
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Carta de José María Heredia a Domingo del Monte desde Filadelfia, abril 15 de 1824. Diez días ha que estoy en esta famosa Filadelfia. Su situación es muy ventajosa, pues está fundada entre los ríos Delaware y Schuylkill; el primero de los cuales la sirve de puerto, y el segundo la provee de agua para el uso de sus habitantes. Mil veces habrás oído decir que es una de las ciudades más regulares del mundo, y es verdad.
Todas sus calles están tiradas a cordel, y se cortan en ángulos rectos. Las que corren paralelas con los ríos se llaman primera, segunda, etc., hasta la décimatercia; y terminan en la magnífica plaza que se llama Central Square, porque, en efecto, será dentro de algún tiempo el centro de la ciudad. De allí vuelve a empezarse la misma cuenta, con la sola diferencia que se llaman primera, segunda, etc., del Schuylkill, las que están de Central Square para él; y lo mismo las otras del Delaware, advirtiendo que las vecinas a los ríos se llaman del frente.
Las dos principales calles, que son más anchas que las otras, se cortan en Central Square; y se llaman calle Ancha y calle Alta o del Mercado. Las calles numeradas que corren paralelas con la Ancha se llaman primera, segunda, tercera, etc., del Sur, en la parte en que están al Sur de la calle Alta; y del Norte en la que se halla a este lado. Las otras calles que corren paralelas con la Alta y se cruzan con las numeradas, tienen los nombres de los árboles que las adornan. Con esta relación te creo en estado de formar un plano de Filadelfia.
El Mercado es muy extenso y está sostenido por más de 300 pilares, a mi parecer; pero me agrada más el llamado de Fulton en New York, que, aunque más pequeño, está más aseado, y en disposición de que el comprador en un corto paseo examine cuanto hay en él; para lo cual necesitaría aquí andar cinco o seis larguísimas cuadras.
La calle de moda, y por lo mismo más concurrida, es la de Chesnut, donde se hallan paseando las muchachas bonitas, que aquí abundan más que en ninguna otra parte de los Estados Unidos. ¡Cuánto me he acordado al verlas de tus lamentaciones sobre la escasez que de ellas se sufre en M…!
Los edificios y establecimientos públicos más dignos de atención son el Banco de los Estados Unidos, el de Pennsylvania, el de Girard, el de Filadelfia, el Salón Masónico, la Prisión, el Museo, las Iglesias, la Casa de la Moneda, la Biblioteca Pública, la Casa del Estado, el Hospital de los Cuákeros, que es admirable, y las obras de agua.
El Banco de los Estados Unidos es todo de mármol blanco, y del gusto griego más sencillo y puro. Consta de un solo piso: está aislado entre una gran baranda de hierro, y presenta a Chesnut Street y a la calle paralela dos fachadas iguales de la más sublime belleza.
Consisten en un pórtico de ocho soberbias columnas, a que se sube por dieciocho escaños de mármol blanco también: cada frente sólo tiene una puerta, y señalado el lugar de otras dos, y tres ventanas con tablones soberbios de mármol. El edificio recibe su luz por las ventanas de los costados.
Sin duda es el más bello que he visto sobre la tierra; y me gozo en pasearme debajo de su pórtico, donde siempre reina una deliciosa frescura. Creo que en esta fábrica se tomó por modelo el Partenón de Atenas; pero dudo que éste, aun en tiempo de su mayor lustre, igualase en sencilla elegancia y belleza al edificio americano.
Aun no está concluido un frente, y cuando lo esté y grabe su copia, te enviaré un ejemplar. Pero ninguna pintura puede volver la pureza y transparencia del mármol, ni presentar a la vista atónita el esfuerzo vencedor del ingenio humano. El salón principal donde se despacha y paga, es suntuoso, aunque sin ningún adorno extraño; pero ¿acaso lo necesitan aquellas seis columnas que sostienen una bóveda tan vasta y resplandeciente?
Los Bancos de Girard y Pennsylvania son del mismo gusto; aunque no alcanzan en belleza y suntuosidad al de los Estados Unidos. El de Filadelfia, el Masonic Hall, y una iglesia que está cerca del Central Square, son del gusto gótico; y también notables.
