El Concierto de Joseíto White por Dolores María de Ximeno. El 17 de enero 1936 se cumplió el centenario del nacimiento del esclarecido compositor y violinista cubano José Silvestre White y Laffita. Tan gloriosa efemérides la rememora Social reproduciendo un fragmento de la interesantísima página que consagró en sus “Memorias” la ilustre cronista matancera “Lola María”, al concierto que su insigne comprovinciano ofreció el año 1875 en la casa donde aquella residía con sus padres, en la Atenas de Cuba.
El año 1875 que señala la fecha de la última visita del eximio violinista Joseíto White a su ciudad natal y de la serie de sus brillantes conciertos en el teatro Esteban ante un público que le aclamaba con delirante entusiasmo, comprende también la era que anteriormente traza otra década hasta 1883 de acontecimientos especiales que en mi casa sucediéronse.
Nació José White en Matanzas de la morena libre María Escolástica Laffita, reconocido como fué más tarde en 16 de octubre de 1855 por un decreto del Obispado como hijo de Don Carlos White. Fueron sus padrinos monsieur Juan Leblanc y madame Isabela Silva, según consta de su partida bautismal.
De su modesta infancia transcurrida en “la tienda de víveres y café” nombrada “La Armonía” , de su progenitor, sita en la calle de Gelabert —hoy Milanés— número 56, gratos recuerdos conservaría, porque convertida la plazoleta de la iglesia que al frente se extiende en oasis de sus juegos, allí elevaría aquellos cometas o papalotes, mercancía ésta “de la tienda de víveres y café” que muy solicitada fué entonces por los niños del barrio.
Y de la precocidad manifiesta de sus aficiones artísticas, guardábase el mejor recuerdo en la ciudad, pues causaba admiración, decían, cuando el pequeño prodigio, delirio de su padre, en las orquestas que acompañaban a las procesiones por las calles, iba delante de los músicos con su violin…
Y uniríase al candor de aquel su ayer el terrible proceso donde su maestro de música “muy apreciado del señorío” , José Miguel Román le fué arrebatado y con Plácido y sus compañeros “arcabuceados por la espalda” según la orden del día.
Y allá en Europa después José White, templada su alma de infinitas armonías, a más de las musicales, ¡cómo no había de estremecerse ante el recuerdo de estos horrores y del cruel enigma de la llamada conspiración de los negros, que triste celebridad atrajo sobre su ciudad natal, acentuando aún más el pavoroso cuadro de semejante barbarie!
Y allá, allá —más lejos aún— en el rodar del globo indiferente a las andanzas de la humanidad, aparece nuestro biografiado en mi casa, donde en una hermosa noche primaveral de ese año de 1875, como señalada muestra de consideración y aprecio a todo lo que fuere gloria y orgullo de la ciudad, mis padres, previa invitación a sus amigos, efectuaron en su morada un concierto, rindiendo así merecido honor al insigne mestizo que también a ellos honraba.
Por el poder del recuerdo unido a la impresión que el arte deja en su huella indeleble, retuve todos los detalles del memorable suceso. Fué un acontecimiento.
No sólo estaba allí patente el amor a la música en el grado más alto de entusiasmo, sino la significación elocuente de ideas y prejuicios que iban, si no a desaparecer, por lo menos a experimentar razonable y muy justa modificación, ostensible cambio.
Me parece aún ver el interés, el sentimiento de curiosidad, de ansiedad de los pobres criados. Esclavos todos, era para ellos el suceso de suma importancia; los preparativos hacíanlos febrilmente. Reducidos por la suerte a la condición de simples máquinas humanas, sin salirse un instante de la intachable corrección —en los infelices casi ley de vida tal urbanidad— no podían prescindir en aquellos días de algo que para ellos tenía sobrenatural interpretación; de algo así, como lo que el alma humana timorata y obediente —inculcada la creencia— prevee el juicio final.
Oía yo sus comentarios, su sorpresa; para nada entraba en el terreno de las conjeturas la excelsitud del arte del festejado aquel; ellos sólo apreciaban de la señalada invitación lo que a la vista saltaba: al hombre “de su clase”, compartiendo la refinada sociedad de los blancos. ¿Qué haría? ¿Cómo lo tratarían? ¿Cómo él se portaría? Y ya en el camino, creían ver más la pendiente en que sin duda se hallaría colocado, que la fácil ascensión del privilegiado.
Revistióse la casona de sus mejores galas. Toda la reserva que de refinamientos guardábanse para los grandes acontecimientos, allí fué el derroche por el natural entusiasmo.
