(…) Era una hermosa tarde de Mayo. Velados los rayos del sol por una transparente gasa de azul y blanco, coloraban débilmente los contornos de la capital de Cuba, reflejándose con tintas mas fuertes y brillantes en la colina sobre la cual se eleva el Castillo del Príncipe.
La brisa de los campos refrescaba el ambiente, abrasado pocas horas antes por los ardores de aquella misma hoguera misteriosa, cuya lumbre se apagaba entre las flotantes nubes, precursoras de la noche, y una multitud de carruages, que á manera de carros triunfales ostentaban con orgullo la opulencia y los atractivos de las graciosas habaneras, iba y venia por la calzada de San Lázaro, levantando montañas de, polvo, con el cual todas debían confundirse, unas mas temprano, otras mas tarde.
Conducido por modesto quitrín, atravesé penosamente aquel laberinto de parejas, de tríos y de ruedas, no sin pensar con amargura en el decidido empeño que formamos los mortales de aturdir con el incesante ruido de ficticios goces nuestros pobres sentidos, á fin de adormecerlos, á fin de impedirles devorar las penas, que sin aquel estrepitoso tumulto de creídos placeres aniquilarían de golpe nuestro corazón, al paso que así lo van royendo poco á poco ¡Risible farsa! ¡Retardar con paliativos una destrucción que al fin es inevitable! ¡Pretender que no sea lo que un poder mas fuerte que el hombre ha dicho, ha de ser!
El quitrín se detuvo en la división de los dos caminos: el de la Chorrera y el del Cementerio: bajé; La brisa juguetona de la tarde azotaba blandamente las aguas del mar, que formando pintorescas ondulaciones se apresuraban á besar los costados de un buque costero. Dibujábanse en el horizonte caprichosos festones de fuego y de violeta; y el abandonado, el negruzco torreón de San Lázaro, inmediato á la costa, aparecía en medio de las bellezas naturales de aquel sitio, como un genio maléfico en el palacio de una hada, como la conciencia escondida entre los deleites mundanos.
Cerca ya de la triste mansión que ha absorbido tantas felicidades, ajado tantas gracias, y consumido tantos planes de gloria y de salud, me asaltó una penosa reflexión, llenando mi alma de aquel oloroso sentimiento que, experimentamos al aspecto de una desgracia irreparable. Había dirigido al pasar una mirada sobre mi derecha: el Hospital de Lazarinos se había ofrecido á mis ojos: tenia delante de mí la Casa de Dementes, y me encontraba inmediato á la puerta exterior del Campo Santo. Amalgama terrible para los desdichados que, sufren y ríen en los dos primeros asilos que la piedad les ha consagrado, y cuyos tormentos y alegrías deben tener fin en el tercero.
Poseído de aquel respetuoso temblor que al mayor criminal asalta, al contemplar la imponente escena en que el hombre, y la religión se unen con vínculos indisolubles, atravesé la puerta de hierro interior, sobre la cual leí:
SOMERUELOS Y ESPADA: AÑO DE 1805.
—Hé aquí, dije, dos nombres que pasarán á la posteridad. ¿Dónde están los que los llevaron? Ellos mismos hicieron labrar estos sepulcros, en los cuales habían de confundirse algunos años después sus cenizas con las de aquellos que en vida no osaron acercárseles. ¡Fatal contribución impuesta á la raza humana por un momento de olvido! ¿Qué debe esperarnos, si á medida de esta pena, han de recibir nuestros crímenes un castigo?
Los hombres, que en todas las obras destinadas á descubrir sus flaquezas y nulidad, parecen dominados por la idea de atormentarse á sí mismos, han construido á derecha é izquierda de aquella entrada dos aposentos; uno para el cura, otro para el sepulturero. Como si dijéramos; para el que nos envía, y para el que nos recibe: para el fin de la vida, y para el principio de la muerte. ¿No es el pensamiento que sin duda presidió á la obra una misteriosa alegoría? Después de atravesar aquella puerta abovedada me encontré en el Cementerio.
Fórmanlo dos calles enlosadas en cruz, que dividen el terreno en cuatro cuadros iguales, circuidos de enrejados de hierro, con barrotes y perillas de bronce dorado, que la intemperie ha deslucido.
