Hace ya bastantes años, al terminar el voluminoso manuscrito de la más celebrada de sus obras, redactó su autor la dedicatoria con estas breves y sentidas palabras: “lejos de Cuba y sin esperanza de volver á ver su sol, sus flores ni sus palmas á ¿quien sino a vosotras caras paisanas, reflejo del lado más bello de la patria, pudiera consagrar con más justicia, estas tristes paginas?”
Lejos de Cuba, ausente de ella desde el año 1848, refundió, ampliándola considerablemente, por los años de 1877 á 1879, su excelente novela Cecilia Valdés.
Nadie, al recorrer muchas de las mejores páginas de esta obra magistral, pudiera sospechar que se escribieran en lugar apartado, en medio distinto y extraño, después de dilatados años de ausencia.
Hay tanta frescura en el trazado de los paisajes de la naturaleza cubana que en el libro abundan, hay tanta verdad, tanta realidad, hasta en los más nimios detalles de esta obra vasta y complicada que no podría creerse que fuera escrita al calor de los recuerdos sino con observación inmediata, directa, de un original que está á la, mano y que por tanto se vé, se toca.
Análogo efecto, que en el ánimo producía la obra, producíalo la presencia del autor. Nadie al verle y disfrutar de su trato afabilísimo, de su palabra llena de modestia y de bondad en su residencia de Nueva York, rodeada de las frialdades y de la bruma de otro clima, pudiera creerse que se hallaba ante un proscrito de más de cuarenta años.
Su alma de artista henchida de nobles sentimientos donde estaba grabado profundamente el amor hacia esta hermosa tierra, cuyas desgracias le hicieron padecer y cuyas bellezas supo por tan hábil modo reproducir, hiciéronle llevar, como si á su existencia fuera imprescindible, un pedazo de aquella atmósfera donde primero respiraron sus pulmones, y con ella, sus costumbres, su religión, sus libros, sus periódicos y hasta sus alimentos.
Cerca de cuarenta años de vida en medio completamente distinto, en poco ó en nada hubieron de alterar los sentimientos ni los hábitos de aquel anciano de rostro venerable y de maneras cultísimas. Su hogar, como el de otros tantos desterrados en quienes no se eclipsó por un instante el amor y el sentimiento de la patria oprimida y lejana, era un hogar genuinamente cubano, transportado á Nueva York.
Villaverde y sus familiares, parecían haberse instalado en su elegante mansión, situada en una de las calles centrales y de más movimiento de la gran metrópoli comercial, con uno ó dos días de anterioridad.
Los que no han viajado tristes y solos no conocen la mortal angustia que en el alma imprimen las nostalgias de la patria ¡Y cuán grato es entonces hallar algo que logre mitigar la amargura de la ausencia; un hogar, un amigo, un paisano, un canto, una voz!
Acaso cuantos recorrieron apenados, más de una vez, las largas avenidas de anchas aceras, de casas interminables, cortadas por un mismo patrón, altas, severas, mudas, soberbias, y tan frías de Nueva York, al pisar el umbral de la casa de Villaverde, una entre tantas de la interminable hilera, sintieron por modo muy perceptible, llegar á su ánimo impresión fortalecedora de cariño y de confianza.
Allí había algo del grato y no olvidado perfume, del calor de la patria querida y lejana. Ante la estufa de la sala, sentado en ancho sofá de rojo terciopelo y cojines abultados, con la mirada fija en la vidriera de la estrecha ventana, á la hora en que la hería débilmente la rojiza claridad del triste sol que se hundía con lentitud penosa, sin los atavíos espléndidos de nuestros crepúsculos tropicales, marcando en el cielo de fondo gris la brusca y prolongada línea de los techos agudos y metálicos de la enorme ciudad…
…Villaverde, como si recitara cotidiana oración, coreada por su esposa Emilia Casanova y sus hijos, hablaba de su tierra de Cuba… de sus brisas, de sus nubes, de sus mujeres, de sus niños, de sus pájaros, de sus palmeras, de sus flores.
Después de haber dado á la estampa, en las prensas del periódico que dirigía, El Espejo, donde trabajaba con constancia inalterable, su novela Cecilia Valdés, vino á pasar un invierno en Cuba por el año 1886. No pudo resistir el deseo de volver á verla antes de morir. Luego, pasaron pocos inviernos sin que volviera: á los ochenta años se sentía rejuvenecer aspirando, corrompido y todo como se hallaba, el grato ambiente de la patria.
