Permítame presentarle un Parisino en Matanzas. Realmente el baile gusta aquí. No es pretexto para el libertinaje, para adornarse ni mostrar sus bellas pertenencias. Si le dijera que se baila por bailar usted no querría creerme y, es esta la exacta verdad.
El amigo de uno de los amigos de mi amigo quiso voluntariosamente ofrecerse a presentarme al amigo de uno de sus amigos que daba un baile, así que fui a la casa del señor Antonio Laurenao1.
Vestirme fue rápido. El traje solo es admitido en las recepciones oficiales, en casa del Capitán General; en cuanto a la corbata blanca, nadie parece dudar que existe. Las quejas de un piano maltratado me revelan la cercanía de la casa que buscaba.
Alrededor de la casa donde se celebraba había una multitud. Los coches amontonados bloqueaban por todas partes el paso. Las barras de las volantas y quitrines tienen una tal dimensión, que no hacen falta muchas para encuadrar seis o siete manzanas urbanas.
Eran las nueve cuando llegué a la calle Dos de Mayo. Oleadas de luz se filtran a través de las persianas verdes. Los curiosos se disputan el lugar a lo largo del enrejado para ver bailar.
Los caleseros vestidos de blanco, calzados con botas hasta la mitad del muslo, los talones adornados con pesadas espuelas de plata, un fular2 de llamativo color enrollado alrededor del cuello, y otro anudado bajo su sombrero de largos bordes, el látigo en bandolera, se agitaban vivamente en el vestíbulo, charlando con las sirvientes, cantando los nuevos refranes del Congo o de Monomotapa.3
Con mucha dificultad logré penetrar en la casa. El coche guardado bajo la puerta4, la capota plegada, lustrado para la circunstancia, estaba lleno de curiosos. Miserables color de ébano, caoba, o limonero se habían enganchado a la reja que separa el vestíbulo del salón. Amontonados unos sobre los otros, suspendidos a los barrotes, como monos hambrientos que asisten a la comida de sus dueños.
Los andrajosos, paseaban sus curiosas miradas sobre los hombros, sobre los brazos desnudos de las jóvenes bailarinas; miradas ávidas sobre las frutas, los siropes, los dulces de platillo, los dulces de almíbar, las yemas dobles, los azucarillos de los cuales los bufés estaban cubiertos; miradas celosas sobre los dueños, todos propietarios de un lote mas o menos importante de carne humana.5
Los sombríos racimos de envidiosos suspendidos en emparrado6 alrededor de la fiesta me causaron una dolorosa impresión que nada ha podido atenuar. Nadie en el baile parecía verlos.
El señor de la casa prevenido de mi visita, y presintiendo el apuro en el que debía encontrarme, tuvo la cortesía de venir delante de mí. Siendo el único de sus invitados que no conocía, le fue fácil reconocerme. Guiado por el, llegué finalmente al comedor, que sigue al vestíbulo como en toda casa burguesa que se preocupe por las sanas tradiciones.
Mi anfitrión que no conocía el francés, apurado me presenta su mujer, acribillándome de cortesías españolas.
El amigo del amigo de uno de mis amigos que debía presentarme a mis nuevos amigos no había llegado ¡Lo maldije de corazón!
Era el mío un lamentable caso, poniendo en apuros a los señores de la casa. La anfitriona , que no conocía el francés más de lo que yo el español, se libró de mí con una gracia exquisita dejándome con su hijo, bonito y amable muchacho que sabía todavía menos francés que sus papá y mamá, el hablaba inglés, lo que nos permitió entendernos.
Comienza entonces una interminable serie de perturbadoras presentaciones. Todo el mundo se apuraba en presentarme a alguien, para salir de mí. Bajo el fuego de las miradas de una sesentena de jóvenes mujeres risueñas, que bien tuvieron razón en burlarse, apenado di la vuelta al salón.
Nunca un penitente acometió con tanta angustia el “camino de la cruz” alrededor de una iglesia.
—Permítame, señor, presentarle a doña Carmen de Santo. La señorita habla muy bien su lengua.
Y me quedaba solo, parado delante de una joven muchacha que abría al momento su abanico para disponer de un abrigo, en caso de que unas irresistibles ganas de reírse la invadieran. Había que hablar costara lo que costara.
Balbuceaba una banalidad que, por caridad sin duda, doña Carmen hizo parecer que no entendía, y a la cual tampoco respondió. Alrededor del salón ciento veinte bellos ojos nos enfocaban, brillando con malicia.
—¿Habla usted francés, señorita?- le pregunté
La joven muchacha sacude la cabeza, cierra su abanico y lo balancea negativamente con energía, como si la hubiera acusado de alguna acción monstruosa de la cual debía emprender su defensa
—¿Inglés, entonces?- Mismo juego, misma respuesta.
—Entonces , señorita, no nos entenderemos.
Vigoroso signo de asentimiento. Saludando me alejé, feliz de poder pasar desapercibido. El hijo de la casa de un salto llegó hasta mí.
