En la mañana del día de los Santos Reyes del año de 1859, salió el que esto escribe, en unión de su familia, dirigiéndose al al Valle de Yumurí, lugar que encabeza estas líneas.
Ciertamente no pudimos haber elejido para tan agradable paseo un día y una hora más oportunos, pues que salvamos nuestros oídos del salvaje estruendo que, por una costumbre inveterada, aturde a la población en el día mas clasico del año entre los africanos que habitan en Cuba, los cuales con estrepitosos regocijos brotados de sus robustos pechos con violenta fuerza, como las oprimidas lavas del volcan rujiente, parodian los zarambeques de sus nativos lares, convirtiendo la ciudad durante doce horas en un pueblo de Guinea.
El jefe y la pequeña caravana desempeñabamos nuestra jornada a pié, como recomienda Rousseau que deben viajar los filósofos; y aunque no pretendíamos pasar por sabios ni imitar a Pitágoras ni a Tales, conocimos que, tirando y recojiendo un limoncito, se pueden atravesar grandes distancias y adquirir los saludables efectos de la buena higiene, sin pertenecer a las tribus nómadas de Arabia.
Subiendo lomas, atravesando pedregales, saltando canjilones y pequeños aguazales, vencíamos nuestra jornada, cuyas fatigas mitigaban la grata vista del follaje de los espesos árboles, floridos arbustos, festones de aguinaldos, pintorescos edificios, estancias de labor y sitios de recreo que por un lado orlan el ameno camino de la Cumbre, y por el otro un gran mar ajitado blandamente por la brisa matutina, bañando dos playas opuestas en tanto que a nuestra espalda dejábamos la hermosa perspectiva que a lo lejos ofrecía la antigua Yucayo.
Andado habiamos ya el espacio de una legua, entreteniendo nuestro paseo con sabrosas platicas, cuando sobre una pintoresca eminencia divisamos una casa de agradable aspecto, y por su techo pajizo conocimos que se aproximaba el término de nuestro viaje. Aquella casa de gratos recuerdos, no existe ya en estos momentos en que nuestra pluma va corriendo sobre el papel: el terrible huracán de 1870 la hizo desaparecer con un soplo espantoso, dejando de ella sólo vestijios leves, como los que deja la afilada cuchilla del segador en el menudo césped.
Llegamos en efecto al potrero Bella vista á donde se dirijía nuestra excursión, en cuyo bondadoso dueño Don Simón López, su hospitalaria consorte y demas miembros de su familia, hallamos esa gustosa cordialidad que jamas abandona al hogar cubano.
Pasamos las horas allí en una sucesión continua de emociones gratísimas que nos hicieron saborear algunos ricos tragos de ese misterioso y casi desconocido encanto que la felicidad guarda con mano tacaña en su escondida copa; por un lado la cariñosa acojida en una mansi6n campestre, por otro el aire balsámico, libre y puro de las praderas; uníanse a los manjares suculentos y bien sazonados, la paz y franqueza de una familia patriarcal, y con los trinos de las aves canoras, la límpida luz de un cielo despejado, la contemplaci6n de las sencillas faenas agrícolas y el fantástico espectáculo del Valle…
¡El Valle!.. cuadro espléndido de la naturaleza que quiso desplegar en él todas sus galas, dando alas al humano espíritu para elevarse hasta el seno del divino Arquitecto y tributar santo homenaje a su magnificencia y poderío.
Si Heredia, al contemplar las prodigiosas dimensiones del Niagara, se abrasó en el santo fuego de la inspiración, nosotros que sentimos nuestro corazón arrebatado por magnéticas imágenes, demandamos a Dios la fogosa lira del ilustre cubano, para exclamar con él, al contemplar el Valle del Yumurí;
Templad mi lira, dádmela que siento
en mi alma estremecida y ajitada
arder la inspiración...
