Carta de Heredia a Emilia, Tarpaulin-Cove, noviembre 31 de 1823
Amiga de mi corazón:
voy a empezar a cumplir la promesa que te hice de escribirte sobre el suelo de mi destierro, aunque no he llegado al término de mi viaje. Cercado de seres extraños, de quienes sólo oigo voces bárbaras e incomprensibles, y herido por el aliento helado de este clima, tomo la pluma para que la ilusión de hablar con mi Salvadora, con mi amiga dulcísima, con mi hermana en amor, me haga olvidar algunos instantes de horror de mi situación presente.
No trato de renovar aquí el cuadro tremendo de los días de mi proscripción. ¿ No lo viste tú, y no te unió la simpatía mas viva a mis dolores y peligros ? Cada vez que vea a la luna resplandecer en un cielo purísimo y refractar sus rayos la calma superficie de las aguas, se me representará la última noche que pasé en las orillas del San Juan. Oiré la señal tan esperada, veré a la joven celestial que con sus cuidados afectuosos templó el horror de mi estado, ocultar sus lagrimas y tenderme la mano para darme el último adiós; sentiré palpitar el corazón de mi Salvadora sobre mi corazón desesperado, y temblar bajo mis pies la frágil barquilla que burló la venganza de los tiranos.
Alejábame en silencio de aquella tierra adorada y funesta, y sentado en la proa de la débil embarcación, no podía discernir mis sentimientos: mis ojos se fijaban alternativamente sobre la ciudad donde lloraban por mí tantos objetos queridos, y el castillo donde la tiranía más insolente y feroz había encerrado a mis desgraciados amigos, y tenía abierto mi calabozo. Me sentía movido a la vez de ternura y de furor; mis ojos estaban secos al llanto, mi cabeza era un volcán abrasado, y el infierno y la muerte estaban en mi corazón.
Más de una vez me sentí tentado a arrojarme al mar, y acabar con mi vida, y creo que sólo me contuvo la idea de morir sin venganza. Proyectos de sangre y ruina se presentaban a mi mente, y sólo en ellos hallaba un alivio espantoso… Me horrorizo al recordar de lo que hubiera yo sido capaz en aquellos momentos terribles.
Pasé la noche a bordo a pocas varas de distancia del fatal castillo, y mirando las luces de algunos de los calabozos. A la madrugada se levó el ancla, y me estremecí cuando vi desplegarse las velas, que llenas de un viento fresco me arrebataron por el mar. Encalló el buque, y entre la confusión universal, casi sentí un secreto gozo de verme así detenido en la fuga que emprendía. Remedióse el mal y todo el día siguiente lo pasé sentado en la popa, mirando estúpidamente a la costa, hasta que la distancia me la fué ocultando. Toda ella había desaparecido ya al caer la tarde, y sólo el Pan de Matanzas se alzaba todavía como un escollo en medio del mar. Las sombras de la noche le fueron envolviendo, y todavía mi vista se esforzaba a penetrarlas, y a echar una mirada de despedida sobre la tierra que me vió nacer. Un relámpago me la hizo ver por la vez postrera.
¿Qué decir de la navegación? Temporales como de la estación, que nos azotaron, venían seguidos de grandes calmas, en que el mar embravecido, presentaba todavía el aspecto de la pasada tempestad. El frío de la entrada del invierno, nos incomodaba sobremanera, y yo sobre todo, que iba vestido tan a la ligera como en nuestro ardiente clima, quizá hubiera perecido sin la humanidad del capitán que me dió una parte de su ropa.
Jamás he temido menos los peligros del mar. Siempre he hallado una especie de placer en contemplar el furor de sus elementos desencadenados y confundidos, y jamás he escuchado retumbar un trueno sobre mi cabeza sin sentir una emoción vivísima y sublime. Pero ahora en la mayor furia de la borrasca me pasaba horas enteras sentado en la popa, mirando al mar enfurecido o al cielo cubierto de nubes espantosas, y riendo a veces del afán de la tripulación, y de su confusión y clamores. No me sucedía así cuando ha cuatro meses venía de Puerto Príncipe, y se me presentaba un porvenir afortunado y tranquilo. Sin duda el precio de la vida disminuye mucho para el desgraciado, que sólo ve la existencia erizada de crímenes y de dolores, y mira en el sepulcro un asilo contra las borrascas del mundo y las injusticias de los hombres.
Los vientos contrarios que no nos permitían montar el cabo Cod, nos han hecho detener en este fondeadero, en una de las pequeñas islas que están junto a Falmouth, en la costa de Massachussetts. Bajé a tierra, y vi con horror lo que es invierno. Un río estaba ya helado. Todo el campo parecía consumido por un incendio reciente. Ninguna yerba pudo consolar la vista de esta aridez espantosa. No se ven ni un hombre, ni un animal, ni un insecto. Los dos únicos edificios en que los ojos pueden descansar, el faro y la posada, cerrados cuidadosamente por todas partes, tienen aspectos de sepulcros. Si quiero ensanchar el cuadro veo un cielo nublado por todas partes, que se confunde en un horizonte dudoso con el mar cerrado de niebla… Paréme estremecido, y creía que me hallaba con Milton en la inmensa soledad donde se alza el trono de la muerte.
Sin duda este funesto cuadro resfrió mucho el entusiasmo con que saludé la tierra de libertad en que se abre un asilo inmenso a todos los oprimidos de la tierra, y donde el hombre seguro con el testimonio de su conciencia, y bajo la égida de una sabia legislación, alza la frente al sol, y no tiene que temer más que a la ley, que protectora del inocente, es infalible y sin piedad en la satisfacción de sus agravios.
Fui a ver el faro, que está al cuidado de un soldado de marina, que perdió una pierna en un combate naval, de la última guerra con los ingleses. Su patria agradecida provee de este modo a su subsistencia, y le recompensa de la sangre que por ella vertió. La limpieza de su habitación, el aseo de su persona, su mujer y dos hijos, en cuyos semblantes robustos se veían fuertemente caracterizadas la salud y la dicha, y un pequeño establo en que había una vaca y muchas aves, me disiparon la impresión triste que me causó a primera vista su pierna de palo. Subía la escalera con la mayor agilidad, mis miembros entorpecidos por el frío no me permitían seguirle, y dos o tres veces se paró a esperarme, me miraba con lástima, y tomando entre las suyas una de mis manos heladas, me dijo algunas palabras afectuosas e incomprensibles.
El frío horroroso me ha forzado a acogerme a la casa y a buscar la consoladora chimenea. Acabaré esta carta y me pondré a revolver periódicos de que no entiendo una sílaba. A no ser por la observación curiosa del traje y modo de estas gentes, me devoraría el tedio en este aislamiento absoluto.
Adiós, Emilia mía.
Referencias bibliográficas y notas
- Publicada en El Iris. Tomo II. No. 26. Pág. 99. Junio 14, 1826 | El Iris fue una revista literaria en México. A cargo de su edición estuvo Heredia y los italianos Claudio Linati & Florencio Galli.
- Heredia, José María. Prédicas de libertad, Cuadernos de cultura IV, Secretaría de Educación, La Habana, 1936, pp. 128-132
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