Bonifacio Byrne y el Chino Criollo en Pueblo Nuevo, Matanzas. Por los años 1873 y 1874 ¿qué chiquillo no conocía en Pueblo Nuevo al chino Cirilo? ¿Qué madre no le esperaba impaciente detrás de la puerta, para ponerse al habla con él?
¡Oh! Cirilo era sin persuaje importante en grado sumo. Al columbrar la figura de Cirilo surgiendo en lontananza, no había chicuelo que no se alborozase, presintiendo el deleite que le aguardaba.
¡Ahí viene Cirilo! Así exclamaban, con el mismo placer con que debieron anunciar los israelitas la caida del maná en el desierto.
En cada casa, donde era esperado, bajaba Cirilo su tablero de dulces, y en torno suyo agrupábase la gente menuda, batiendo palmas y haciendo otras demostraciones de indecible alegría y de inmensa satisfacción.
¡Oh, aquel tablero! Imagináos unas veinte o treinta tazas llenas de dulce en almíbar hasta el mismo borde, todas unidas, todas apretujadas, para aprovechar mejor el espacio que se les destinaba. A los pequeños se les iban los ojos trás las tazas colmadas de sabrosas tajadas de naranja, de magníficas ciruelas pasas, de rico mamey de Santo Domingo, de nítido coco rayado, de amarillas yemas dobles, de jugosa piña, sin perder de vista las bandejas llenas de dorados polvorones, de apetitosas panetelas borrachas y de nevados merengues.
No faltaban tampoco la compacta y pegajosa alegría de ajonjolí y los atrayentes coquitos quemados, así como las sólidas tajadas de cidra y de toronja. ¿Y los alfeñiques y las melcochas? Allí estaban, como si esperasen los dientecillos de los chiquitines para ser devorados.
Pronto veíase Cirilo aligerado del peso de su mercancía, pues el tablero se le vaciaba, mediante el consumo de las golosinas y los dulces con que el público se regalaba el paladar.
El pobre Cirilo…
¡No! No es de esa manera como debe continuar este relato, sino así: hallábame un domingo, al medio día, de visita en una casa situada en la calle de Buen Viaje, cuando de súbito me llamó la atención algo así como el frenético galope de un monstruo, atravesando una llanura. Oí, a la vez, el resoplido de una respiración jadeante, como el aire escapándose de un fuelle agujereado.
Me asomé a la puerta, y entonces ví que el infeliz Cirilo avanzaba corriendo. Parecía un matarife, porque su traje estaba todo manchado de sangre, de su propia sangre. Cirilo corría, volviendo aterrorizado la cabeza para mirar hacia atrás, con los ojos casi fuera de las órbitas….
Le ví ante la puerta de un solar, casi frente a mí. Cayó boca abajo, y de cuando en cuando, mientras duró su breve y rápida agonía, advertí que alzando su cabeza, fijaba en el cielo sus ojos, llenos de mansedumbre y de tristeza.
Dobló una vez la cabeza, y ya no volvió a levantarla de nuevo. Había muerto. Vino más tarde el Carro de La Lechuza y se llevó el cadáver del chino dulcero, que fué el amigo de los niños durante muchos años y en quien ellos pensaban risueños, a la hora de entrar en el colegio y a la hora del regreso al hogar paterno.
El asesino de Cirilo fué un moreno, que le compró unos dulces, se los comió negándose luego a pagárselos. Cirilo reclamó y se cuenta que incómodo le lanzó aquél una frase en que siempre salen a relucir las pobres madres…
El asesino era un hombre degenerado. Sacó un cuchillo y le asestó al dulcero una puñalada en la yugular, emprendiendo acto continuo la fuga.
Así fué como desapareció Cirilo del mundo de los vivos. No hubo más detalles. Sé que sentí su muerte, por él y por los niños. ¡Naturalmente!
Bonifacio Byrne Puñales el Poeta de la guerra.
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