguna. No se sentía el vuelo de una mosca. Ni en el exterior ni en el interior podía percibirse huella alguna de la agitación de la noche precedente.
A las 4:30 de la madrugada había partido el ultimo visitante, llevándose la impresión, después de departir con el Dr. Grau y algunos miembros de la familia de éste, que la persona que había de sustituirlo era el Coronel Carlos Mendieta, pues así había sido convenido entre el propio Grau, Batista y el líder del nacionalismo, al reiterar el primero la renuncia que tenia presentada desde que se hizo cargo del Poder Ejecutivo, ante la Asamblea que lo había elegido.
A las 7:30 de la mañana, la primera persona que penetra en Palacio es el ingeniero Carlos Hevia y Reyes Gavilán, que viene a notificar al Dr. Grau que la Asamblea se niega a considerar la renuncia presentada y que solo una pequeña minoría persiste en que sea nombrado el Coronel Mendieta. Esas fueron sus palabras al ser interrogado por el único repórter que se encontraba en Palacio a esa hora temprana. Inmediatamente subió al tercer piso.
Cuando el ingeniero Hevia se encontraba conferenciando con el doctor Grau, llegó el hermano del líder estudiantil Rubén León, nombrado Raúl, quien al llegar exclamó: La caída de Grau significará una grave crisis de la República. Inmediatamente llegó un alto empleado de Gobernación, hombre de confianza del propio Presidente Grau, quien exhibiendo un periódico del día dice: Es falsa la noticia de que sea Mendieta quien sustituirá a Grau; Hevia será el nuevo Presidente.
Ya se encontraba despierto el presidente conferenciando con Hevia desde hacia media hora. A las 9 a.m. de la mañana comenzaron a llegar los miembros de la Asamblea que en Columbia habían permanecido hasta esa hora, sin que lograran ponerse de acuerdo. El primero que recuerdo fué Pablo Carrera Jústiz, cuyo nombre sonó en esas horas y las precedentes para sustituir a Capablanca en la Secretaria de la Presidencia. Dijo al repórter que la Asamblea parecía más bien una farsa que un acto de trascendencia. Y también habló de la tendencia irreductible de la minoría. Tres votos contra el resto de nosotros.
Luego llegó el Subsecretario de Justicia. Traía otra versión. Venía nervioso. Seguían llegando personas de Columbia. Todos tenían acceso al tercer piso. Acudían a decir a Grau que estaban a su lado decisivamente. Grau permanecía imperturbable. Afirmó a esa hora —9:45 a.m.—, que él ya estaba al margen de los acontecimientos y que únicamente esperaba a la persona designada para entregarle el cargo.
Sonreía el Dr. Grau como siempre. Calmaba con su gesto apacible cualquier excitación prematura. Llamó a los periodistas e hizo ante ellos las declaraciones que salieron en la prensa.
Se comentaba entre la concurrencia, enérgicamente, el incidente del que dió cuenta la prensa, entre el líder estudiantil Rubén León y el jefe del Ejército Coronel Batista. También era objeto de vivos comentarios la actitud de Lucilo de la Peña, que se mostraba partidario decidido de que el Dr. Grau abandonase el cargo para que lo ocupase el Coronel Mendieta.
A esa hora comenzaron a nutrirse los grupos populares que desde el inicio del ascenso a la Presidencia del Dr. Grau, se estacionaban en los alrededores del Palacio, para mostrar su interés favorable o desfavorable, según la tendencia que predominase entre sus integrantes a las leyes —decretos que habían sido dictados o iban a serlo en breve por el Presidente Grau. Esa mañana eran más nutridos que nunca y muy continuados los gritos de: ¡Que no se vaya Grau! ¡Que se quede! ¡Abajo los políticos!
Mientras estas escenas tenían lugar en los salones y pasillos del Palacio y en las afueras del edificio, en las habitaciones particulares, los criados del Presidente y su chofer particular no cesaban un instante de recoger las pertenencias familiares, que sacaban a la vista del público en grandes bultos hechos rápidamente. Eso indicaba que la resolución del doctor Grau era irrevocable.
El pueblo, que ya ascendía a más de un millar de personas, no cesaba de mostrar su identificación con el Presidente, cuya actitud desinteresada era conocida de aquella masa desheredada, que había encontrado en Grau al primer defensor tangible y visible de sus derechos conculcados.