Llegó el día señalado del concierto. Después de un solo ensayo —que es fácil la música para sus predilectos— pudo efectuarse éste sin temor alguno. Mi madre siempre igual, serena y complaciente prestábase de buen grado y acompañó al piano muy acorde al privilegiado.
Desde el primer momento el flamante Steinway unióse al famoso y venerable Stradivarius, como dos antiguos amigos muy conocidos a pesar del centenar de años que los alejaba; y aquellas dos almas afines, criollas, de refinado oído, como los da la tierra, puestas en Contacto por vez primera, interpretaron sin discrepar un momento piezas notables y el hermoso “Potpourri de Aires Cubanos” de su autor, el insigne violinista; recordando yo un detalle:
que al abrir el piano mi madre y elevar la enorme tapa que cubríalo no sin grande esfuerzo, excusóse el artista muy apenado de su aparente descortesía en no poder ayudarla, por la sensibilidad especial que trataba de conservar en la yema de los dedos, que nunca y por ninguna razón exponía.
Y tal como fué el ensayo quedó la fiesta. A las ocho de la noche en el salón principal, de pie mis padres cerca del umbral de la cancela que al zaguán conducía, recibían a los invitados. Rodeado de un grupo de admiradores llegó José White. Ellos, mis progenitores, tendiéronle la mano, conduciéndole mi padre al cerco de damas y caballeros que puestos de pie estrecharon con orgullo la tendida diestra del virtuoso.
Escurríame yo entonces, como siempre, por todos lados, oyendo a los criados radiantes de felicidad, decirse unos a otros sorprendidos y muy ufanos: “¡El niño José le dió la mano…!”
Volvamos a la fiesta: de frac el artista como todos los concurrentes, desde él primer momento atrajo la atención su aire simpático, correcto, digno y respetuoso, ganándose las voluntades.
De estatura regular; de ojos muy grandes y negros, a la flor de la cara; melena suelta, ondeada, también negra y de innumerables y revueltas sortijas, dábale ella en los momentos sublimes de la interpretación de algunos pasajes de las piezas en las nerviosas sacudidas algo de la grandeza del león. Sus manos pulcras; el color de la tez quebrado, de verdadera canela; nariz regular ligeramente achatada la punta; boca de fino bigote; modales exquisitos.
Distanciada de lo vulgar su figura agradable y distinguida, adivinábase a través de su persona no poco de aquel París donde residía y donde su carrera triunfal alcanzaba entre los mayores halagos a él prodigados por los Sumos Pontífices de la música, la meta de sus aspiraciones.
Mi madre —sombra adorable de aquel pasado— vestía la noche del concierto sencillamente de muselina blanca cubriendo sus hombros un fichú o María Antonieta del más puro estilo anudada hacia atrás en la cintura, llegando al borde del vestido las dos elegantes caídas, sin joyas ni adorno alguno, como era muy fina y delicada costumbre entonces, en los recibos de la dama, por la modestia del traje hacer resaltar aún más los de las amigas que invitadas concurrían…
Mas el concierto empieza ya. Sentóse ella, mi madre, al piano serena y reposada: dió la nota para la conveniente afinación del violín —nota pura, grata, cristalina, al diapasón de Viena templada. José White en el centro del gabinete veíase perfectamente desde la sala, y empezó la audición.
¿Qué he de decir? Sublime resultaba. Oberturas soberbias y el notable “Potpourri” dejáronse oír. El “Potpourri” con sus’ cantos cubanos, populares, apasionados, espontáneos, bellos entre los bellos. Aun recuerdo aquel que dice con ritmo y cadencia especial:
Ay! que me estoy muriendo
Ay! Ay! Ay! por una mulata
Ay! y se está riendo
Y es, lo que a mí me mata!
La sugestiva pieza donde palpitaba el alma de la tierra amada, con sus secretos, con sus tristezas, con sus errores, con sus deseos, con su significación tan honda, mezcla de quejas, llanto y baile, se hizo repetir.
Después Elodia Diez cantó como el ruiseñor para proporcionar alguna tregua al artista.
Más luego Isabel Angulo, la notable pianista hizo honor al inspirado compositor español Manuel Fernández Caballero, su maestro.
Y terminó la fiesta. Y algo muy grande con ella también terminó: la paz, la dicha, la brillante posición de sus moradores, perdiéndose con el Steinway y el Stradivarius al unísono la otra armonía inefable que de toda la casona desde tiempo inmemorial, desde su fundación, percibíase.
Bibliografía y notas
- Ximeno Cruz, Lola María. “El Concierto de Joseíto White por Dolores María de Ximeno”. Revista Social. Vol. XX, núm. 2 y 3, febrero y marzo 1936, pp. 25, 42.
- José Silvestre White y Laffitte un genial músico de Cuba.
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