Al remate de la calle principal y en frente de la puerta, se vé la capilla, en la cual llaman la atención un cuadro deteriorado que representa la Resurrección universal, al fresco, y las Tres virtudes Teologales, pintadas sobre la puerta de entrada á ella y encima de las ventanas laterales.
Llenan ademas la capilla diez y seis pilares de color blanco, y entre ellos se ven ocho matronas, emblemas del dolor, con los ojos vendados y el vaso de la amargura en las manos.
El pórtico de esta capilla contiene cuatro columnitas, y en el frontispicio, que es un arco de medio punto, se leen los siguientes versículos formados con doradas letras de bronce.
Ecсе nunc in pulvere dormiam. Job. VI. (He aquí los que ahora en el polvo reposan.)
Et ego resuscitabo eum in novissimo die. Joan VII. (y yo les resucitaré en el último día, San Juan VI)
Sobre el mismo frontispicio del pórtico se eleva una cruz de piedra de regular tamaño, estando toda su parte exterior, así como la de la capilla, pintada de ocre rojo con manchas negras.
En la última no hay mas que un altar hecho de losa de San Miguel,[1] imitando la figura de un sepulcro, con dos pilastras doradas, y sobre su grada, igualmente de piedra, un Crucifijo de marfil colocado en una cruz de madera, cuyo pie descansa sobre un peñasco.
A todas horas del día y de la noche arde una lámpara delante del altar.
El virtuosísimo obispo Espada y Landa, á quien mas de una vez he citado, concibió la idea de la construcción de aquel Cementerio, en la cual solo se tardó poco mas de dos años, desde 1804 hasta 1806, siendo capitán general y gobernador de la Habana Someruelos, quien acogió con singular complacencia el proyecto del dignísimo prelado, auxiliándole con diversos materiales, y poniendo á disposición del maestro encargado de la obra todos los brazos útiles del presidio.[2]
Por su parte el esclarecido obispo contribuyó para la misma con mas de 22.000 duros, habiendo ascendido la cuenta total dé los gastos á la cantidad de 46.868, suministrados en parte por los fondos de fábrica de la catedral, en calidad de préstamo, y por algunas mandas piadosas, aunque estas en corto número.
Después de haber contemplado por espacio de algunos minutos el cuadro del último día del mundo, día en que al hombre no aprovechará para negar sus maldades la máscara hipócrita con que las cubre y cubrirá hasta entonces, salí de la capilla y me interné en el Campo Santo, en aquel cuadrilongo recinto de cuatrocientos sesenta pies Norte-Sur y de trescientos Este-Oeste, en aquella mansión ocupada por cinco mil sepulturas, y en la cual yacen reducidos á polvo mas de ciento cincuenta y cuatro mil cadáveres, que han entrado en los treinta y cuatro años que cuenta de vida.
Adorna cada cuadro del fatídico jardín una hilera de cipreses altísimos, y sobre ellos reposa el buho, que con lúgubre chillido aduerme durante la noche á la inanimada comparsa.
¿Por qué callan todos los convidados sumidos en perpetuo sueño? ¿Por qué no levantan ahora las cinceladas copas? ¿Por qué no repite los ecos de sus picantes epigramas el artesonado del suntuoso salón donde cantaron y bebieron? ¿Qué se han hecho aquellas deidades, que respirando juventud y lozanía animaban al enamorado poeta con celestiales sonrisas? ¿Duermen también aquí? ¿Y sus deliciosas esperanzas? ¿Sus proyectos? ¿Su hermosura? ¡Orgullo, vanidad, presunción! ¡Humo, tierra y gusanos!
En uno de los cuadros destinados á guardar el polvo en que se convierten ilustres generaciones, trabajaba un hombre…. no era el sepulturero, ausente á la sazón.
