Un Esquema de la Pintura Cubana desde la Revista de Arquitectura por Carlos F. Ancell
Cuba al igual de otras naciones americanas posee un pasado artístico poco conocido. Su cultura colonial se mantuvo, aún en el siglo XIX, adormecida bajo influencias históricas que se prolongaron en el tiempo y que la convirtieron en el último baluarte de la dominación española en América.
La centuria pasada se ofrece, en efecto, como demostración inequívoca de los errores en que incurrieron los gobernantes de la península al pretender sojuzgar —en su libertad política y en su pensamiento viril, como también en sus propósitos de dignificación espiritual— a un pueblo injustamente rezagado en las conquistas de la emancipación continental.
Su historia literaria y artística es el reflejo por tales causas, de la lenta transformación de sus ideas sociales. Pero cobra, al promediar el siglo pasado y en los años corridos del presente, fisonomía propia y enaltecedora. Vientos de libertad le dan carácter y expresión natural.
Bebiendo en fuentes diversas los artistas y los pensadores abren el país a la fecundia de las ideas contemporáneas. Una agitación precipitada parece influir en el dinamismo creador. Surgen así tendencias definitivas en la poesía, en el drama, en la pintura y en las ciencias.
La moderna generación de artistas cubanos sobresale en tan denodado esfuerzo, venciendo los obstáculos que se ofrecen a su labor pictórica y escultórica, derivados de un ambiente estético en plena formación.
Una naturaleza que se prodiga en el derroche del color y en la vivacidad de sus contrastes conduce a los pintores a todos los intentos y a más de una audacia que se diluye en la policromada iluminación tropical.
En el panorama de Cuba caben todas las tonalidades y todo el vigor de una paleta extensa en que dominen, con intensidad inusitada, las radiaciones centrales del espectro lumínico.
El artista amolda su visión al ambiente, y de semejante subordinación cósmica se desprenden los elementos característicos del nuevo arte cubano, arte en plena floración y en fecundo proceso de diferenciación.
Tal resultado, con ser reciente, no deja de tener sus antecedentes en la propia génesis de toda la pintura cubana, si pretendiéramos negar dicho aserto incurriríamos en falsedad manifiesta. Una vez más la obra artística integra y traduce el sentido real y trascendente de la historia.
¿Quienes fueron los precursores? Allá por el siglo XVIII surgen los primeros nombres, envueltos en la bruma de una época poco propicia para el estímulo de los artistas. José Nicolás de La Escalera y Vicente Escobar son, en efecto, los primeros pintores cubanos de nombradía. Uno y otro vegetan en la sombra plácida de los claustros y en las labores mediocres de la enseñanza y de la pintura de retratos adocenados.
No tienen estímulo ni menos calidades formales alcanzadas con maestros o con buenos modelos. Pintan imágenes sagradas y se inspiran en las ya conocidas. Pero su obra adquiere arraigo, a pesar de todo, al dejar ella la simiente apta para más profundas transformaciones. El arte no se improvisa ni menos se destruye cuando ya ha nacido.
A los cuadros de ambos maestros siguen otros de pintores extraños al medio, José Perovani e Hipólito Garneray actúan en La Habana a fines del siglo XVIII y principios del siguiente, dejando huella muy notable en la pintura y en el grabado.
Sígueles Juan Bautista Vermay, artista francés, quien arriba a tierras cubanas aureolado por la protección de Goya, con el propósito de dar término a los frescos de la Catedral habanera, iniciados por Perovani. Su labor fue intensa y ajustada a las tendencias davidianas que se hallaban por entonces en boga en Francia.
De sus pinceles surgen cuadros religiosos, frescos murales y retratos. Pero su mérito máximo estriba en la fundación de la Academia de San Alejandro, que, al igual de su congénere de San Carlos, que existe por entonces en México, representa con ella las primeras manifestaciones de la enseñanza oficial del arte en América.
La historia de aquel instituto se vincula a la evolución del país desde 1818, año de su iniciación, hasta fines de la centuria anterior. Es una relación simple, pero refleja las insidiosas etapas de la lucha sorda o abierta por la emancipación de Cuba.
Si pergaminos tuvo la vieja y benemérita Academia de San Alejandro, ellos se enaltecen al considerar que al propio tiempo que el pueblo de la isla traza su ideario liberador y procura imponerle en la medida permitida por las circunstancias, otras fuerzas espirituales colaboran en la formación de los caracteres distintivos de una cultura que debió servir de fundamento estable a aquella liberación.
