

El cañón de don Bernardo es un relato de Ramiro Cabrera y relata la participación de uno de sus abuelos en la defensa de Batabanó cuando la guerra con los ingleses.
En la rama paterna de mi familia, que ya pica de vieja en el país, porque su fundación se remonta y es anterior a los días en que se estableció la privilegiada y real ciudad de San Felipe y Santiago, año de 1714 D. C., hubo como en todas las familias que descienden de Indibil y de Mandonio1 quienes se distinguieron su más o su menos, por aquello de las virtudes, de la piedad, del valor o del meollo bien ajustado.
En los cuentos de la abuela, hechos a la luz del quinqué, en las tardes muy cortas de Noviembre, tras el portalón cerrado del traspatio, que hacia crujir el viento frío, oímos referir muchas veces, de pequeños, las actitudes del héroe legendario de la casa, el respetado y respetable Don Bernardo, Excelentísimo Señor, muy piadoso, de alguna horca y cuchillo, Alcalde ordinario varias veces y otras tantas, para mayor prez, Alcalde de la Santa Hermandad, de la muy noble y empingorotada fundación, otorgada por entonces por el Rey Don Carlos IV, el muy ilustre primer Marqués de San Felipe y Santiago.
El tal Don Bernardo, mi séptimo antepasado, objeto de todos mis respetos, para cuya memoria y honra póstumas, trazo estos recuerdos íntimos, era hijo de Don Manuel de Cabrera y Pérez, emparentado por la rama materna con los propios justicias mayores del lomerío y sitierías que rodean a Bejucal. A esos mismos Pérez, debe su parentesco conmigo nada menos que Regino Du Repaire de Trufin y Amador, Cónsul de Rusia y Natural de Corralillo, quien para su dicha y ventura, casó andando el tiempo con Mina Pérez Chaumont, la más linda de todas las Pérez que en el mundo han sido…
Los primeros pobladores de la isla surcaban el mar ávidos de aventuras, prófugos los unos por las luchas religiosas y políticas del continente, otros perseguidos y acosados por imputaciones absurdas en cuestiones de conciencia; los más soldados y oficiales sin mando, todos ansiosos por alcanzar la fortuna o de vivir en otro ambiente de más libertad y horizontes, fuera del alcance molesto e inquietante de los autos de fe, de las hogueras, del tormento y de los mil y tantos prejuicios de la época.
Venían a un mundo nuevo, desconocido, lleno de sombras, de dudas y de incertidumbre, sin más garantía que su propio esfuerzo y sin más guía que ese afán eterno que impulsa a la humanidad de todos los tiempos hacia lo desconocido. Tales fueron los hombres que formaron la población de estas tierras, que en menos de siglo y medio ofrecen al mundo asombrado, el espectáculo soberbio de las grandes ciudades, con sus fábricas, sus puertos y sus tremendas energías agrícolas, industriales y fabriles.
De aquellos pobladores, algunos como los del Castillo, se apegaron a las plazas fuertes de la Habana, de Santiago, de Puerto Príncipe, hicieron migas con el Castellano de la Fuerza, medraron a la sombra de los altos enviados de la corona, secundaron a las mil maravillas los primeros chismes y enredos patriarcales de la colonia y tras muchos trabajos, recompensados con mercedes y privilegios merecidísimos…
Constituyeron bien pronto aquel flamante y positivamente dignísimo grupo de familias ilustres que formaban la vieja aristocracia cubana y cuyos nombres honorables de prestigios inmarcesibles se conservan hasta estos días, con orgullo legítimo de los que los ostentan, manteniéndose así el culto y el respeto a los que abrieron los primeros caminos a la cultura, a la prosperidad y a las bienandanzas del momento.
Otros del mismo origen que los primeros, marcharon al interior, a las selvas, ungidos al rudo trabajo de la tala de los montes, aislados en las soledades de los campos vírgenes y desiertos, reunidos al azar en caseríos olvidados, fueron otros tantos agentes anónimos, que con sus energías y desvelos, contribuyeron a descorrer lentamente el velo de sombras en que se ocultaban los inmensos tesoros y riquezas naturales de la isla.
El aumento de población, el incremento de las riquezas de la colonia olvidada, que hasta entonces era sólo un paraje que servía de escala a los navíos que cruzaban hacia la Costa Firme, la avaricia desmesurada de los gobernantes, las intrigas y las luchas que surgen eternamente donde quiera que se organiza una comunidad, no tardaron en dar motivo a las primeras contiendas y a las mil vicisitudes de todo orden, que dan color y variedad a nuestros periodos históricos.
Pero de principios a mediados del siglo XVII, en los días de don Manuel y de su hijo el severo Don Bernardo la población de Cuba, era casi insignificante; vivía en haz apretadísimo, unidos todos en el trabajo incesante, rudo y sin término.
El cuidado de los ganados esparcidos en los desmontes; el empleo y la vigilancia de los esclavos negros sujetos con mil prejuicios y torpezas hijos de la incultura, a una labor sin descanso, antieconómica y cruel; el fomento de los cafetales y de los primeros ingenios de fabricar azúcar y las vegas de tabaco, constituía toda la preocupación de aquellos felices y bonachones colonos progenitores nuestros.