Numerosas mujeres y niños acrecentaban los grupos frente a Palacio, minuto a minuto, hora a hora. Eran las 11 a.m. Los soldados de la Guardia Presidencial, así como los policías que allí prestan servicios, habían recibido ordenes de no molestar al pueblo de ninguna manera, a pesar de que a veces algún grito era contrario. Pedía el pueblo, continuamente, que Grau acudiese al balcón para que expusiese ante él su situación.
Mientras esto acontecía, Grau conferenciaba con los miembros de la Asamblea que habían acudido a Palacio a ofrecerle su adhesión. A todos respondía que su decisión era irrevocable. Sonriente e inalterable, el mismo hombre que varias semanas atrás, con el mismo gesto, había tomado posesión de su cargo responsable.
Ya había llegado la noticia de que en Columbia se encontraba arrestado, desde la noche antes, el comandante Pablo Rodríguez, jefe de los ayudantes del Dr. Grau. La guardia de Palacio mostraba su intranquilidad ante aquella detención de su jefe. Se hacían los comentarios más duros.
Sin embargo, algunas de las personas que allí estaban afirmaron en todo momento frente a las esperanzas del mayor número, que “la cosa estaba decidida” y que el Dr. Grau se marcharía de todas maneras. El primero que corroboraba esta afirmación era el presidente, que a todas las proposiciones contestaba: “Mi decisión es irrevocable. Espero a mi sucesor”.
Los miembros de la Asamblea que se encontraban en Palacio debían haberse marchado ya. La hora para la continuación de la sesión en Columbia había pasado. El ingeniero Hevia había partido hacía rato. Antes de que regresara se sabía en Palacio que los que se habían quedado en Columbia ante la negativa del resto de la Asamblea a que Grau fuera sustituido por Mendieta, lo habían designado a él.
Habían ido llegando varios secretarios de Despacho. El Presidente se encontraba conferenciando con ellos y algunas destacadas personalidades de su gobierno en un comedor del Palacio, donde tomaron asiento. Se habló entonces de la posibilidad de sustituir al Jefe del Ejército antes de que Grau abandonase la Presidencia.
Esa tendencia encontró decididos partidarios, pero el propio Grau presentaba ante la consideración de la reunión, el hecho de que ello sería encender la guerra civil entre los propios miembros de su gobierno y en el seno de los que lo habían llevado a él a la Jefatura de la Nación.
En esos momentos —la una de la tarde— llegaron a Palacio numerosos oficiales de la Marina de Guerra, a cuyo frente venía el popular Capitán González, quien al llegar frente al edificio, dirigió la palabra al público, asegurando al pueblo que continuaba creciendo en número, que en caso de que el doctor Grau se fuese, su sucesor sería otro revolucionario. El pueblo respondió con cálidos vivas a la Marina de Guerra.
El Capitán González y sus acompañantes penetraron en el comedor donde se llevaba a cabo la sesión entre Grau y los secretarios presentes. Allí se habló por alguien de la lealtad de ese cuerpo al gobierno constituido. Pero el doctor Grau calmaba a sus leales y sonreía.
No se podía deliberar. Grau mantenía su criterio. Hevia había llegado un poco más nervioso que cuando lo ví partir. La decisión de los reunidos, en su inmensa mayoría, era de que Grau continuase, aun a trueque de apelar a la violencia. Entonces el Presidente decidió que la sesión continuase en otro lugar del Palacio, y que asistiesen a ella solamente sus secretarios. Ya se hablaba de la redacción del acta de renuncia.
Aquella numerosa concurrencia tuvo un momento de retroceso. No obstante, al salir el Presidente con su consejo de Secretarios en dirección a su despacho del tercer piso, echó a andar detrás de ellos por el corredor. Allí, un ayudante impidió el paso a todo aquel que no fuese secretario del Despacho, pero la puerta cedió ante la avalancha humana. Entraron asambleístas, oficiales de la Marina, del Cuerpo de Policía, fotógrafos, periodistas locales y extranjeros, mujeres, soldados.
La confusión era mayor. En esos momentos se habían sentado ante una pequeña mesa, frente a la mesa de despacho presidencial, los doctores Finlay y Almagro, el coronel Despaigne y el estudiante Curtis, comenzando a redactar el acta.