Tal fue el papel en que le cupo participar a San Alejandro, cumplido en lenta gestación de valores plásticos y en la exaltación simultánea de la belleza del suelo insular.
Y mientras ella ejerce lenta acción orientadora en los pintores que se forman gradualmente en sus aulas, prosigue en el país la sucesión desordenada y el desfile de artistas cuya obra dispersa traduce todo género de tendencias y afinidades:
Francisco Javier Báez, grabador eximio de la fauna marina; Eduardo Laplante, ilustrador de libros y autor de interesantes escenas costumbristas;
Ramón Barrera y Sánchez, artista múltiple que alternaba las faenas del teatro y de la música profesional con las pictóricas y decorativas, en particular en el dibujo acuarelado de paisajes y temas vernáculos;
Leonardo Barañano, litógrafo excelente que se inspiró en motivos regionales y supo infundir a sus obras un sello cubanísimo;
Federico Miahle y José Leclerc, ambos franceses y pintores de cierta categoría, que compartieron en épocas sucesivas, juntamente con el italiano Hércules Morelli y con el salvadoreño Francisco Cisneros, la dirección de San Alejandro;
Juan Jorge Peoli, hijo del patriota cubano de igual nombre y autor de algunos cuadros y de retratos y notables caricaturas y dibujos, a todos los cuales se agregan otros nombres de menor significación, cerrando una etapa que concluye al promediar el siglo XIX.
Esteban Chartrand quiebra las tradiciones clasicistas y abre un rumbo naturista al paisaje y al cuadro de costumbres. En la luz encendida del trópico su obra vacila y su temperamento —influido por el impresionismo francés— no alcanza a adaptarse a la gama extensa de los exúberos verdes del paisaje cubano.
Pero su técnica, en la cual la vibración luminosa resulta ser el agente esencial de la pintura, importa una reacción revolucionaria contra los cánones del paisaje italianizante, paisaje convencional y confuso, en que intervienen figuras entremezcladas con elementos de arquitectura y con una vegetación decorativa y alambicada.
Chartrand abre el camino a sus sucesores en un tipo de pintura que hallará muchos adeptos, en razón del poder de sugestión fascinante que sobre la retina y el corazón de los artistas ejerce la magia del color y de la forma en las tierras soleadas de Cuba.
Un artista español, vascongado y de recia estirpe combativa, Víctor Patricio de Landaluze, llena una página de múltiples entrelineas en el esquema de la pintura cubana que tratamos de delinear.
Es en apariencia, un mero caricaturista de batalla, vale decir, un hombre dedicado a zaherir, con su lápiz mordaz, todas aquellas manifestaciones de la incipiente vida intelectual cubana. No convive en las filas de la población insular autócrata.
Es algo más aún: es su enemigo, su enemigo implacable durante tres lustros, en todo cuanto importe desmedrar a los elementos nativos.
Pero un día, quizá luminoso, siente la atracción de la vida y de las cosas que lo rodean y obran en él fuerzas interiores que le conducen a pintar, en breves apuntes o en óleos y acuarelas, todo cuanto alcanza a interesar su espíritu inquieto de observador sagaz y maravillado.
Suenan en sus oídos las campanas de oro de la inspiración, que brota de lo profundo de la tierra y asciende a lo alto de la copa de los árboles y a las serranías de intensa y azulina coloración policroma.
Pinta con presteza y lo hace con verdad no exenta de emoción, Bullen en su mente las imágenes de todo aquello que había despreciado o caricaturizado con enconada prevención racionalista.
Se eleva por encima del color de las clases explotadas por un régimen de opresión, y capta —así en imágenes imperecederas, el noble gesto del guajiro, el afán de redención del esclavo, las costumbres del ñáñigo y del calesero, la bonhonomía del hacendado de estampa patricia y los mil y un aspectos de los seres y las cosas que le han brindado la ofrenda de su belleza sencilla, y que, a la vez, han operado el milagro de su conversión en lo que se ha dado en llamar “un español aplatanado” es decir adaptado —como sugiere Hogben— al paraíso de bananas, de ancestral y remota sugerencia, que sirve de precioso elemento para el cotidiano sustento.
Miguel Melero, desaparecido en 1907, fue el primer cubano que ocupó en tenencia legítima la dirección de San Alejandro, cargo que desempeñó durante tres décadas.
Su influencia resultó considerable, pues introdujo sabias reformas en las clases de colorido e impuso el preparado sobre grises como elemento normal de valoración. Pero sus cuadros —salvo los retratos— implican méritos de orden histórico, con prevalencia a los artísticos, sin desmerecer estos últimos con relación a la época y al ambiente en que fueron pintados.