La iglesia más hermosa es la primera presbiteriana, que está en Washington Square; y parece un templo antiguo griego en su pórtico y columnata. También es digna de examen la escuela de sordomudos, que está en la calle Alta.
La Casa del Estado está muy lejos de la suntuosidad y belleza que tiene la de Nueva York.
El Museo es digno de atención, sobre todo por el esqueleto de mammouth que en él se encuentra. Todas mis impresiones anteriores desaparecieron a su vista. Jamás objeto alguno excitó en mi mente más viva impresión, ni dió lugar a meditaciones más profundas.
La presencia de los restos enormes de un animal monstruoso, que ha desaparecido de la tierra, a la vez de llenar de admiración con su grandeza, que casi pasa de los límites de lo posible, no puede menos de llevar al espectador hondas cavilaciones, precipitándole en el abismo insondable de los tiempos y hacerle buscar alguna luz en su oscuridad con la formación de sistemas.
Sería un absurdo pretender que un cuerpo tan perfectamente organizado es sólo un juego de la naturaleza; y aunque alguno con afectado escepticismo lo pretendiese, la vasta cantidad de restos suyos que en varias partes del globo se han mentado, bastaría para probar que existió en efecto la raza espantosa a que pertenecían; y que animada, como nosotros, de un soplo de vida, hizo temblar bajo su peso la tierra que habitamos.
Los hombres atónitos han descubierto sus huesos en los campos americanos y en los desiertos de Siberia. Pero ¿en qué época fijar su existencia? ¿Encuéntranse acaso en ningún pueblo del globo noticias de esos seres monstruosos? No: Ni los mismos habitantes de la tierra en que se han hallado los restos, saben nada de ellos por sus tradiciones históricas. Sólo una fábula de los indios norteamericanos puede aplicárseles.
“Ha como diez mil lunas”, dicen ellos, “que cubría la tierra una raza de seres invencibles y maléficos: eran grandes como las montañas: impetuosos como el águila que se arroja a su presa desde las nubes; y veloces como el relámpago del cielo… los lagos se secaban cuando apagaban en ellos su sed… Las flechas caían inútiles de sus impenetrables cuerpos… Los hombres pálidos preveían su total aniquilación… El grito de aflicción se alzó de los cuatro vientos y llegó a los oídos del Gran Espíritu, que lanzó sus rayos contra los opresores de la tierra… Todos cayeron; y uno solo, desafiando la cólera celeste, alzaba con horrendos bramidos su altanera frente, y se despeñó en fin en las ondas del Océano”.
No sé si mi memoria habrá retenido fielmente estos renglones que no me acuerdo donde he visto; pero no pude menos de recordarlos al ver el mammouth. En efecto, si era carnívoro, como lo hace creer la forma de sus dientes, fué necesaria la destrucción de su raza terrible, para que la débil familia humana pudiese extenderse sobre la tierra.
En fin, no acabaría si tratase de decirte todos los pensamientos que excitó en mí ese resto informe de un mundo primitivo, sepultado, destruido con todos sus seres animados, en alguna revolución de la naturaleza. Después de siglos y siglos han aparecido esos huesos, para indicárnoslo, como el desnudo mástil de un navío, que arrastrado a las playas por las ondas, anuncia vagamente un ignorado naufragio.
Y nosotros, nosotros también, sufriremos igual suerte el día que se abra una página de cólera en el libro eterno de los destinos, y los seres que nos sucedan buscarán tal vez noticias nuestras tan vanamente como nosotros queremos penetrar en las tinieblas insondables que nos separan de la época en que existió sobre la tierra ese gigantesco cadáver.
Regiones de conjeturas en que se pierde el entendimiento, y se fatiga en vano la misma imaginación, y se detiene con espanto… ¿Qué es, pues, el hombre, si no alza los ojos al cielo y espera allí un asilo inmortal?
Las obras de agua, o Water Works, como ellos dicen, están como a dos millas de la ciudad. Una cascada del río Schuylkill hace mover una inmensa rueda de madera, que pone en movimiento dos émbolos, por cuyo medio se hace subir el agua del río a los estanques de depósito, que están sobre un monteciIlo inmediato, a 36 pies, creo, de altura sobre el nivel del río.