Su tez tostada y sus callosas manos revelaban al artesano infeliz que gana su amargo pan expuesto á los ardores del sol de los trópicos desde el toque del Ave María hasta la noche:
era un cantero, y se ocupaba, cuando yo le divisé, en colocar varias losas sepulcrales, que el cariño ó la fatuidad quería sustituir á las ya despedazadas ó viejas. Bendije, la favorable ocasión que se me presentaba de saber algunas particularidades del Cementerio, y desde luego me dirigí al trabajador, pidiéndole me mostrase la sepultura del amigo, cuyo recuerdo me había hecho penetrar en el recinto de la muerte.
¿Era hombre de campanillas? me respondió con voz acatarrada. — No, le dije; pero sí un hombre honrado.
—Porque si así fuese, continuó sin oír mis últimas palabras, lo hallaría V. allí, á la cabeza de los demás, en primera fila.
Ese es el sitio donde se entierran los generales y los magnates; y en el otro lado, enfrente de nosotros, los obispos, los frailes y los curas.
—¡Qué! murmuré tan débilmente como si los muertos pudieran oírme : ¿También en el mundo del olvido hay gerarquías?
—Mi interlocutor no me contestó: me miraba con estúpidos ojos: acaso no entendió lo que yo había dicho.
—Si ese amigo que V. busca , dijo, ha venido al Cementerio de poco tiempo acá, puede V. registrar las piedras nuevas, y leer los nombres de los que están debajo. Yo no sé leer, y así me sería imposible acertar con los deseos de V.; pero V. puede hacerlo, que no le costará mucho trabajo. — Mi pobre amigo no descansa abrigado á la sombra de rica losa de mármol…
—También hay sepulcros de piedra común; los de los pobres que… — No es eso lo que quiero decir: el hombre que busco ha dejado á su familia sumida en el mayor dolor: las lágrimas de su esposa no se han enjugado todavía, y V. sabe que las losas funerarias no se ponen el mismo día que se cubre de tierra el cadáver.
—¡Oh! Seguramente que no: hay que traerlas de bien lejos, pues no se trabajan en la Habana. — Mi amigo , pues, no tiene losa que indique donde yace.
—Entonces, trabajo le mando á V.: si á lo menos estuviera aquí el sepulturero, él podría satisfacerle, porque sabe de memoria todos los hoyos que contienen difuntos y las familias á que estos pertenecen ; pero ha ido á la ciudad
—Y dígame V. ¿no puede suceder que ese hombre se equivoque, y que fiado en su indicación, coloque un padre una lápida sobre el cuerpo de algún estraño, creyendo que abriga los restos de un hijo querido?
—¡Qué! No señor; eso no sucede, aunque nada tendría de particular, porque ¿qué importaría? La intención del padre siempre sería la misma…
Quedé admirado de la sencillez con que aquel hombre acababa de declarar una verdad, que es el mas fuerte argumento contra los que imaginan que nada hay mas allá de lo que palpamos, al mismo tiempo que su corazón jamas les impele á practicar una obra meritoria, falsamente persuadidos de que no hay virtud en hacerla , si no la recibe aquel para quien vá destinada.
El Cantero prosiguió:
—Vea V. ahí unos sepulcros que desde media legua se conocen, y le aseguro que esas piedras cuestan bien caras: es verdad que son de lo mejor que viene del Norte.
—¿Habla V. de estos que señalan ilustres dictados?
—Sí; y nadie puede negar que es hombre de habilidad el que ha labrado tan hermosos trofeos.
—Con efecto: mas no entiendo lo que significa un escudo de armas ó una corona de Conde sobre un sepulcro. Me parecía que de aquellas puertas adentro, no hallaría ya entre los que fueron hombres distinciones ridículas; porque, amigo, esas magnificas losas cubiertas de títulos en relieve, ¿impedirán que V. los pise, cuando tenga que remover las inmediatas? ¿No las levantará V. mañana acaso, si el agua abre en ellas una grieta? ¿No arrojará V. á un rincón esas armas, para poner en su lugar otras nuevas, que correrán la misma suerte al cabo de veinte, treinta, ó cuarenta años? ¡Cuánto mas elocuentes y modestas son las primeras piedras inmediatas á la Capilla!
Para los Presidentes Gobernadores.
Para los Generales de las reales armas.
Para los beneméritos del Estado.
Para los Magistrados.
