A través de los Campos de Cuba: El Central Nombre de Dios una poderosa fábrica de azúcar cerca de Güines. Don preciado es la popularidad en todos los órdenes, porque poseerla implica una fuerza poderosa. Pero en el campo de actividad en que más pueden apreciarse sus beneficios, es en el industrial.
Anhela el político la popularidad con explicables ansias; más en ella suele encontrar, en ocasiones, su propia ruina y, en definitiva, resulta la suya siempre una popularidad precaria. No así el industrial que, una vez que ha logrado alcanzarla, sin esfuerzo mayor, consigue retenerla esclavizada. ¡Cuánta sangre dieran de sus azules arterias los pobres artistas consagrados por poseer esta divina virtud!
Alguien ha dicho que es mucho más difícil sostener en el cartel de la fama el nombre triunfante, que llegar a conquistarlo. Y es muy cierto, con respecto al artista. No ocurre así con el industrial. El industrial ata la Fama al poste de su vivienda y ya nadie logrará desvincularla.
En Cuba, uno de los nombres de más prestigio social, de más franca y positiva popularidad, es el doctor Ignacio Plá Muro, y nadie ignora el por qué de esa popularidad extraordinaria.
Ignacio Plá Muro es el dueño de uno de los centrales azucareros más importantes de esta provincia habanera, y de toda la isla —el ingenio “Nombre de Dios” ubicado a tres kilómetros de distancia del pueblo de Güines—, la inmensa producción de azúcar que obtiene anualmente, llena todos los mercados desde hace años.
Entre los orgullos de Cuba figura el citado Central como uno de los más legítimos en el orden industrial, porque no es sólo un factor de la riqueza pública un emporio de esa naturaleza, sino que, con él, queda de relieve la capacidad del país.
En los tiempos actuales no basta para dar el concepto de las aptitudes de un pueblo, el vigor de sus intelectuales, sino que es preciso que en todos los aspectos de la actividad humana, descuelle igualmente. Grandes empresas industriales poseemos, pero muy pocos superan, en el giro que le es propio, a este fecundo central azucarero.
Por eso la extraordinaria noticia que de boca en boca corría, al finalizar el año pasado, por todos los centros financieros y azucareros, dejaba a todo el mundo estupefacto. Por no se sabe qué designio de la Suerte, negra y casquivana siempre, el poderoso central fué destruido por las lenguas de un incendio voraz. Se lamentaba el hecho, a raíz del siniestro. Pero cuando realmente quedó todo el mundo perplejo, fué a los cuarenta días después.
El ingenio, por arte de magia, al parecer, firme sobre un nuevo andamiaje construido velozmente, había comenzado de nuevo su molienda. ¿A qué manos potentes podía deberse aquella obra magnífica? Visitamos entonces al doctor Ignacio Plá, antiguo amigo nuestro muy querido, para hacerle presente las más vivas muestras de felicitación cordial por el grandioso éxito alcanzado.
Nos recibió, con la gentileza conque sólo él sabe hacerlo, en su elegante morada de esta capital. Su modestia le obligó a declinar toda clase de triunfos para su persona.
—Todo se ha debido —nos dijo escuetamente— a la maravillosa energía dinámica del hombre que administra el “Nombre de Dios”, desde hace mucho tiempo.
— ¿Y se llama…?
—Don Arturo Serra.
Ayer nos hemos dirigido al central Nombre de Dios, con el propósito de informar a nuestros lectores de cómo ha sido posible llevar a cabo semejante maravilla. Hicimos el largo viaje en uno de los veloces ejemplares con que el terrible Ford ha llenado de pulgas saltarinas al mundo entero.
Nos acompañaba el insustituible Santa Coloma, con todos sus inabordables trebejos fotográficos. Mucho habíamos oído anteriormente a los viajeros maldecir la insoportable carretera que lleva de la Habana a Güines. Pero nunca sospechamos que la cosa llegara a tales proporciones de desequilibrio terrenal.
Permítasenos la frase. Por allí parece haber corrido, a lo largo de todo el camino, la arteria de un terremoto formidable. El pobre auto, con nuestras infelices humanidades encima, iba sufriendo una de sus peores aventuras desventuradas. Rebotaba como una bola liviana, de bache en bache, resoplaba, rugía, como un monstruo. Afortunadamente, el incomparable paisaje de esta provincia, nos llenaba de cuando en cuando de regocijo la mirada artista.