Nuevos aplausos desde la calle: ¡Que no se vaya! ¡Abajo los políticos y sus defensores! ¡Mueran los traidores! Alguno, más humorista gritaba: ¡King-Kong, que se quede Ramón! ¡Miau, miau, que no se vaya Grau! ¡Kong-King, viva San Martín!, volviendo así del revés, los gritos que hace pocos días daba en sentido contrario una manifestación estudiantil del Ala Izquierda, que se estacionó frente al propio Palacio a ciencia y paciencia del propio Presidente Grau.
Habían penetrado en el salón del despacho, minutos antes, solo algunos secretarios y el Presidente, pero al ir llamando el ayudante de guardia a los miembros de la Asamblea, penetraron el Secretario de Gobernación, Guiteras, con el estudiante Rubén León y el señor Paco Prío Socarrás y un grupo de partidarios del líder oriental.
Una vez dentro del despacho —eran las dos de la tarde— suspendieron la redacción del acto de renuncia, exigiendo a Grau que se quedase. En ese momento salió de aquel lugar el ingeniero Hevia, quien más pálido que de costumbre, dijo a un amigo: “Esto no lleva visos de resolverse”. Y penetró en el cuarto de los ayudantes, que se encontraba materialmente lleno de personas.
Los gritos del exterior encontraron resonancia en el interior: ¡No se vaya, Presidente! ¡El Ejército no consentirá su renuncia! Y, materialmente, hicieron salir a Grau hasta el balcón de esa habitación —la del cuarto de los ayudantes,— para que dirigiese la palabra al pueblo, que ya ascendía a varios miles y que exigía, cada vez más violentamente, que permaneciese Grau en la presidencia.
Grau, cuya presencia fué aclamada extraordinariamente, hizo signos con las manos para que se calmasen y dijo estas palabras:
—Cubanos, pueden tener la seguridad de que yo permaneceré defendiendo los derechos de ustedes donde quiera que esté. ¡Viva la Revolución!
El resto de sus palabras fué ahogado por los aplausos estentóreos y los vivas más entusiastas. Acto seguido, se retiró del balcón, marchando por el corredor hacia una habitación particular, a la que no se dió acceso más que a su secretario particular. En seguida se abrió la puerta y se comenzó a llamar, nombre por nombre, a los secretarios de despacho y a los miembros de la Asamblea que allí se encontraban.
En los pasillos y en algunas habitaciones particulares la familia del Presidente continuaba sus preparativos para abandonar el Palacio. Ví a algunos partidarios entusiastas tratar de impedir a los criados y al fiel Julio Conde, el chofer del Presidente desde hace once años, impedir que continuasen llevándose bultos.
En este instante suben de la calle los ecos de grandes aplausos con que era saludado, a su llegada, el comandante Pablo Rodríguez, que venía de Columbia, en libertad. Esta se debió a las gestiones de la Marina de Guerra, uno de cuyos jefes había conferenciado con Batista. Rodríguez subió al tercer piso. La familia de Grau fué a recibirlo al elevador. Se tenía la impresión de que había sufrido el arresto por su lealtad al Presidente Grau. Pasó en seguida el comandante al despacho. Acto seguido subió el comandante Marchena, que no contestó ninguna de las preguntas de los reporteros.
A todas estas, los teléfonos no cesaron un solo momento de mantener las comunicaciones con el exterior, principalmente con los periódicos, cuyos personales destacados allí no se dieron un momento de reposo.
En los pasillos circulaba el rumor de que se estudiaban nuevas fórmulas para que se quedara en la Presidencia Grau. Los leales del doctor San Martín daban como seguro que varias de las fortalezas y la mayor parte de los distritos de la República seguían al lado del Presidente. El comandante Rodríguez salió precipitadamente.
A las preguntas de los periodistas, éste responde, sonriente:
—Vuelvo a Columbia…
De los que escuchan sus palabras sale una voz:
—Tenga cuidado, comandante.
Detrás sale Marchena, que no se digna contestar a las preguntas que lo asedian. Va al revés de Rodríguez, con dos hombres de su confianza.
Se dice entre la concurrencia que Guiteras y sus hombres, y Rubén León y varios estudiantes, han abandonado el salón donde se celebraba la Junta, saliendo de Palacio en dirección desconocida.
Un momento de duda. ¿Se irá Grau? ¿Se quedará? Confusión indescriptible. Los minutos se alargan. Son cerca de las cuatro de la tarde. Un soldado desaloja el pasillo que conduce del despacho al comedor oficial. Curiosidad entre la concurrencia.
