por: Jorge Mañach Robato
Con haber sido una de las manifestaciones más prósperas de la cultura de Cuba desde que ésta es República, la pintura no ha ido más allá de una prometedora incipiencia. Ni presenta su desenvolvimiento, por consiguiente, aquellos ritmos y sectores naturales, aquellas espontáneas agrupaciones de orientación o de escuela, que tanto ordenan la ojeada a más amplios y cultivados panoramas. El desenvolvimiento pictórico en Cuba es un agregado aritmético de nombres, exento aun de geometría histórica.
No es posible, sin embargo, dentro de la economía de un mero artículo, abundar en la estimación de todos los aportes individuales que integran esa ejecutoria. Sobre confuso y prolijo, el intento resultaría particularmente baldío para los lectores a quienes se destina esta reseña. Llevando en cuenta, pues, ambas limitaciones, ensayemos una bisectriz entre la arbitrariedad de una síntesis abstracta y la prolijidad de una relación nominal.
Durante los veinticinco años, ahora cumplidos, de vida republicana, cubre la pintura en Cuba tres etapas vagamente deslindadas: un período primerizo, usufructuario del legado colonial, en que toda la preocupación artística se reduce a la faena de dos o tres pintores finiseculares del tipo naturalista y anecdótico; un segundo período de repercusiones innovadoras y eclécticas, en que las oportunidades republicanas dan sus primeras cosechas -casi todas de simiente impresionista-, y una época, la actual, de inquietudes modernizantes, en que no faltan temperamentos seriamente disciplinados y de riquísima promesa
Se comprenderá que España no había podido hacer mucho por despertar en Cuba el gusto de las Bellas Artes. En el primitivo ambiente insular, otros menesteres educativos de mayor urgencia absorbieron la atención de la Metrópoli, aun antes de que los esfuerzos de emancipación suscitasen su alarma. Existía, no obstante, desde el año de 1818 una Academia de Pintura y Escultura que se llamó de San Alejandro, en reconocimiento a su patrocinador, el intendente D. Alejandro Ramírez. De esta escuela, con cuya historia se vincula estrechamente, desde hace más de un siglo, el desenvolvimiento de las artes plásticas en Cuba, salió a fines del XIX una hornada de pintores excepcionalmente dotados. Dos de ellos se malograron en el extranjero: José Arburu y Morell y Miguel Ángel Melero. Otros dos vivieron para ser los maestros iniciales de la época republicana: Leopoldo Romañach y Armando Menocal.
Al advenimiento de la República, fueron éstos llamados a desempeñar sendas cátedras en la Academia de San Alejandro, y a su esfuerzo inspirador y docente -al de Romañach, sobre todo- se debe en gran medida la intensificación de la disciplina académica y la profesionalización de las vocaciones artísticas en Cuba, «tierra del Sol amada», generosa como el Levante español, en sensibilidades pictóricas.
Los artistas citados predicaron, no sin elocuencia, con el propio ejemplo. Leopoldo Romañach -a quien toda la juventud artística de Cuba tiene hoy por su más venerable maestro- ha sido un pintor distinguidísimo. Su cuadro «La Convaleciente», de novelescas vicisitudes, fué (porque ya no existe) uno de los trozos más honrados de pintura que se hayan hecho en Cuba. Esas y otras obras de Romañach recibieron premios en varias Exposiciones extranjeras, señaladamente en la internacional de San Luis ( 1904), donde se le otorgó al pintor cubano una medalla de oro al mismo tiempo que a Sorolla, por su lienzo «Otra Margarita». De formación italiana, la pintura anecdótica, sentimental y «pintoresca» de Romañach, con su factura sabia -y hasta erudita- en los trucos de taller, ha creado escuela entre nosotros. Para bien y para mal, como puede colegirse. Si inició el noviciado cubano en los secretos tradicionales de la técnica descriptiva, también es cierto que legó a esa juventud un estilo, una manera de la cual ha venido lib11rándose no sin bravo esfuerzo. Armando Menocal, José Joaquín Tejada y algún otro fueron pintores menos destacados que Romañach, pero igualmente fieles a sus gustos mozos – la flaca herencia del historicismo español, del anecdotismo italiano y francés.
En 1905 ya comienza a acusarse un deseo de novedad en Cuba. La Exposición de pintura francesa (Jean Paul Laurens, Rafaelli, La Touche, Chabas), que se celebra aquel año en el Ateneo de la Habana, sacude los espíritus. Correspondiendo a un desperezamiento general de la cultura, entumecida por el utilitarismo y el regodeo político de la trasguerra, se inicia un período de inquietud, de curiosidad y de militancias estéticas. Ofrécense las primeras Exposiciones de artistas cubanos. Surgen el cartel y el humorismo gráfico. Las corporaciones celebran concursos de estímulo, y el Estado y los Municipios empiezan a conceder becas y pensiones para facilitar a la inspiración joven el aprendizaje extranjero.