—Le voy a presentar a la señorita Filipina Palacio, que habla muy bien inglés. Vivió por mucho tiempo en Nueva York.
—Se lo agradezco , señor, pero creo que esas muchachas le estarían agradecidas si les evitaba…
—¿Qué cosa?
—Una conversación que no les interesa
—Usted las calumnia, se lo aseguro. Estarán todas encantadas de conversar con usted de Francia, el país sin par. Filipina, le presento al señor… llega de París.-
La joven se sonroja, frunce el ceño, y la oigo murmurar en español:
—Juan, me vas a pagar por esto. No bailaré, ciertamente, con usted en toda la noche.-
Quedándome solo delante de mi víctima involuntaria:
—Le apuesto, señorita, le dije, que usted no sabe ni una palabra en inglés.
—En efecto, señor, solo hablo español, con una tal soltura respondió que pareciera como si hubiera siempre vivido en Londres o Washington.
—Y yo, señorita, no hablo que el francés, le dije en la misma lengua. Tengo entonces el honor de saludarla… en inglés, en francés y en español.
Iba a entrar en el comedor, cuando la señora Laurenao pide mi brazo. Debí ofrecérselo y continuar para complacerla con mi ridículo peregrinaje.
Agotaba, de buena o mala gana, la serie de muchachas – que hablaban muy bien francés o inglés -, como las señoritas Carmen de Santo y Filipina Palacio. Cada vez que pienso en las necedades que solté esa noche, un escalofrío me retoma; Y con mucha más razón, puesto que todas las invitadas de don Antonio Laurenao hablaban el inglés y el francés como los difuntos Shakespeare y Molière.
Después de deshonorarme del lado de las damas, debí hacer otro tanto del lado de los hombres. Allá, encontré algunas almas caritativas que me preguntaron sin excepción las cuatro mismas cuestiones:
—¿Es la primera vez que usted viene a nuestra isla? ¿Cómo encuentra usted este país?
—¿Sufre mucho del calor? ¿Se quedará mucho tiempo?
El hospitalario deber cumplido, mis interlocutores me saludaban y cedían su lugar a otros, que conscientemente, retomaban la serie:
—¿Es la primera vez que usted viene a nuestra isla? ¿Cómo encuentra usted este país?
—¿Sufre mucho del calor? ¿Se quedará mucho tiempo?
Y en efecto, ¿Qué podían decirme esas buenas personas? Estoy maravillado por su paciencia ¿Qué venía a hacer en su casa este intruso? Me sentía a mis anchas como un pez volando en una pajarera; por eso escapé mientras concluía una encantadora danza importada de los Estados Unidos: the virginian drill.
Bibliografía y notas
- Antonio Laurenao. Quizás Antonio Laureano. Domiciliado en la calle Dos de Mayo (¿número civil?) ↩︎
- Fular: Pañuelo para el cuello, a modo de bufanda, hecho de tela de seda muy fina, por lo general con dibujos estampados. ↩︎
- Monomotapa: hace referencia al Reino de Mutapa, también llamado Mwene Mutapa o Manhumutapa o Mutapa, este reino estuvo ubicado en el sur de África y abarcaba principalmente los territorios de los modernos estados de Zimbabue y el centro y sur de Mozambique. ↩︎
- Seguramente una puerta cochera (en francés, porte-cochère), también conocida como entrada de carros o de carruajes, es un porche cubierto o aterrazado que sirve de acceso principal o secundario a un edificio. ↩︎
- En el momento que L’Épine visita Matanzas ya había comenzado el proceso de transición hacia la abolición de la esclavitud en Cuba, pero no será abolida completamente hasta 1886, años después de su visita. En julio de 1870 se promulga la Ley Moret o de Vientres Libres, esta dotaba de libertad a los hijos nacidos de esclavas y a los esclavos mayores de sesenta años entre otros ajustes. En 1880 las Cortes españolas aprueban la ley de «Patronatos» de la cual su artículo uno decía: Cesa el estado de esclavitud en la Isla de Cuba con arreglo a las prescripciones de la presente ley… llamada la Ley de Abolición de la esclavitud en Cuba deja en plaza el sistema de Patronatos, este Patronato constituía una forma de esclavitud, pues el antiguo dueño podía disponer de sus libertos. En 7 de octubre de 1886 la Reina Regente María Cristina pone fin a los Patronatos sancionando una Orden Real, de esta manera termina la esclavitud en Cuba. ↩︎
- Emparrado: Armazón que sostiene la parra u otra planta trepadora. Parra o conjunto de parras que, sobre una armazón de madera, hierro u otra materia, forman cubierta. ↩︎
- L’Épine, E. (1883). Matanzas, Permettez-moi de Vous Présenter… En: E. L’Épine, Un Parisien dans les Antilles. [en línea] París: E. Plon, Nourrit et Cíe., pp.289-294. Disponible en: https://books.googleusercontent.com/ [Consultado 10 Oct. 2018]. [PDF]
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