Expectación. Sale el doctor Grau y a su derecha el ingeniero Hevia. Detrás de ellos se ven los rostros ansiosos y expectantes de los que han tomado parte en la reunión.
—Quiero, dice el doctor Grau, que estimen al ingeniero Hevia como a mí mismo. Es mi sustituto…
Ante la concurrencia se unen en un estrecho abrazo. Afuera se oyen gritos que exigen la permanencia de Grau. Alguien que viene del balcón dice:
—Han llegado dos camiones con soldados al mando del capitán Hernández. Es el primero que se ha bajado. Se han formado en orden de batalla en la esquina de Colón y Zulueta…
Otro añade:
—Y ha llegado el tanque…
Expectación. Grau se ha retirado a sus habitaciones. De afuera se oyen gritos: ¡Viva Grau! ¡Viva el Ejército!
Suena una descarga cerrada. Al lado del Presidente Hevia me dirijo al balcón.
Oigo, distintamente, esta pregunta:
—¿Qué pasa? ¿Quién tira?
Ambos llegamos al mismo tiempo al balcón y vemos a los soldados al mando de Belisario Hernández disparar sus rifles. Vemos también gente en el suelo. Más de trescientas personas. El primer momento es de angustia. Cuando cesan los disparos, se levantan. Corren hacia la fuente y en su interior buscan refugio. Detrás de la estatua de Zayas hay una verdadera legión. Continúan los disparos. De Palacio gritan:
—¡Que cese el fuego! ¡De aquí nadie ha disparado!
—¡Asesinos…!
Veo al Capitán Hernández que hace señas de que cese el fuego. Del tanque continúan disparando. Más de doscientos individuos permanecen en el suelo. Al cesar el fuego todos se levantan y desaparecen por las inmediaciones. ¿Todos? No. Sobre el césped, a unos 70 metros del Palacio, un hombre no se ha levantado. Puedo garantizar que desde el Palacio nadie ha disparado un solo tiro.1
El ayudante de Grau, el teniente Pérez baja y se dirige al Capitán Hernández. Poco después llega la noticia de que ha sido arrestado por preguntar al último quién es el responsable de la orden de disparar.
Ahora llega a Palacio el Encargado de Negocios de México, Dr. Reyes Spíndola. EL doctor Grau, que había tomado un ligero refrigerio, va a su encuentro con el sombrero en la mano. Comienza a despedirse de todos. Son las cinco menos diez de la tarde.
Grau, sonriente, toma el elevador seguido de muy pocos. Y en la calle toma el automóvil del diplomático amigo en unión de varios de sus ayudantes y del propio Spindola. También con él, dos estudiantes. Detrás sale un automóvil de Palacio con la familia de Grau.
Afuera ha quedado establecido un cordón de soldados. Dentro queda el ingeniero Hevia, que comienza a dictar sus disposiciones. El auto de Reyes Spindola cruza frente a la Embajada de los Estados Unidos. Instantes después desaparece rumbo al Vedado, donde Grau tiene su residencia.
Bibliografía y notas
- “El último día del Presidente Grau en Palacio”. Revista Bohemia. Vol. XXVI, Año 26, núm. 3, 21 enero 1934, pp. 36, 37, 44, 45, 49.
- “El Presidente Carlos Hevia juró el estatuto constitucional”. Diario de la Marina. Año 102, núm. 5, 17 enero 1934, p. 1.
- Guiteras, Antonio. “Septembrismo por Antonio Guiteras”. Revista Bohemia. Volumen XXVI, núm. 11, año 26, 1 abril 1934, pp. 30, 32, 38.
- Desde el Diario de La Marina del 16 enero 1934 se informa que hubo disturbios, primeramente desde “oradores de barricadas” que juraban que la determinación de renuncia del Presidente Provisional se debía a la campaña de ciertos elementos extranjeros y al comprobar la presencia de españoles entre los curiosos fueron estos atacados utilizando palos y cuantos objetos tuvieron a su alcance. Llegados los camiones del ejército intentaron desalojar sin éxito a quienes intentaban invadir la residencia del Presidente, siendo entonces utilizadas las armas que ocasionaron la muerte de Pedro Valdés y heridas graves a Felipe Toscano, Mario O’Farrill y Victoriano Cuéllar Ruiz, muchos otros resultaron también heridos debiendo ser atendidos: Luis Álvarez, Victoriano Zayas, Enrique Rodrigues, José Aciego Pinedo, Manuel Castro, Arturo Pi y Muñoz… ↩︎
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