Los envíos de estos pensionados primero y su doméstica cosecha después forman el grueso de la ejecutoria artística durante el nuevo período. Esteban Valderrama es, acaso, el primero de los pintores de la nueva generación que se destaca con relieve parejo al de los maestros finiseculares. Su arte representa la transición entre el concepto académico, formulista y penumbroso, y las nuevas vislumbres del impresionismo, atisbadas en Francia. Su contemporáneo Manuel Vega -cuyo lienzo «Caravana de ciegos» llamó poderosamente la atención en la reciente Exposición de Los Ángeles- expresa un agudo instinto realista, una sensibilidad educada en los clásicos y adicta a los más sobrios e intensos aspectos de las cosas. Incidentalmente estos dos pintores jóvenes representan las dos tendencias cuya fusión va a introducir; como en seguida veremos, cierta peculiaridad en la pintura cubana posterior.
La manera impresionista, que por su índole y origen tiene especiales afinidades con el paisaje, halla brillante expresión en la obra de Domingo Ramos, el más notable de nuestros paisajistas ya cuajados. Aquella «escuela de vibraciones, de alardes luminosos, de audaces análisis cromáticos, seduce la retina tropical. Se piensa un momento que va a ser el imperativo pictórico de la Tierra, Un viejo cronista informa que, ya a comienzos del pasado siglo, los ricos cubanos, cuando encargaban un retrato, lo querían «sin sombra; es decir, sin claroscuro». Esta preferencia simplista la comparten también, menos elementalmente, los propios pintores. Hijos de una tierra de luz, se inclinan hacia aquella modalidad pictórica que más esplendores comporte. (La peregrina teoría de que la luminosidad en la pintura se manifiesta en proporción inversa a la del ambiente físico, aun no ha merecido una aceptación concluyente). Y así, cuando comienza a adquirir alguna insurgencia nuestro arte, cuando los pintores cubanos se dan primera cuenta de que cada uno de ellos es su venero único de originalidad, ceden al instinto de luminosidad y se afilian, en la forma al menos, al credo impresionista que les trasciende, ya bastante trasnochado, de los talleres de Paris y de Madrid.
En la forma, al menos, digo, porque el fondo de inspiración ya es otra cosa. Artistas de estirpe hispánica más o menos pura, sienten en la fibra los dictados realistas del temperamento racial, o de sus contagios, y se interesan, como los pintores del solar, en los aspectos graves y dramáticos de la vida. Pintarán, si, con gayos y festivos colores; pero su mensaje estético, su actitud hacia los asuntos representados serán de una «seriedad» castellana. Claro es que esa intención, ese afán tras el carácter, no se revelan todavía de una manera ni ponderada ni enfática.
Es una simple predilección natural. Pero la tendencia me parece manifiesta, y en esa dualidad, en ese contraste del fondo sombrío y grave con las formas esplendentes y ágiles del impresionismo y de sus derivados, es donde creo advertir la primera orientación espontánea de nuestros pintores jóvenes más representativos Manuel Mantilla, Ramón Loy, Eduardo Abela y otros más
en agraz.
Ya digo, sin embargo, que es ésa una tendencia primeriza. Añadiré que tampoco es única ni exclusiva. La novedad, la moda, ejercen también su tentación sobre estos curiosos cisatlánticos. Los mismos pintores adictos a ese impresionismo realista -gente joven ávida de ir con su tiempo- han evolucionado posteriormente, por las más sinuosas rutas, hacia las nuevas especulaciones y experimentos. Otros en quienes -tal vez por defecto de brío original- nunca se manifestó netamente aquella dualidad, se han mantenido. vagamente fieles a un realismo a la vez formal y de fondo, a un simple verismo descriptivo. Predomina todavía en ellas el empeño de representar directamente el natural, sin buscarle demasiadas implicaciones psicológicas o espirituales.
La actividad artística que esos dos grupos sustentan, débele inestimables auspicios y estímulos a la Asociación de Pintores y Escultores, institución meritísima que se fundó en 1915 y que ha sido desde entonces, con la aludida Academia de San Alejandro, «pioneer» del movimiento artístico en Cuba. La escasa protección oficial ha obligado a los artistas cubanos a depender de su propio ahínco para la «Formación de ambiente» en una atmósfera espesa de utilitarismo y de política.
Pues bien: fué en la Asociación de Pintores y Escultores donde se dió, a fines de 1924, la voz de alerta a las nuevas tendencias pictóricas ya cuajadas en el extranjero. Una Exposición de la artista árabe de Montparnasse, Radda -en quien André Salmon y otros estetas franceses de vanguardia acababan de descubrir una poderosa visión «surréaliste»-, viene a ser nuestro saludable escándalo cezannesco. Los postulados de la nueva estética -expuestos por quien esto escribe-, se acogen en tónicos vituperios. Pero queda la simiente. Desde entonces, sensibilidades nuevas, en el arte y la crítica, van contagiando a la juventud artística la curiosidad receptiva de los nuevos modos y maneras.
Bibliografía
- Mañach, J. (1928, enero) La Pintura y la Escultura en Cuba desde 1902. Revista Social. pp.32,81,94
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