En el invierno de 1894, cuando acaso se disponía á emprender su viaje casi habitual, perseverando en su propósito triste, tras un período de mejoría en su salud quebrantada por los años y la continua labor mental, le sorprendió la muerte.
Su digna esposa y sus familiares, á cuyos cuidados y cariño debió Villaverde, en medio de las vicisitudes de su vida, relativa tranquilidad y afectos inextinguibles, correspondiendo á los postreros deseos del insigne novelista, determinaron dar sepultura á su cadáver en tierra cubana.
Uno de los vapores de la línea de Ward, que salió de Nueva York el 8 de diciembre de 1894, condujo los restos de Villaverde á la Habana.
Tres ó cuatro días después, una tarde neblinosa y triste, un bote colocó sobre el muelle de la Machina el sarcófago que encerraba el cadáver embalsamado del insigne escritor. Le colocaron, para reconocerle, en el muelle de piedra. El mar agitado, como si quisiera rendir también tributo de amor al digno hijo, lanzó algunas espumas que cayeron alrededor de un ramillete de exóticas flores blancas.
Al correr el vidrio ante el rostro del cadáver, que tal parecía dormir tranquilamente, la claridad roja del sol crepuscular le iluminó breve instante. Eramos allí pocos, muy pocos, faltaban también Aurelio Mitjans y Julián del Casal: allí estábamos Manuel de la Cruz, Enrique Hernández Miyares, Juan M. Ferrer, Juan Gualberto Gómez, acaso uno ó dos parientes; no recuerdo haber visto más…
Cuando apareció reimpresa y refundida, en 1882, Cecilia Valdés, la generación contemporánea de este suceso literario conocía muy poco o nada a Cirilo Villaverde. La publicación del libro causó en muchos igual ó parecida sorpresa que la expresada con franqueza indiscreta por el fecundo novelista español Pérez Galdós.
La lectura del nutrido volúmen de la novela causó honda impresión: era el cuadro gráfico de la sociedad cubana en el período abarcado por los años que corrieron desde 1812 á 1831 trazado en todos sus vivos detalles con mano maestra; para unos era el cuadro real de costumbres conocidas y presenciadas con rubor; para otros era, la narración de sucesos históricos acaecidos en pasados tiempos de los cuales, sólo entre nieblas, mucho desagradable y repugnante había logrado entrever.
Uno de los primeros y más importantes trabajos que sobre la novela se publicó, por los días de su nueva aparición, fué un brillante artículo de Manuel de la Cruz que insertó El Triunfo, artículo en que á la vez que se juzgaba el libro analizando sus excelencias, se revelaron las dotes críticas de su joven autor, cuya labor perseverante luego en el exámen de las obras de escritores hispano-americanos le conquistaron puesto principal entre los que en Cuba han logrado conseguir acierto en los difíciles empeños de la crítica.
Más tarde, con Enrique José Varona, Diego Vicente Tejera, Aurelio Mitjans, Calcagno y otros, en su compendioso y bien distribuido trabajo Reseña histórica del movimiento literario de la Isla de Cuba, publicada como prólogo de la sección Cuba en la Antología de poetas sudamericanos editada en Buenos Aires por el erudito y entusiasta D. Francisco Laggomagiore, volvió á ocuparse Manuel de la Cruz, de Cecilia Valdés dándola á conocer y popularizándola en la América del Sur, confirmándose así la independiente y espontánea impresión que en aquel joven, sensible á todas las manifestaciones bellas y nobles de la patria, causaron las excelencias de una obra que dió, con justicia, á Villaverde, conforme la opinión de los más reputados de nuestros críticos, el primer puesto entre los escasos cultivadores de la novela en Cuba.
La primera parte de Cecilia Valdés, publicóla Villaverde en el año 1838, mereciendo también los aplausos de la crítica ejercida á la sazón, por Domingo Delmonte, José Z. González del Valle y Anselmo Suárez y Romero, sobresaliendo asimismo, desde entonces entre los cultivadores del género que lo eran Ramón de Palma, José R. Betancourt, González del Valle y José A. Echeverría.
Cirilo Villaverde conoció la sociedad cubana cuando tenía trazada con relieves ásperos, duros y vigorosos, rasgos fisionómicos originales y propios, engendro semi-diabólico de los más corruptores régimen y gobierno coloniales. En Cecilia Valdés, con la vista puesta en modelos de tan alto mérito como Walter Scott y Manzoni, trazó un cuadro acabado de uno de los más interesantes períodos de nuestra historia.
