Accediendo al ruego de los apreciables Directores de La Habana Literaria, escribo este ligero artículo libre de pretensiones que serían impropias de quien declara y confiesa su incompetencia en materia de crítica artística, sin que esto sin embargo le vede comunicar la impresión que en su espíritu ha dejado la contemplación de las obras del notable paisajista matancero, cuya prematura muerte lloran á un tiempo sus desamparados hijos y el arte cubano.
Meras impresiones de un aficionado son, pues, las que someto á la benévola consideración de los lectores de esta Revista.
Admirador y amante de las obras de la naturaleza, que nunca pueden ser superadas por las concepciones de la humana fantasia, atraíanme siempre los cuadros de Esteban Chartrand por el sello de sinceridad que el autor en ellos imprimia.
“Al hombre á quien no parezcan bellos cualesquiera efectos ó fases de la naturaleza, le falta algo en el corazón”, solía decir el gran Millet, autor, entre otros cuadros celebres, del Sembrador y del Angelus, adquirido en 110.600 pesos por la Art American Association.
A Chartrand no le faltaba nada: su corazón de artista era completo; por eso sabía buscar, encontrar y trasladar al lienzo con toda fidelidad las incomparables bellezas que por doquier ostenta la naturaleza cubana.
Estoy seguro de que, en cualquier parte del mundo en que á la vista de un cubano se ofreciera un cuadro de Chartrand, produciría en su alma las mismas emociones, y más intensas, si cabe, que las que despiertan en extraña tierra, al son del tiple, nuestras antiguas canciones populares. Sentir y hacer sentir: tal es el privilegio del verdadero artista.
Entre todos los paisajistas que hemos conocido en Cuba, nacionales y extranjeros, —decíame una persona competentísima,— ninguno ha interpretado con tanta verdad como Estéban Chartrand nuestra espléndida naturaleza tropical.
De temperamento nervioso y vista cromática, sus obras revelan, en lo firme y espiritual del toque, su naturaleza de artista y colorista consumado. Nadie como él ha pintado el terreno, el agua, los arboles y el cielo con tantos secretos de harmonia, distribuyendo los colores sobre el lienzo dentro de esas cuatro notas, formando un bellísimo acorde, base y tonalidad de un conjunto de rara hermosura y grandiosa verdad.
Sus cielos son de inimitable transparencia y sus lontananzas demuestran un exacto conocimiento de la perspectiva aérea. Más de una vez —agregaba el distinguido profesor,— delante de alguna pinturas de Chartrand, hé oído decir á inteligentes aficionados que se podía medir la distancia desde el primer término del cuadro con precision matemática, indicando las millas que había entre el bohío y las montañas.
Conocía perfectamente el dibujo, el claro obscuro y el color, y sabía reunir en sus obras esas tres cualidades que constituyen la base y fundamento de las obras maestras. De tal manera dominaba la perspectiva lineal, la aérea y el dibujo topográfico, que de él pudo justamente decirse que se apoderaba en toda su extensión del pedazo de naturaleza que se ofrecía á su experta mirada de acabado maestro.
Por la destreza y calidad de la ejecución recordaba su factura en los terrenos á Rousseau, á Dubigny en la transparencia de los cielos y las aguas y á Carot en la gracia y modo de interpretar la arboleda.
Ese notable paisajista, —añadía,— revela en sus obras la sinceridad de su carácter. Pintaba con un empaste de color vigoroso y firme, sin caer en la exageración á que suelen recurrir algunos pintores de ese género para ostentar maestria, colocando los colores con la espátula de tan desgraciado modo, que el relieve pictórico á veces se convierte en verdaderos bajo-relieves de color sin aire y sin verdad.
Las puestas de sol, con esos tonos brumosos de cambiantes variadísimos tan comunes en nuestro cielo, las pintaba Chartrand con fidelidad y armonía solo igualadas por los más ilustres paisajistas europeos en las regiones de Oriente. Yo no hé podido contemplar ninguna de sus tardes espirantes sin sentirme invadido de dulce melancolía; y ante sus risueñas mañanas de indecisos tintes azules y rosados, se me dilataba alegra el corazón.
Nunca se me apartará de mi memoria la variada colección de cuadros de Chartrand que, juntamente con otros de diversos autores, perdí hace pocos años en un incendio. Representaban aquellos todos los aspectos normales del cielo cubano: la mañana, el medio día, la tarde, la noche de luna y el día brumoso en que los rayos solares pugnan inútilmente por abrirse paso hasta la tierra.
Ninguno de ellos era producto de la fantasía, sino fiel trasunto todos de paisajes escogidos por el artista y por mí.
Los ví nacer en croquis embrionarios, crecer, desarrollarse, cobrar vida y lozanía con pasmosa facilidad bajo el hábil pincel, y admirábame la poderosa facultad retentiva que permitía al artista reproducir en la tela, con asombrosa exactitud de detalles y de conjunto, los pedazos de cielo y de tierra que juntos habíamos contemplado, yo para admirarlos y él para conquistarlos y aprisionarlos entre dorados marcos.
