En el Teocalli de Cholula por José María Heredia
¡Cuánto es bella la tierra que habitaban
Los Aztecas valientes! En su seno
En una estrecha zona concentrados
Con asombro se ven todos los climas
Que hay desde el Polo al Ecuador. Sus llanos
Cubren a par de las doradas mieses
Las cañas deliciosas. El naranjo
Y la piña y el plátano sonante,
Hijos del suelo equinoccial, se mezclan
A la frondosa vid, al pino agreste,
Y de Minerva al árbol majestuoso.
Nieve eternal corona las cabezas
De Iztaccíhual purísimo, Orizaba
Y Popocatépetl sin que el invierno
Toque jamás con destructora mano
Los campos fertillísimos, do ledo
Los mira el indio en púrpura ligera
Y oro teñirse, reflejando el brillo
Del Sol en occidente, que sereno
En hielo eterno y perenal verdura
A torrentes vertió en luz dorada,
Y vió a naturaleza conmovida
Con su dulce calor hervir en vida.
Era la tarde: su ligera brisa
Las alas en silencio ya plegaba
Y entre la yerba y árboles dormía,
Mientras el ancho sol su disco hundía
Detrás de Iztaccíhual. La nieve eterna
Cual disuelta en mar de oro, semejaba
Temblar en torno de él: un arco inmenso,
Que del empírico en el zenit finaba
Como espléndido pórtico del cielo
De luz vestido y centellante gloria,
De sus últimos rayos recibía
Los colores riquísimos. Su brillo
Desfalleciendo fue: la blanca luna
Y de Venus la estrella solitaria
En el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
Que la alma noche o el brillante día.
¡Cuánto es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame sentado en la famosa
Cholulteca pirámide. Tendido
El llano inmenso que ante mí yacía,
Los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
Que en estos bellos campos reina alzada
La bárbara opresión, y que esta tierra
Brota mieses tan ricas, abonada
Con sangre de hombres, en que fue inundada
Por la superstición y por la guerra...?
Bajo la noche en tanto. De la esfera
El leve azul, oscuro y más oscuro
Se fue tornando: la movible sombra
De las nubes serenas, que volaban
Por el espacio en alas de la brisa,
Era visible en el tendido llano.
Iztaccíhualt purísimo volvía
Del argentado rayo de la luna
El plácido fulgor, y en el oriente
Bien como puntos de oro centellaban
Mil estrellas y mil.... ¡Oh! Yo os saludo
Fuentes de luz, que de la noche umbría
Ilumináis el velo,
Y soy del firmamento poesía!
Al paso que la luna declinaba,
Y al ocaso fulgente descendía
Con lentitud, la sombra se extendía
Del Popocatépetl, y semejaba
Fantasma colosal. El arco oscuro
A mí llegó, cubrióme, y su grandeza
Fue mayor y mayor, hasta que al cabo
En sombra universal veló la tierra.
Volví los ojos al volcán sublime
Que velado en vaporosa transparentes,
Sus inmensos contornos dibujaba
De occidente en el cielo.
Gigante del Anáhuac! ¿cómo el vuelo
De la edades rápidas no imprime.
Alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
Años, siglo como el norte fiero
Precipita ante sí la muchedumbre
De las olas del mar. Pueblos y reyes
Viste hervir a tus pies, combatían
Cual hora combatimos, y llamaban
Eternas sus ciudades, y creían
Fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día
De tus profundas bases desquiciado
Caerás; abrumará tu gran ruina
Al yermo Anáhuac; alzáranse en ella
Nuevas generaciones, y orgullosas
Que fuiste negarán....
Todo parece
Por ley universal. Aun este mundo
Tan bello y tan brillante que habitamos,
Es el cadáver pálido y deforme
De otro mundo que fue...
En tal contemplación embebecido
Sorprendióme al sopor. Un largo sueño
De glorias engolfadas y perdidas
En la profunda noche de los tiempos.
Descendió sobre mí. La agreste pompa
De los reyes aztecas desplegóse
A mis ojos atónitos. Veía
Entre la muchedumbre silenciosa
De emplumados caudillos levantarse
El déspota salvaje en rico trono,
De oro, perlas y plumas recamado;
Y al son de caracoles belicosos
Ir lentamente caminando al templo
La vasta procesión, do la aguardaban
Sacerdotes horribles, salpicados
Con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
Las bajas frentes en el polvo hundía,
Y ni mirar a su señor osaba,
De cuyos ojos férvidos brotaba
La saña del poder.
Tales ya fueron
Tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo:
Su vil superstición y tiranía
En el abismo del no ser se hundieron.
Si, que la muerte, universal señora,
Hiriendo a par al déspota y esclavo,
Escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
Tu insensatez oculta y tus furores
A la raza presenta y la futura.
Esta inmensa estructura
Vió a la superstición más inhumana
En ella entronizarse. Oyó los gritos
De agonizante víctima, en tanto
Que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
Les arrancaba el corazón sangriento;
Miró el vapor espeso de la sangre
Subir caliente al ofendido cielo
Y tender en el sol fúnebre velo
Y escuchó los horrendos alaridos
Con que los sacerdotes sofocaban
El grito del dolor.
Muda y desierta
Ahora te ves, Pirámide. ¡Más vale
Que semanas de siglos yazcas
Y la superstición a quien serviste
En el abismo del infierno duerma!
A nuestro nietos últimos, empero
Sé lección saludable; y hoy al hombre
Que ciego en su saber fútil y vano
Al cielo, cual Titán, truena orgulloso
Sé ejemplo ignominioso
De la demencia y del furor humano.-
Diciembre 1820
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