Los inagotables mares que arrojan las roncas gargantas del Niagara y el Amazonas; los ígneos torrentes del Vesubio tragándose a Pompeya y Herculano; el Malstron con su espantoso remolino; el Himalaya y el Nevado de Sorata tocando con la cabeza al firmamento; Roma con las estupendas bellezas que el arte sembró en su seno, y las Pirámides en fin, presentando él los siglos un testimonio elevado de la constancia, orgullo y actividad humanas…
…son monumentos que revelan unos, la sublimidad de la naturaleza bajo colosales proporciones, inprimiendo en el animo el terror que nos inspira el conocimiento intimo de nuestra pequeñez, y otros desarrollan un sentimiento de sorpresa ante la inteligencia e industria de un ser tan débil como el hombre: aquellos son un reflejo de la Omnipotencia: estos, un pálido destello de la suprema sabiduría refundido en el cerebro de la especie humana —que a cada cual debemos su respectiva ovación.
Empero ¿ese homenaje envuelve aquella idea pacifica, sencilla, inocente y casi inexplicable que se asocia con el espíritu, cuando el divino Artífice cubre con el blanco velo de la paz y de la armonía sus inimitables obras?
José Florencio López.
(JACAN.)
(Se concluirá.)
Una Ojeada
al Valle de Yumurí
(Conclusión)
La luz centellante del relámpago que de súbito pasa por nuestra frente, el rujiente estallido del trueno y el bramido del huracán, nos representan á la Divinidad con los atributos del Omnitotente. atemorizándonos la terrible majestad de que se invisten. Mas, la tranquila melodía de un concierto musical, el sosegado arrullo de la lluvia al caer sobre el techo que nos cubre, los argentinos rayos de una luna de enero y otros objetos semejantes forman el bello prisma por donde, al través de una plácida calma, reconocemos á Dios con las cualidades de Eterno y Conservador.
El hombre que en las faldas del Chimborazo osa elevar la vista á su atrevida y nevada cresta, conoce su pequeñez mide la inmensa extension que de ella le separa, y lleno de un pavoroso sentimiento equipárase en aquellos instantes á un miserable insecto microscópico; mas el que, como el descubridor del Pacifico, asciende á una montaña, y con libre mirada abraza toda la llanura, experimenta un noble afecto de confianza y dominación, apreciando en tan solemnes momentos, toda la majestad de la posición erecta que Dios ha concedido al
hombre.
La naturaleza apacible, velada por el diáfano cielo de la alegría, sól0 satisfactorias y serenas sensaciones arranca del alma que recibe sus caricias, de la manera que el sosegado ambiente desprende con sus halagos suaves perfumes á la rosa. Empero, la naturaleza jigantesca, imponente y estruendosa, sólo sentimientos de estupor y profundo respeto desenvuelve en el corazón.
¡El Niágara y el valle del Yumurí! —He ahí, virgen America, dos maravillosas preseas que adornan tu jigantesco talle. Como dos rivales hercúleos, el uno con su diadema de agrestes pinos, disputa entre los fríos lagos Erie y Ontario el lauro de la imponente magnificencia, y el otro con su corona de gentiles palmas proclama en la ardiente atmósfera de Cuba, el triunfo de la apacible hermosura.
Suelta el Niágara su encrespada cabellera de insondables cristales, y hace oír la potente voz de su torbellino á la distancia de nueve millas[1], presentando á la atónita vista el grandioso espectáculo de una colosal masa de agua que se precipita desde una formidable elevación, formando constantemente entre sus variados cuadros, una densa niebla donde se reproduce el fenómeno meteórico del iris celestial.
El valle del Yumurí, situado al N. O. é inmediaciones de la ciudad de Matanzas, circundado por las risueñas lomas, colinas y bosques de la Cumbre, y arrullado por las olas del mar, es un lago de esmeralda que, acaso por una conmoción de la tierra, abrió su boca en día remoto que se perdiera en la oscura noche de los siglos inmemorables, para vomitar las aguas que contenía, dando paso por la romántica garganta llamada El Abra, al río de su nombre que corre mansamente á ornar la antigua Yucayo con su serpentino ceñidor de plata.
—Su superficie compuesta quizá de nueve leguas, ofrece una inmensa manta de verde terciopelado donde campean la vigorosa vegetación tropical y grandiosidad del paisaje, presentando en variadas é infinitas formas los encantos de la visión.