Aquí no hay pompa, no hay nombres, no hay familias, no hay blasones: solo hay servicios á la patria. ¿Y al otro lado? — Veamos.
Para los Obispos.
Para las dignidades eclesiásticas.
Sacerdotes.
Tampoco hay nombres, ni pretensiones fosfóricas, pero sí virtud evangélica, humildad. ¿Y quién se atreve á ser soberbio en la huesa? — Si por ahí la toma V. ¿qué me dirá de una cabeza de muger y de unos signos estrambóticos que cubren toda la parte superior de cierta losa ? Por aquí ha de andar… Hela allí. — ¡Ah, buen Cicerone! Esas son las artes; ese es el genio. Apuesto que al cadáver aquí sepultado animaba una alma de pintor. Déjeme V. leer…
VERMAY.
Sus discípulos y amigos.
Estos son los únicos trofeos que el mortal puede ostentar con orgullo, aun después que no respira, porque en ellos deja una memoria de lo que fue; y lo que fue es lo que todos debíamos ser: virtuosos y útiles. — Si fue todo eso, bien merece una distinción encima de su sepultura. — Ya ha obtenido la mas dulce de cuantas se prodigan á los que no existen. — Con todo, señor mio; no ha visto V. esas otras losas. — ¿Qué leeré en ellas? Una enfermedad epidémica; una manía de hacer eterna nuestra vanidad. Bien dicen que esta dura mas que la vida; dentro de estas paredes hay sobradas pruebas. Sin embargo, debe ser bien infeliz la muger que ha hecho grabar este epitafio:
¡Madres desconsoladas, almas sensibles!
Si buscáis al que fue el mas tierno de
los hijos , aquí yace.
Apenas hube pronunciado estas palabras, oí que el cantero sollozaba: yo me enternecí también y le dije:
—Se conoce á una madre en todos sus afectos y palabras. ¿Qué pecho no se conmueve al escuchar tan patética inscripción?
—Escríbame V., me respondió temblando, ese epitafio en un papel, aunque sea con lápiz. — No tengo inconveniente, pero quisiera saber…
—Es que pienso colocarlo en la piedra de mi hijo, que murió hace quince días y está allí… el último de todos.
— ¿Ha perdido V. un hijo? Amigo, le tengo lástima, porque al fin sabe V. ya qué cosa es dolor. ¿Qué edad tenía?
— Seis años. — ¡Seis años nada mas, y V. le llora! Lamente V. mas bien la imposibilidad en que se halla de enterrarse con él. Compadézcase V. de sí mismo, porque vive.
— No comprendo eso. — No lo estraño, supuesto que los dos pensamos de distinto modo; pero créame: esa criatura, cuyo temprano fallecimiento contrista á V. tanto, debió haber sido conducida aquí con música. ¿Qué perspectiva le ofrecía el mundo? ¿Qué comodidades y regalos le esperaban? V. mismo que hoy le llora tristemente ¿qué podría darle si viviese? Un pedazo de pan regado con amargas lágrimas. ¿No es esto?
— ¡Oh! sí; pero al fin, yo era su padre — Enhorabuena: es decir que tendría V. un diabólico placer en considerar á su hijo cubierto de andrajos, despreciado, repelido de todas partes, sin mas recursos que un oficio miserable, y expuesto al furor de las enfermedades y dolores inherentes á la naturaleza humana.
Esto suponiendo que llegase á ser un hombre pacífico y honrado. ¿Y en caso contrario? ¡Qué satisfacción para V. la de saber que su hijo, convertido en miembro podrido de la sociedad, dado á la crápula y al libertinage, había corrido de desorden en desorden y de crimen en crimen, todos los escalones de su perversa carrera, para acabarla en un patíbulo!
— Por Dios, señor: qué pronósticos tan — Nada, nada, esta es, si V. quiere, una verdad terrible, pero también provechosa, porque no hay verdad que no lo sea. Por lo demás, estoy muy agradecido al favor que V. me ha hecho, acompañándome este rato, pues á encontrarme solo, no sé que género de ideas hubiera impreso en mi alma la meditación sobre estas tumbas: porque también mi alma padece, y no divisa el risueño horizonte en que terminarán sus tormentos.