Desde allí se distribuye a toda la ciudad por conductos subterráneos : de modo que en cada cuadra hay una bomba, y todo el mundo tiene cerca el agua. Lo mismo es en New York. El costo de estas obras se regula en 400,000 pesos; y la cantidad de agua que se obtiene es de tres millones de galones cada 24 horas.
El río forma allí una cascada artificial de poca altura, pero de una vista deliciosa. Figúrate un lienzo de cristal de más de mil pies de largo, que resplandece con todos los rayos del sol: agrega la vista romántica de los peñascos vecinos, del puente cubierto sobre el Schuylkill, y de las alturas inmediatas, que ellos llaman Monte Hermoso, cubiertos de arboledas y quintas; y tendrás una idea de la belleza de la escena.
El teatro que está en Chesnut Street tiene su fachada de mármol muy elegante y bella, con tres puertas en el piso bajo, y una pequeña columnata en el segundo. A los dos lados hay dos estatuas también de mármol que representan la comedia y la tragedia. En lo interior tiene sólo tres órdenes de palcos; y en su belleza y decoración es inferior al de La Habana.
Filadelfia es la primera ciudad de los Estados Unidos. Su población excede de 100,000 almas y aun dicen que de 130,000. Es bellísima; y debe serlo aún más cuando los árboles que adornan sus calles y plazas estén en completo estado de vegetación.
Sin embargo, aquella misma regularidad de sus calles y casi completa igualdad de sus edificios, causan no sé qué fatiga al que los contempla; y como que me abrumaba el cúmulo de esfuerzos reiterados e iguales, que debió costar a los hombres la erección de aquellas filas de casas tan uniformes e inmensas.
Di, si quieres, que soy un majadero; pero esto es lo cierto; y por lo mismo me agrada más la brillante irregularidad de New York. Cuando desde el depósito de agua que domina a la ciudad, eché la vista sobre ella, no sabía qué le faltaba; hasta que observé que sólo sobresalían dos torres de iglesias en aquella masa inmensa de habitaciones de hombres. Estas mismas torres vistas al venir desde el río, en un día nebuloso, parecen dos fantasmas suspendidos en los aires sobre la ciudad, a causa de su aislamiento y elevación.
Aquí, como en Nueva York, he sido testigo de varios incendios; y creo que no te disgustará saber algo de cómo se trata eso por acá. Al grito de alarma dado por el amo de la casa, o el watchman estacionado en la esquina, si es en medio de la noche, se derraman por las calles los muchachos gritando fire, fuego; y como por encanto aparecen al punto tres bombas de incendio con sesenta o cien hombres para servirlas, que se llaman fireman, hombres del fuego: hasta 32 bombas he visto una vez.
Sin estruendo ni confusión alguna se aplica una manguera a la bomba de la calle y se lleva el chorro de agua a la casa incendiada a donde lo dirigen por una especie de canuto los firemen. No se ve allí ni soldados, ni agente alguno de la administración pública.
Los solos aseguradores andan apurados; y para los demás es aquello una fiesta. El habitante de la casa sale de ella, y con la frialdad más singular se sienta en la puerta de enfrente a ver la jarana, sin apurarse por los muebles que le han de pagar si están asegurados, como casi todos lo están.
El Director de la primera bomba que llega coge su bocina, y manda la maniobra. Al punto se congrega mucha gente pero a nadie se obliga a trabajar, y sólo los muchachos manejan las bombas. Si la entrada está cerrada por el fuego, se aplican escalas a las ventanas, y por ellas penetran los firemen a sacar trastos y a dirigir el agua. Se acaba el fuego, y cada cual se vuelve a su casa con la misma inalterable gravedad.
Referencias bibliográficas y notas
- Publicada en La Moda o Recreo Semanal del Bello Sexo, T. I, pp. 52-57.
- Publicada en Grandes Periodistas Cubanos, Tomo VI, “José María Heredia – Revisiones Literarias”, Selección y prólogo de José María Chacón y Calvo | Publicaciones del Ministerio de Educación Dirección de Cultura, La Habana 1947: pp. 40-47
- José María Heredia en Escritores y Poetas.
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