No le sedujo, precisando este juicio, el movimiento impresionista impulsado por Manet, Degas, Monet y sus continuadores, movimiento que pudo advertir claramente durante su estancia en París y en Roma.
Fué impermeable a toda filtración de valores de innovación. Ni aun en sus años postreros los llegó a aceptar y comprender. Pero supo, no obstante, ser un maestro digno, fiel a las viejas normas del dibujo y del modelado y a los principios convencionales de la composición pictórica.
José Martí, el apóstol de la libertad de Cuba, cultivó en el exilio sus facultades de pintor y dibujante discreto; a él le siguieron, en cronológica sucesión de nombres, conforme a las fechas de su actuación, figuras como las de Guillermo Collazo, pintor refinado que señaló la huella de su sensualismo en telas y cuadros extraños al medio revolucionario y hostil en que fueron pintados;
Leopoldo Romañach, maestro de extraordinaria actuación y cultor consagrado de la pintura en su patria durante ocho lustros; José Arburu Morell artista destacado, cuya vida se tronchó prematuramente;
Miguel Ángel Melero, otra esperanza que se esfumó antes de tiempo; Juana Borrero, espíritu grácil e innovador que consiguió patentizar las primeras manifestaciones del impresionismo en Cuba;
Armando Menocal, retratista eximio y pintor sobresaliente de escenas de la guerra de la Independencia, en que fuera actor;
Sebastián Gelabert, artista esporádico, pero de acreditada suficiencia; José Joaquín Tejada, otro paisajista de filiación clásica y de larga y fructífera actuación;
Federico Edelman y Pinto, colorista delicado y veraz que supo traducir impresiones de ambiente con certera visión;
Francisco Pérez Cisneros, Eugenio González Olivera, Isabel Chapotín, Aurelio Melero, Pastor Argudín, Enrique Guiral Moreno, Antonio Sánchez Araujo, Rivero Merlín, Esteban Domenech, Antonio Rodríguez Morey, Antonio Gattorno, Ernesto Navarro, Esteban Valderrama, Secundino Bermúdez y otros muchos nombres destacados que integran el extenso cuadro de la pintura moderna de Cuba.
Varias son las personalidades que merecen un comentario especial por la persistencia de su esfuerzo creador y por las tendencias que se acusan en la obra respectiva, Eduardo Abela, el mas evolutivo y evolucionado de los pintores cubanos, afirma su personalidad en una honda comprensión de la plástica cubana, vista con lentes de avanzada, todo ello sin perjuicio de retornar a las viejas maneras en todo cuanto importe una reversibilidad del progreso técnico de la captación de los humanos valores renovados de la pintura, siempre eternos y siempre renovados en el espacio y el tiempo.
Jorge Arche, otro artista joven y sobresaliente, maduro y emplazado en la región serena del equilibrio de su constante dinamismo en cuyos cuadros estalla la luz del trópico en raudales de color en aérea sucesión de elementos planos contrastados y de amplia definición plástica.
María Capdevila, que ha exaltado los valores de su inclinación naturalista, fluctuando por veces desde el impresionismo hasta las fases mas diversas del puntillismo, para llegar en algún caso a una técnica marcadamente expresionista.
Enrique Caravia, paisajista y grabador emérito de quien se ha dicho que practica la máxima de Goethe: “Si yo pinto mi perro exactamente como es, naturalmente que tendré dos perros, pero no una obra de arte.”
En una orientación así definida Caravia ha ido lejos y ha logrado plasmar en sus obras la gracia de la armonía interior de su espíritu, reflejada en ritmo de líneas y colores de sombras y luces, de lírica belleza.
Carlos Enriquez, otro artista visionario que ha logrado evádirse de la mediocre luz escolar de la cátedra, volcando su mente creadora en el estridentismo mágico de un trasmundo subconsciente y saturado de inasibles aspiraciones que fluctúan más allá del romanticismo de una plástica decadente, y bien lejos, por cierto del objetivismo impresionista rápido y materializado.
Amelia Peláez, autora de cuadros de estática composición, perennes, soleados, expuestos a la vanidad del arte como un reclamo de hieratismo calmo, de acentuada piedad por los hombres que viven en un siglo de velocidades absurdas y de emociones fugaces y exhilarativas.