Dulces algarrobos rodean la cinta deshecha de la carretera. Deliciosos ríos serpentean por toda la ancha comarca atravesando a cada instante el camino ribeteado de empolvados árboles. Extensas llanuras verdes, fecundas, tranquilas, hermosas, gracias a las cuales no se soliviantó la paz de mi ilustre acompañante ni entró cólera en mi corazón. Pero donde el espectáculo tomó proporciones adorables fué cuando comenzamos a acercarnos al pueblo de Güines.
Frescas estancias de frutos Menores —papas, cebollas, etc.— se extendían a ambos lados de la carretera. A distancia se destacaban las firmes compuertas que sirven para el regadío. En este feliz momento, olvidando las magulladuras de la jornada —cincuenta y dos kilómetros— yo veía los ojos de Santa Coloma llenarse de un brillo extraño de emoción y mucho me temí que en aquel punto me abandonara el clásico repórter, gráfico para impresionar una de sus incomparables maravillas fotográficas.
Pero en ese momento entrábamos en el blanco y feliz pueblo de Güines. Estuvimos allí sólo el tiempo necesario para reponer las fuerzas perdidas y continuamos luego el viaje.
Llegamos al Central. Lo primero que atrajo nuestra atención fué el extraordinario aspecto que presenta el edificio del ingenio, apuntalado sólo con el material preciso para no ocasionar un derrumbe. Desde una larga distancia puede el viajero contemplar el movimiento de las maquinarias, pues las paredes han sido suprimidas en atención a que no eran cosa imprescindible.
Atravesando el pintoresco batey, donde se hallan enclavadas las limpias y frescas casitas de los trabajadores, haciendo círculo a cerca de treinta chuchos y paralelas, nos hicimos, conducir ante la presencia del hombre por cuya admirable iniciativa estaba todo aquello en acción. Don Arturo Serra —que es a quien nos hemos referido— nos recibió en su gabinete de trabajo.
Admirados quedamos ante la prestancia digna y semblante enérgico de aquel hombre lleno de vida y voluntad. Descubrimos en sus ojos la mirada fija y brillante de los grandes conquistadores. Cuando estrechamos su diestra resuelta, lo que más bien nos vino en ganas fue la intención decidida de abrazarlo.
“Yo tengo en mi corazón
un lugar todo Aragón”...
Dijo en inolvidables versos nuestro Martí. Por algo debió escribir aquellas frases de ternura el poeta que sabía siempre el sentido justo y perfecto de las palabras. Don Arturo Serra es aragonés —nos pusimos a meditar nosotros en el ligero instante que estrechábamos su mano.
—Es aragonés? Luego es sincero. Gigante, más bien, como dice una célebre comedia hispana.
Atentamente se prestó a acompañarnos en nuestra visita informativa por todos los departamentos del central. Santa Coloma le enfocó, plegó después sus instrumentos y partimos luego contentos. Decidor él, alegre, entusiasta, a pesar de su existencia casi… centenaria. ¿No es eso, querido Coloma?
Y mientras nuestro fotógrafo se perdió audaz por todos los laberintos intrincados, buscando, como hace siempre, el punto de mira más a propósito para conseguir la belleza del conjunto, nos pusimos el administrador y yo a charlar y a contemplar el funcionamiento complicado de la maquinaria.
Mejor que nosotros podríamos hacer aquí ahora el elogio de tachos, trapiches, refinadoras y tanques, lo ha hecho ya gráficamente maravilloso, como muy bien podrán ustedes observar, nuestro insustituible compañero de la cámara.
—¿ Y todo esto se debe a usted, don Arturo?
De repente vimos en sus ojos el resplandor que acusaba el regocijo recibido al escuchar nuestra pregunta. Pero, instantáneamente, declinó la parte de gloria que en justicia le pertenece. Nos hizo el elogio de su primer maquinista, señor Rafael Izquierdo, a quien, en ese preciso momento, distinguimos afanado en sus labores.
Fuimos presentados, y ya quedó también este otro ejemplar de rara voluntad agregado a nuestra charla.
—El éxito de este esfuerzo —dijeron ambos casi simultáneamente— se debe más bien a los obreros. Nosotros no hemos hecho casi nada. El triunfo alcanzado se debe al haber sabido conseguir que quinientos obreros trabajando juntos no se estorbasen unos a otros.