Notable fué el acierto del escritor cubano al elegir el género histórico-realista en una época, en que privaban los devaneos del romanticismo y los embustes de Dumas y Fernández y González que tanto hubieron de dañar unos el corazón, otros la inteligencia de innumerables lectores mal preparados.
Leyendo algunos capítulos de las magistrales novelas de Walter Scott y de Manzoni, donde tan difícil se hace determinar donde concluye la verdad y comienza la ficción, involuntariamente vienen á la memoria aquellos cuadros de realidad tan viva y detallada que á menudo se encuentran en los estudios históricos de Lord Macawlay.
Villaverde copió los detalles de la época en que quiso desarrollar la acción dramática de su novela con toda la rigurosa verdad del historiador y con el arte de los notables novelistas que eligió por modelos.
Es la resurrección de los sucesos, de las personas, de los tipos y las cosas de una época de nuestra historia, presentada como vasto cuadro de colorido, de exactitud notable donde apenas se pierde un solo detalle.
Quien por tan hábil manera concibió y supo trazar una obra de arte sin apelar á los engendros fantásticos de la imaginación extraviada por sentimentalismo falso, ni al embuste en los sucesos históricos explotando la ignorante y ávida curiosidad del vulgo, defectos que plagaban las obras más en boga de su tiempo, sino que, por el contrario, entrevió los preceptos de la moderna escuela realista, aún no iniciada, que no acepta de buen grado el sacrificio de la verdad por la belleza, bien merece, á parte del mérito intrínseco de su obra, primer puesto entre los cultivadores del género.
Fué Villaverde ante todo escritor amante de la fidelidad al traducir en sus obras sus emociones. Si Cecilia Valdés contiene una firme y atinada observación, un estudio social de elevado mérito, La Excursión á Vuelta Abajo encierra la más exacta y bella descripción de una gran parte de nuestro territorio por aquella época casi inexplorado.
Fué esta obra reseña fiel de un viaje que hizo el autor en 1839 en compañía del pintor Moreau: los dos artistas recogieron sus impresiones; Villaverde para dotar nuestra literatura de una obra excelente; Moreau, para remitir los cróquis de su lápiz á publicaciones ilustradas de Europa.
Son los cuadros de La Excursión á Vuelta Abajo reproducción amenísima de lo que pudo admirar el viajero que de la Habana partía á San Diego en época en que la mayor parte de la locomoción sólo podía confiarse á la incómoda silla de un jamelgo ó á las torturadoras de carretas y quitrines por caminos intransitables. Hay en esas sencillas y exactísimas impresiones de viaje mucha originalidad, observaciones personales muy curiosas y paisajes descritos con el colorido, brillantez y habilidad que las hacen dignas del justo encomio que la crítica les ha tributado.
Vénse en ellas reproducidos, como en espejo fiel, nuestros bosques intrincados y exuberantes con su ramaje vigoroso y enorme agobiado, rendido en su lucha con las lianas, poblados de insectos y de pájaros, llenos de misterio y poesía en su majestuoso silencio y perenne soledad; nuestras áridas llanuras esterilizadas por el torpe y desordenado cultivo de antiguas fincas azucareras que agotaron el jugo del suelo y sólo permitieron luego el crecimiento de ruines palmeras de hojas caprichosas, de arbustos raquíticos erizados de espinas y del pajizo espartillo que se extiende por el suelo como compacta lana vegetal que la brisa ondula y dora el sol; nuestros montes pedregosos, cuyas inhabitadas cimas y oscuras cavernas, rara vez holladas por la planta del hombre libre, fueron refugio seguro del triste esclavo fugitivo.
La choza del campesino, su carácter, sus costumbres, su nunca desmentida hospitalidad, sus juegos y sus riñas, sus vicios y sus virtudes; la agrupación desordenada de algunas casas asomadas en la encrucijada ó en la orilla de los caminos y que malamente se llaman pueblos á causa de la poca previsión que se tuvo al no trazarles un plano para obtener calles regulares;
la brisa fresca de las montañas humedecidas por el rocío copioso, cargadas de aromas y de sol; las bellas comarcas sembradas de ingenios que alzan acá y acullá las chimeneas enormes, empenachadas por el humo que satura el ambiente con olores del dulce jugo de la caña, que hierve y se evapora al fuego de carbones obtenidos con leña de maderas preciosísimas;
los cafetales con sus linderos de palmas, sus cuadros de naranjos cargados de azahares, sus jardines, sus elegantes viviendas y rectas calles trazadas por curioso y esmerado cultivo; los potreros, con su clásica choza del viejo guardiero, sus corrales cercados de muros de piedra blanca sin argamasa que las una y sus feroces jaurías;
todo, todo cuanto es típico y característico del campo de Vuelta Abajo, fertilísima y bella comarca donde como alfombras rojas moteadas de hermoso verde se extienden las lindas vegas de tabaco, base vacilante de nuestra riqueza que hoy se desmorona por falta de defensa y protección, entonces en todo su apogeo, está descrito, trazado, copiado con pincel fresco y habilísimo por mano de Villaverde.