Marcelo Pogolotti, artista del silencio abstracto, por usar de una expresión q(…) condice con su pintura en plenitud, subjetiva y humana, bullente en la incoherencia de un sentimiento creador, que pareciera anticiparse a arriesgadas innovaciones a los hechos presumibles del fatalismo que lo impulsa, ya que, al decir de uno de sus críticos “las formas humanas que se producen en el laboratorio de la mente al cabo de una larga tradición intelectual se ponen, bajo el trópico sangriento, a vivir en carne y hueso” Tal acontece en el caso de Diego Rivera en México.
Domingo Ravenet, situado en otro plano de sosiego y de serenidad, dueño a la vez de un sentido creador que lo conduce a todas las lejanías sin olvido por su parte de lo que resulta ser consistente y aplomado, produjo ya una serie amplia de trabajos que integran los mas intensos y excelentes cuadros de la pintura cubana.
Víctor Manuel pinta las pieles cobrizas y los ojos que revelan la melancolía profunda de las mujeres sufridas del trópico.
Fidelio Ponce de León, artista de inclinación revolucionaria, sabe bucear en las aguas agitadas de las más hondas transformaciones de la pintura y posee por ser experto en los achaques del color y de la forma, una visión personalísima del arte vernáculo, ya en la fijación de caracteres y ahondando en la psicología de sus niños y mujeres, o ya también en la expresión teratológica del color y de la resignación de los seres ínfimos y abandonados.
Felipe Orlando García, otro de los pintores consagrados, es autor de una obra múltiple, subjetiva, hermanada con la belleza de la luz fragmentada en el color, influido por un auto determinismo de predestinado, y alentado a la vez, por la propia valía de su temperamento, dado con plenitud al instinto de crear y a la belleza de los contrastes, en la armonía de formas que surgen espiritualizadas de su mente inquieta y afanosamente consagrada a la producción pictórica y literaria.
¿A qué seguir citando nombres, si la tarea resultaría siempre inconclusa y adolecería de imperdonables olvidos? La moderna generación de artistas cubanos se embandera en dos tendencias en cierto modo distintas, aun cuando conservan algunos aspectos afines: a un grupo que brilla y se consagra en 1924 —cultor de la belleza y de un realismo en que domina el sensualismo de la tierra injuriante y avasalladora— sigue otro nuevo, de data recentísima, influido por inquietudes de ritmos agitados en que prevalecen, al parecer, los sones estridentes y fatales de la música cubana.
Es la estirpe de avanzada, cuya labor se singulariza por una intensidad extraña y por un afán de nuevas conquistas, en la fusión deliberada de los hechos escuetos de la pintura con los que surgen de la mente en ansia permanente de liberación creadora.
Una y otra generaciones han logrado fisonomía inconfundible, y a sus integrantes alcanza por igual la pesada misión de dar a la pintura cubana una orientación definitiva que la sitúe con caracteres propios en el escenario siempre cambiante en que se desarrolla el drama espiritual de nuestro tiempo.
Bibliografía y notas
El arquitecto Carlos F. Ancell autor de este magnífico estudio sobre la pintura cubana, cuyo envío agradecemos profundamente, es un intelectual argentino a quien nos liga una amistad de más de quince años y una figura ventajosamente conocida de todos los arquitectos americanos.
Sus libros “La Biblia de Piedra” y “Abaratar la Vivienda”, que poseemos, avalorados por amables dedicatorias, son dos volúmenes de su copiosa producción intelectual, por sí solos suficientes para consagrarlo como un intelectual de primera fila.
En la actualidad (1941) labora con verdadero amor en la formación de un “Diccionario Histórico Biográfico de Artistas Americanos”, obra que está preparando con la intervención de una importante empresa editora y con el concurso entusiasta de algunas entidades culturales del Continente, habiéndonos hecho el honor de solicitar nuestra cooperación para la parte de la obra que se relacionará con los arquitectos cubanos.
No será este el único trabajo del distinguido colega argentino que honre nuestra publicación, pues en carta afectuosa que acabamos de recibir nos comunica que a este estudio sobre nuestra pintura seguirán otros, pues le anima el deseo de colaborar en la empresa de un mayor conocimiento de la labor de los artistas americanos.
L. B. S.
Bibliografía y notas
- Ancell, C. F. (1941, febrero) Un Esquema de la Pintura Cubana. Revista de Arquitectura, 91, 46-54
- Ancell, C. F. “La Biblia de piedra: estudios de estética arquitectónica.” Buenos Aires, 1924.
- Artes Plásticas de Cuba.
- De interés: El paisajista Esteban Chartrand visto por José María Gálvez.
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