¡Y esto les parecía poca cosa…!
—¿Y cuántos sacos elabora anualmente el ingenio?
—Alrededor de ciento cincuenta mil. Este año, a causa del incendio, no llegaremos hasta esa suma, pero sí tenemos la seguridad de pasar de los cien mil. A esta hora, existen ya en el almacén cuarenta mil sacos, perfectamente estibados.
Nos deshicimos entonces en cálidos elogios admirativos. Realmente, estábamos estupefactos. ¿Cómo había sido posible reparar máquinas, construir los nuevos basculadores que las llamas habían deshecho, limpiar, pulir y aceitar todo aquel mundo de hierro en el sólo tiempo de cuarenta días? La labor tenía que haber sido muy ruda y, sobre todo, necesitaba haber estado gobernada por un cerebro extraordinario.
Nos perdíamos en un mundo de dudas. Aquí en la Habana, muchos días antes el doctor Ignacio Plá, dueño del Nombre de Dios, se había quitado de encima toda suerte de triunfo. Después el administrador del propio central, señor Arturo Serra, declina también la parte de gloria hacia su jefe de máquinas, el señor Rafael Izquierdo, quien, a su vez, hace todos los esfuerzos posibles por atribuir la “dulce culpa” a sus ágiles obreros.
Y resolvimos a nuestro antojo, persuadidos de la verdad. Creímos que todos habían tomado su parte noble en que el ingenio comenzase cuanto antes a moler, pues en ello les iba gran parte de orgullo y de entusiasmo y de cariño por toda aquella bullente maquinaria que durante tantos años les había visto luchar.
En esto llega Santa Coloma, y enfoca al señor Izquierdo, sin apenas haberle dejado tiempo para concluir la última frase.
Estrechamos la diestra de don Arturo Serra y de Rafael Izquierdo, ya cordiales amigos, y nos fuimos a reponer fuerzas al Departamento Comercial, del cual es Gerente General el señor Fernando Diez. Le fuimos presentados al señor Diez, en sus oficinas, quien, desde el primer momento, al citarle nosotros la casa de El Fígaro, nos atendió con una gentileza digna de todo encomio.
Fernando Diez regentea, con gran éxito, el departamento que surte de víveres a los habitantes del lugar, y goza, entre ellos, de merecido aprecio y altos agradecimientos. No se ha podido llegar a saber nunca cómo es posible que este comerciante en víveres pueda facilitar a toda una comarca los precios de las mercancías casi al nivel de como las tenemos aquí en la Habana.
Su antigua pericia en este ramo, hemos pensado nosotros. Así se lo dijimos a él mismo en aquella tarde inolvidable durante la que estuvimos plenamente convencidos de haber tratado a un dueño de restaurant semejante al cual es muy difícil encontrar otro hasta en la misma Habana.
Santa Coloma, con su heliogabalía habitual en estos casos, se relamía de gusto los dedos a cada nuevo plato. Creo que esta circunstancia fué la que le incitó a dedicar gran cuidado artístico en el momento de tomar la foto del amigo Fernando Diez, que también aparece en estas páginas.
Sea lo que fuere, es el caso que aquel hombre extraordinario, como si quisiera demostrarnos que en todos aquellos contornos teníamos a la fuerza nosotros que ser perfectamente felices, se deshacía en cumplidos que no tardamos mucho en agradecer.
El almuerzo fué espléndido. Ya quisieran muchos restaurantes de esta capital presentar a sus parroquianos platos semejantes a los que en aquel silencioso y lejano batey ingerimos Santa Coloma y yo. Casi estoy por decir que se me quiso poner alegre el célebre fotógrafo. No era para menos el ilustre vinillo que se nos trajo a la mesa. Sauternes era el nombre, lo recordamos bien.
Algo así como si dijéramos el paraíso celestial. Santa Coloma quería danzar encima del honesto mantel, impulsado por el regocijo pantagruélico. La servidumbre, refinada y gentil, trataba de ocultar discretamente las sonrisas traviesas que le ocasionaba el más bueno e inofensivo de mis amigos, convertido, por obra de Baco, en alegre saltarín.
Hermes.
1924.
Bibliografía y notas
- Hermes. “A través de los Campos de Cuba: Una poderosa Fábrica de Azúcar”. Revista El Fígaro. Año XLI, núm. 4, 27 de enero 1924, pp. 72B-72D.
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