El Penitente es otra de las más justamente celebradas novelas del autor. Cuadro de las costumbres de una época más interesante, acaso, por la falta de documentos que de ella poseemos que la que comprende Cecilia Valdés, es obra de menor extensión y empeño que ésta, pero con capítulos trazados con la misma destreza y maestría. Al recorrer las páginas de El Penitente experiméntase impresión semejante que la que en nuestro ánimo produce la reciente memoria de un raro ensueño.
Embebidos con la lectura de otras obras europeas del género, por excepción tal vez, se nos ocurrió pensar que también hubieron de recorrer nuestras calles, hombres cubiertos de tricornio, embozados en sus capas, de calzón corto, espada al cinto, guiados de noche por la luz de faroles y candilejas, rodeados de lacayos que cargaban la litera, detenidos á cada momento por el santo y seña de las rondas;
grupos abigarrados que lo mismo se santiguaban ante la imágen iluminada por lámpara de aceite cuyos pestañeos dibujaban con intermitencias rígidas sobre el muro las siluetas de los objetos, que huían despavoridos al anuncio de fantasmas y de ánimas en pena que vagaban por las plazas y las calles ó chocaban hierros y cadenas en las mansiones deshabitadas y los patios de las iglesias y monasterios.
Traer en época posterior, un personaje de aquella indumentaria á recorrer nuestras calles, sobre anacrónico sería ridículo; pero el cuadro de El Penitente tiene su marco adecuado. El primer capítulo bosqueja el aspecto de la Habana á mediados del siglo XVIII.
Luego el autor va presentando sus personajes vestidos á usanza de la época para que tomen parte en el ya modificado y vasto escenario, donde con interés, altamente dramático, se desarrolla la acción. El desenlace es brusco, imprevisto, trágico; tal vez precipitado é inverosímil, pero hay breves pasages históricos no desprovistos de mérito, por su oportunidad, y diseños de costumbres que, aunque delineados con rapidez, dejan en el ánimo, por lo magistral de sus retoques impresiones imborrables.
Entre ellas resaltan por su realismo la de los Sermones de la Soledad en el demolido convento de San Juan de Dios y la Procesión del Silencio ó de los Penitentes, ceremonia original y de la que sólo se encontraran desperdigados detalles en escritores tan diligentes como Bachiller y Morales.
Otras dos novelas se han reimpreso hace pocos años: Dos A mores y El Guajiro. Estas dos obras son documentos valiosísimos para el estudio cabal de nuestras costumbres y de los tipos y caracteres que figuraron en nuestro medio social en la época á que se refieren.
Es la primera, cuadro de antiguas y curiosas costumbres de la ciudad y la segunda de las costumbres del campo. En escenarios opuestos donde se desarrollan acciones tan antitéticas brilla la misma sagaz observación, la misma maestría. El novelista con admirable destreza logra colocar al lector de tal suerte, que no pierde un solo detalle topográfico del lugar donde andan y se agitan los personajes cuyos rasgos fisionómicos llegan como á herir vivamente la retina por su marcado relieve.
Otras novelas que acreditan la labor rica y continuada del autor se hallan sólo en las incompletas y harto escasas colecciones de El Faro Industrial en cuyos folletines se insertaron desde 1842 á 1848; El ciego y su perro, La tejedora de sombreros de yarei. El misionero del Caroní, Generosidad fraternal.
En la Cartera Cubana publicóse La joven de la flecha de oro, La cruz negra y en otras publicaciones El espetón de oro, novela que se tradujo al alemán y La peineta calada.
Del estudio en conjunto de esas obras no debe prescindir el que quiera, conocer, con detalles más ricos que los que la historia en su severidad científica se abstiene de aprovechar, los tipos, caracteres y costumbres existentes en determinados períodos de nuestra vida social.
Bibliografía y notas:
- Meza, Ramón. “Cirilo Villaverde.” Revista Ilustrada Cuba y América, Febrero 1903: 146-150.
- Escritores y Poetas
Deja una respuesta