Respóndame V. á una pregunta sola. ¿Le quedan á V. mas hijos?
— Tengo otros tres pequeñuelos. — ¿Sí? Pues bien. En pago de la condescendencia que ha usado V. conmigo, le voy á dar un consejo. Vaya V. á su casa: traiga los niños al Cementerio y entiérrelos juntos. Después de esto, si V. no es un imbécil, puede enterrarse á su lado.[3]
El cantero se separó de mí como horrorizado, no bien hube acabado de hablar. Un sudor frío bañaba mi frente, mis dientes se entrechocaban, y para no caer, tuve que apoyarme sobre la balaustrada de hierro que rodea los sepulcros. Un fúnebre presentimiento se fijó por algunos instantes en mi mente; cerré los ojos sin saber por qué, y mi corazón palpitó con fuerza convulsiva… Creí morir.
Ignoro lo que fue del cantero, pues no volví á verle, ¡Insensato! dije entre dientes. ¡Si habrá creído que yo soy un asesino! ¡Un asesino en el Cementerio! Imposible. Se levantarían los muertos y le arrojarían las lápidas sepulcrales. Sobre las tumbas solo pasea el desgraciado, cuya conciencia está libre de crueles remordimientos.
Era ya la noche. El trémulo farol de la puerta interior del Campo Santo prestaba al sagrado recinto misteriosa claridad. Un hombre se acercaba á mí cantando: era el sepulturero. Volviendo á cobrar las fuerzas que algunos recuerdos penosos habían tornado en melancólico abatimiento, me adelanté. Al acercarse él, me estremecí, y las palabras que iba á dirigirle quedaron anudadas en mi garganta. Por último, la misma repugnancia me dio aliento.
¿Puede V. indicarme el lugar que ocupa don N…? le pregunté sin mirarle. — ¿Por qué no? me contestó. ¿Vé V. esos dos sepulcros sin losa en el cuadro de la izquierda? — Sí. — El de mas allá. — Muchas gracias.
Dirigí mis pasos al paraje indicado y tuve el consuelo de orar sobre la tumba de mi amigo. ¡Ensanchóse mi oprimido corazón con la plegaria, volvió la tranquilidad á mi angustiado pecho, y dos gotas de agua brotaron de mis ojos, enjutos hacía tanto tiempo…!
Al salir del Cementerio encontré de nuevo á aquel hombre fatídico, y un supersticioso temor me obligó á hablarle otra vez.
— Este Campo es muy pequeño, le dije, para una población tan grande como la Habana.
— No, señor me respondió: es bastante proporcionado.
— ¿Muere mucha gente? — Así, así. El año pasado se hacía mas negocio.
— ¡Bárbaro! pronuncié en voz baja. — Repare V. en ese pedazo de tierra mas elevado que los otros. — Ya: habrá muchos cadáveres amontonados.
— Ha acertado V., pero pronto mudarán de sitio. — ¡Cómo! Eso seria una profanación. — No por cierto; mire V.: cuando el terreno forma esa altura, se saca la tierra con azadones, hasta igualarlo con el otro, y los huesos se depositan allí.
Diciendo esto me señaló con la mayor indiferencia cuatro osarios , que al pie de igual número de pirámides de piedra se veían construidos en los cuatro ángulos
del Cementerio.
Bibliografía y notas:
[1] Llámase así á una piedra obscura, durísima , de superficie plana, que se extrae de las canteras, cuyo nombre lleva.
[2] Así consta en una memoria que existía el año de 1830, en el archivo de la Biblioteca de San Francisco de la Habana. (N. del A.).
[3] No es supuesto este diálogo: realmente lo tuve con un cantero que removía las losas sepulcrales en el Cementerio general de la Habana, la tarde que yo lo visité. Hay momentos desesperados en la vida del hombre, momentos en que el corazón nada cree, y en que los labios blasfeman. Yo blasfemé aquel día.
- Andueza, J. M. (1841). Isla de Cuba: pintoresca, histórica política, literaria, mercantil é industrial. Recuerdos, apuntes, impresiones de dos épocas. Madrid: Boix, pp. 25-31
Deja una respuesta