Aquella quietud, entretenida por el trabajo lento y constante, la turbaban a menudo, las apariciones repentinas de los piratas y facinerosos o las asonadas de los negros cimarrones; entonces los vecinos de todas las comarcas, ricos y pobres, labradores y señores, hacían causa común y unidos en arrebatos se aprestaban a la defensa.
No había en aquellos días distingo ninguno entre peninsulares y nativos y buena prueba de ello fué la oposición que desplegaron más tarde, unos y otros contra la invasión de los ingleses, cuando la toma de la Habana, entrado ya el año 1762.
En 1647, toda la isla, gobernada por don Diego de Villalba, no contaba más que veinte y ocho a treinta mil almas, que diezmó y redujo a las dos terceras partes una epidemia, que invadió al propio señor Gobernador.
Un Cabrera, allegado de don Bernardo, mucho antes de que éste desempeñara sus funciones de Alcalde de la Santa Hermandad, que luchó en aquellos combates frecuentes contra piratas y cimarrones, tuvo la gloria que nos ha legado la historia de comandar cierta famosa expedición a Jamaica, para reducir a la obediencia a varios cientos de foragidos que fuertes en las Montañas Azules, sembraban el espanto en la isla vecina.
Y cuentan las crónicas que el bravo ranchero, con cincuenta hombres y una manada de perros, cayó sobre los montes jamaiquinos y en menos de tres meses, puso en tan duro trance a los rebeldes, que todos se rindieron a discreción.
Don Bernardo, poseía a su vez, dotes guerreros, que unidos a los deberes de su cargo y al afecto que profesaba como el que más, al Rey su señor, le llevaron al sonar los primeros fogonazos del ejército de Albemarle y de la escuadra de Pocock2 a abandonar las dulzuras y los encantos de su hacienda, junto a la ciudad de San Felipe y Santiago cuyos destinos regía con santa y paternal dedicación.
Y empuñó el trabuco, ajustó al cinto el bien afilado machete, montó en la jaquita3 de paso nadado, se atusó la pera y los negros bigotes puestos en alto, dió escolta gentilmente a las monjas de Santa Clara, que corrieron a refugiarse en el palacio de los Marqueses y sin más demora, partió al galope, seguido de los vecinos armados de punta en blanco, a comandar briosamente la defensa de Batabanó, que amenazaron los ingleses y en donde a sus manos encontraron aquéllos pasajera aunque dura derrota…
Contaba la abuela, que don Bernardo en persona, disparó una pequeña pieza de artillería, una culebrina4, contra una falúa tripulada por media docena de invasores que se acercaba a las orillas del Surgidero, echándola a pique y reduciendo a prisión a los enemigos.
Hace unos tres años estuve en Camagüey en viaje de negocio. Me hospedé en el magnífico hotel que instaló allí Sir William Van Horne y una vez que paseaba por los jardines topé con un cañón inmenso, descomunal, procedente de una batería modernísima y de alcance estupendo.
Debajo de aquella arma mortífera, que daba escalofríos mirarla y cuyo peso espanta, aparecía un letrero que rezaba así:
“Pieza que trajo Diego Velázquez en su primer viaje a Cuba, año 1516.”
Excuso decir que me quedé estupefacto considerando la poca vergüenza que tuvo el autor de tal letrero, que no pensó que ni las tres carabelas de Colón eran bastante para soportar, todas juntas, sin hundirse, el peso de aquella mole de acero.
Y al volver a la Habana, como me encontrase enterrado en un solar de mi propiedad un cañoncito enmohecido y sucio, le eché mano en el acto, lo hice conducir a nuestra quinta del Vedado y con todos los honores, lo coloqué en sitio bien visible del jardín. Cuando alguien —que nunca faltan curiosos— me pregunta el origen, le contesto muy serio, bajando los ojos:
— ¡Ese es el cañón de Don Bernardo, un abuelo mío que defendió a Batabanó cuando la guerra con los ingleses!
Ramiro Cabrera
Bibliografía y notas
- Cabrera, Ramiro. “El cañón de don Bernardo”. Revista Social. Vol. 5, núm. 4, Abril 1920, pp. 46, 88
- Chroniqueur. “Poblaciones de Cuba Batabanó”. Revista El Fígaro. Año XIX, núm. 9, 1 de marzo 1903
- Historias y leyendas de Cuba
- La Revuelta de Indibil y Mandonio. En línea https://es.wikipedia.org/wiki/Revuelta_de_Ind%C3%ADbil_y_Mandonio ↩︎
- Sir George Pocock (6 marzo 1706 – 3 abril 1792) Almirante y oficial de la Marina Real Británica. En línea: https://en.wikipedia.org/wiki/George_Pocock ↩︎
- Jaca: f. Caballo cuya alzada no llega a metro y medio, también yegua (R.A.E.). ↩︎
- Culebrina: El texto original contiene la palabra “culebrilla” lo que con toda probabilidad es un error de impresión y se ha cambiado por “culebrina”. Véase que en el “Vocabulario técnico del material de artillería é ingenieros. Madrid: 1853” una Culebrina es una pieza de artillería antigua, y que no está en uso. Era larga y de poco calibre, y servía para arrojar las balas á muy largas distancias; su longitud era de 16 pies y su calibre desde 12 hasta 25 libras. ↩︎
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