El Imán de la Manigua en Cuentos Cubanos por Felipe Pichardo Moya. Apenas terminada la comida aquella tarde, me fuí al traspatio. Nicolás me esperaba ya, mascando silenciosamente su cabo de tabaco. Anochecía.
Sobre los pesebres la luna ponía un débil reflejo plateado, y los caballos dormían tranquilos. Me senté en un cajón, frente al viejo criado, y volví a mi tema de siempre, diciéndole que me contara de la otra guerra, la grande, cuando él había acompañado como asistente a mi tío Antonio.
Mi tío Antonio había sido el calavera de la familia, y cuando Céspedes, se alzó con él en Oriente. Su retrato, de medio cuerpo, estaba en el comedor, sobre el tinajero, y en la sala de casa, en una panoplia, se veía el machete que se llevó. Yo soñaba ahora con emularlo, yéndome al monte con Nicolás.
El viejo negro se había alzado con mi tío, al que nunca quiso abandonar, y sentía hervir en su pecho un patriotismo feroz. Constantemente estaba regañando con papá, que era muy pacífico; y terminaba siempre diciendo:
—El caballero tiene plomo en las venas…
Aquel negro, se hubiera dejado sacrificar por uno de nosotros. Tenía sesenta años, y alto y bien plantado, parecía tener cuarenta. Recuerdo que en la finca saltaba sin esfuerzo las cercas más altas.
II
lbamos a salir al alba siguiente. De pronto, recordé que faltaban las pistolas, que debía tener junto a los caballos, para no revolver la casa al salir. Había que traerlas pasando con ellas por el recibidor, donde estaban mis padres y mis tías —tres ancianas blancas como la luna y buenas como el pan— que habían criado también a mi madre.
—Sin embargo, fuí hasta el aposento, y saqué las pistolas del armario, y al salir a la sala, vi el machete de tío Antonio en la panoplia. Me pareció nostálgico y envidioso, y pensé que debía llevarlo.
Era poético aquel yaguaramas que una y otra generación llevaba a la manigua. Su fulgor al esgrimirlo yo, apagaría el que hizo en manos de mi tío. Me encaramé en una silla, y lo cogí. Al cogerlo, se inclinó la panoplia, arañando la pared.
Me pareció inmenso el ruido, y creí ver todas las armas rodando por el suelo; pero no pasó nada.
Bajé cautelosamente, y pasé por el recibidor ocultando las armas con mi cuerpo. Mis tías dormitaban con los breviarios sobre las piernas, y papá estaba escribiendo en su bufete.
Mamá y mi prima andaban por los cuartos. Llegué al traspatio, y le di las dos pistolas a Nicolás, y le enseñé el machete. Lo cogió, y jubiloso hendía con él el aire, diciendo:
—El de Niño Antonio.
Y a la luz de la luna, la escena tenía algo de africana y siniestra.
III
De repente, oí la voz de mi prima Eulalia que me llamaba a cenar. Mi prima Eulalia tenía mi misma edad, y era una muchachita trigueña muy bonita, que me quería mucho.
Mis tías deseaban que ya se alargara el traje, pero mamá lo demoraba un poco. Por ella sentía partir a la manigua. Y se me ocurrió contárselo todo.
La llamé, y se lo dije, bajo juramento de no denunciarme. Se quedó asombrada, y sus grandes ojos pestañearon, y me suplicó:
—No te vayas, Juanito; te matan los españoles.
Insistí hablando del deber, y Eulalia propuso acompañarme. Sonreí, como debieron sonreír los héroes al despedirse de sus esposos, y la abracé, haciéndole ver lo imposible de su empeño.
Ya nos llamaban desde el comedor, y entramos. Yo llevaba un aire soberbio y don juanesco, y ella me miraba a ratos, con asombro. Luego, al cenar, me pasaba obsequiosamente lo que pedía. Aquel era mi primer amor, y con la misma fijeza de un remordimiento, aún lo llevo clavado en el alma, cuando ya mis pocos cabellos parecen anillos de plata.
IV
Un gallo rompió su toque de clarín. Sigilosamente, abrí la puerta que daba al traspatio, y entré en la caballeriza. Ya Nicolás había ensillado los caballos, y tenía en la boca, como siempre, su cabo de tabaco.
Orgullosamente me ceñí el cinturón, del que colgaba el machete. Al andar, me daba contra el muslo, como yo había visto de los grandes generales con sus sables. Bajo la camisa, llevaba ocultas las pistolas. Encabalgamos, y salimos quedamente por la cochera.
Comenzaba a aclarar. El cielo, era violeta, y las calles se desperezaban. Hacía falta pasar por la quinta de papá, y la Caja de Agua, donde se detenía el tren para aguar, y luego era campo cubano.
Tenía cierto temor, pero pensaba en mi tío, y me animaba oyendo a Nicolás. Al negro, los ojos le brillaban, y el camino le parecía interminable. Al fin, divisamos la Caja. Allí había siempre dos civiles, y decidimos fingir que íbamos de paseo.
V
Al llegar, uno interrogó:
—¿Quién vive?
—España.
—¿Dónde váis?
—De paseo.
Sin embargo, no nos dejaban pasar. Mientras convencía a uno de los guardias, que era conocido de mi familia, el otro nos miraba inquisitoriamente. Nicolás no llevaba armas, pero mi machete le daba desconfianza. Lo desnudé, y enseñándoselo:
—Es de una panoplia, no sirve.
Y efectivamente, estaba enmohecido y sucio. Un civil lo cogió, para verlo. Quiso probarlo, y tajeó un tronco. Apenas se marcaban los cortes, como arañazos. Y el guardia mandó:
—No pasa nadie; id, si queréis, al Gobernador…
Fué preciso resignarse. El guardia conocido avisó, sonriendo socarronamente, a mi padre, que llegó en un carruaje, asustado y violento. Y le contó:
—No he dejado pasar al muchacho… Es un peligro, habiendo alzados… Ud. dirá…
—Muy bien; muchas gracias. —Y me pareció ver que papá les daba algo. Nicolás mascaba su tabaco, y miraba, envidioso, la manigua abierta. Papá le mandó encabalgar y regresar a casa. El viejo obedeció, mascullando:
—El caballero tiene plomo en las venas.
Yo entré en el carruaje, y papá me siguió. Dió otra vez las gracias a los guardias, que sonreían, y partirnos. No hablábamos. Tenía ganas de llorar, y papá estaba muy serio.
Para más comodidad, me puse sobre las piernas el machete de mi tío. Y el coche, saltando, lo hacía darme contra las rodillas. Y pensaba en mi prima, y en la vergüenza de volver así, sin haber podido salir…
Bibliografía y notas
- Pichardo Moya, Felipe. “Cuentos Cubanos: El Imán de la Manigua.” Revista Social, vol. X, no. 12, Diciembre 1925, p. 27
- Castellanos, Jesús. “La Manigua Sentimental.” Los Contemporáneos. No. 76, junio 1910.
- Historias, leyendas y cuentos.
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