Allí, fascinado el entendimiento, contempla en aquel admirable conjunto un inmenso cuadro en relieve que nunca trazaron mas bello los famosos paisistas de la escuela flamenca: aquí el Abra trae á la memoria un recuerdo de la pintoresca Suiza y en alas de su eco va á perderse á larga distancia la voz del estanciero ó el mujido de la vaca; divísase allá un bosquejo de algun punto de la célebre Escocia, cantado por los bardos; arrebata más allá la atención una parodia poética de algún paisaje de las márgenes del Rhin, y acullá un horizonte de oro y zafiro brindando al genio deliciosas perspectivas para inspirar sus inmortales pinceles.
Despiertan los sentidos á una nueva vida, y elévase la fantasía en alas del ambiente que baña ese Edén de los Trópicos. Inflámase la llama del entusiasmo en el pecho del artista que, abstraído en tan solemne contemplación, apura con avidez una tras otra sus delicadas impresiones:
descubre en lontananza las elevadas ceibas, palmas y árboles centenarios sumerjidos en un piélago de perenne verdura y besando con su ancha copa los tallos de las plantas rastreras que visten con su follaje el agreste cerro, donde entona su elejía la melancólica tojosa que perdiera su nido; mira á sus plantas extenderse mantos de aguinaldos sobre las risueñas colinas, desde cuya cuspide se precipitan por el opuesto lado raudales de eterna vejetación al fondo de los valles.
Observa allí la vista placentera los variados accidentes del terreno, ora en su estado virginal, ora en manos del agricultor: cúbrenlo lindos paños teñidos de verdemar y de otros colores. Oyense entre las cañadas titilantes arroyuelos cuyas orillas coloran silvestres flores, matizadas mariposas, y multitud de pintados insectos que por todas partes van pregonando la multiplicidad de la vida. Entre tanto, en las laderas de los alterosos bosques, levántase lujosos platanares, ó mecen sus penachos altivas palmas sobre las olas que teje la brisa entre dulces mares de susurrantes cañas.
El Valle del Yumurí es una copia de las encantadoras formas con que la fecunda imaginación de los poetas ha engalanado sus ingeniosos delirios. Su tranquilo aspecto, su impoluto cielo, sus auras deleitosas, su prestidijitadora escenografía, trasportan al hombre en espíritu á una mansión diversa de la suya, agena de terribles pasiones, donde «sólo una luz pura y apacible se difunde alrededor de los justos» y en medio de cuya excitación, recordamos dulcemente los Elíseos Campos ó los felices climas del planeta Júpiter, soñados por Flammarión.
El efecto que este nuevo Edén produce desde cualquiera de las numerosas eminencias que lo dominan, es tan embelesante y halagüeño, como un májico escenario al descorrerse la misteriosa cortina que lo cubre, ante los ojos del espectador, que apenas retira la vista del panorama que á su espalda le ofrece el mar, cuando se ve sorprendido por el paraíso que con graciosos contornos y risueñas tintas dibuja á sus plantas una naturaleza tan lujosa como inmarcesible.
Hasta el sol y el firmamento parecen enamorados de aquella tranquila comarca, acariciándola con su lindos atractivos. Espectáculo no menos interesante es admirar allí la bóveda celeste con su azulada trasparente capa tachonada ¡con tantos brillantes mundos estelares!
la luna tendiendo sobre la Zona Tórrida sus deslumbrantes raudales de luz, y en las frescas mañanas de enero contemplar á la modesta Diana, cubriendo su faz pudorosa con el velo de una densa niebla que paulatinamente se dilata por toda la extensión del Valle, en cuya peripecia, nuevos y curiosos objetos animan la contemplación del atento observador, hasta que el astro del día viene con sus dorados rayos á rasgar el denso manto de los vapores matutinos, descubriendo entre salvas de pajarillos cantores, bosques, prados, flores y aromas; los edificios de las quintas, ingenios, potreros, estancias, sitios de labor y ganados que que pueblan aquel inmenso verjel, del que nos apartamos llenos de sentimiento, volviendo á Matanzas con el ansia vivísima de renovar las impresiones de tan grato paseo.
José Florencio López.
(JACAN.)
Referencias bibliográficas y notas
[1] Cuando el viento y el tiempo son favorables, se oye á la distancia de quince leguas (N.del A.)
- López, José Florencio. “Una Ojeada al Valle de Yumurí.” La Ilustración Cubana, Noviembre, 1885, 250,257,258.
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