—Un delicioso amanecer en el río Canímar, deslizando mansamente sus cristalinas aguas entre un bosque denso á la derecha, y á la izquierda suaves colinas que en creciente ondulación íban á perderse en alteroso confín;
—Un espléndido medio día, iluminando agreste paisaje en las primeras estribaciones de la sierra de Gonzalo, formando artístico contraste la majestuosa y corpulenta ceiba con la esbelta palma y la humilde yagruma de plateadas hojas, y al centro un toro, bañado por un rayo de sol, aplacando su sed en el arroyo;
—Una tarde anaranjada y violácea en la serena campiña que atraviesa y riega el “murmurante” San Juan;
—El famoso valle del Yumurí, abarcado en todo su conjunto desde las alturas de la Cumbre;
—La imponente mole del Palenque, ostentando al frente sus desnudas y horadadas rocas y á un lado el bosque de sombrío verdor, cruzado verticalmente por las blanquecinas y rectas líneas de palmas y ceibones que profusamente crecen desde la base hasta la cúspide de la montaña;
—El Pan de Matanzas, visto desde el lugar en que las amplias ondulaciones de su cima afectan la forma de una mujer amortajada;
—El poético valle de Caunabaco, dominado desde la eminencia de Montes de Oro, presentando en primer término un accidentado potrero y el tortuoso camino descendente que conduce al alegre valle donde se levanta el batey del ingenio rodeado de extensos cañaverales, de los que surgen graciosos grupos de enhiestas palmas, hasta perderse en los altos cuabales que en último término se confunden con las faldas del lejano Pan;
—Una plácida noche de luna rielando en las aguas de apacible y anchuroso río, que corre partiendo en dos la masa obscura de una profunda selva;
—Y un espacio de agua muerta de la laguna de Guanamón fueron, entre otros que no enumero, los cuadros de Chartrand devorados en mi casa por las llamas. Ni la posesión, ni el hábito de mirarlos á todas horas engendraron en mi espíritu la saciedad; al contrario, la infatigable contemplación me permitía descubrir con frecuencia bellezas hasta entonces inadvertidas.
Cada uno de aquellos cuadros era un asunto poético magistralmente desenvuelto, y bebido en la fuente más pura de poesía que existe: la naturaleza.
Jamás intentó el artista corregirla; antes bien, ponía todo su empeño en copiarla honradamente, y en eso consistía el principal secreto de sus triunfos.
No buscaba efectos convencionales, sino naturales, y sabiendo que podía confiar en su destreza de ejecución, dejaba correr el pincel sobre la tela y producía sin esfuerzo la diafanidad de las corrientes, la inmovilidad del agua muerte, la transparencia del aire, la esplendidez de las nubes meridianas, la variada coloración de los cielos crepusculares, los harmónicos matices del follaje, la severidad de la roca, la majestad de las ceibas y las montañas, la graciosa suavidad de las colinas y la esbeltez de las palmas.
Contemplando á distancia los cuabales de Caunabaco inundados de luz y sombreados á trechos por la interposición de alguna nube y por las proyecciones de quebradas y barrancos, decíale yo:
—“me parece que aquí tropezarás con una dificultad insuperable; para esa luz aterciopelada no tiene colores tu paleta”;
Y pocos días después se sonreía al presentarme el paisaje acabado, con su lejanía de cuabales cubiertos con el mismo manto de terciopelo que sobre ellos tiende la mano del Supremo artista á la intensa luz del medio día.
En la morada del Sr. D. José Bruzón ví varias veces un cuadro de Chartrand en mi concepto admirable; representaba una playa arenosa sembrada de uvas caletas de anchas y obscuras hojas, y producía aquella pintura una ilusión tan completa, que casi se sentía la impresión del pié hundiéndose en la arena.
No menos digno de mención es otro cuadro que posee uno de los Directores se esta Revista, el Sr. D. Alfredo Zayas. Representa los famosos “Chorritos de Jaruco”; escogido atinadamente el lugar donde las aguas se derraman en modesta cascada, puede la vista seguir el curso del riachuelo oprimido entre empinadas colinas de agrias pendientes, y al fondo otras, formando entre todas un estrecho y profundo valle:
Algunas palmas aisladas ó en grupo dan animación al paisaje, dominado por un cielo bellísimo, que ilumina la luz de la alborada con alegre coloración.
Vistas de Matanzas, de la Isla de Pinos, de San Diego, de Jaruco, de las cercanías de la Habana y de otros varios lugares de la Isla, dieron asunto y ocupación á su infatigable pincel: muchas de esas obras recuerdan con inflexible verdad la esplendidez de la naturaleza cubana á touristas americanos, de los que suelen pedir refugio á nuestro benigno clima cuando la inclemencia del suyo los expulsa de sus grandes ciudades del Norte al aproximarse el invierno;
Y no pocas engalanan las paredes de inteligentes aficionados habaneros, entre ellas, la que trasladó al lienzo aquella suma expresión de la indolencia cantada por Tejera en su popular Hamaca.
El inspirado artista murió joven todavía, á los 43 años de edad, vencido por la tisis lejos del suelo natal, de esta vegetación exuberante, de este cielo purísimo que tantas veces retrató con amor y escrupulosa verdad.
El 26 de enero de 18831 exhaló el ultimo aliento; y al deplorar tan triste suceso, un periódico de Nueva York decía:
“La carrera artística de Esteban S. Chartrand ha sido tan corta como brillante. Discípulo de Rousseau en París, tan pronto como regresó á su patria se dedicó á estudiar la rica naturaleza de los trópicos, obteniendo envidiables triunfos; y por último, casi en la imposibilidad de trabajar á causa de la terrible enfermedad que lo minaba, vino á los Estados Unidos en busca de salud.
En su corta permanencia en esta ciudad, casi sin vida, pero con la fé del genio, sostuvo difícil competencia con los grandes artistas que aquí residen, y triunfó porque debía triunfar, al extremo de que el apreciador de la gran galería de Goupil en la Quinta Avenida, le manifestó en carta de 2 del corriente que los dos últimos cuadros que de él había recibido tenían una delicadeza de asunto y una brillantez de color que él jamás había visto…
Los que han podido observarlo en los últimos días de su vida, del lecho al lienzo, acostándose rendido de fatiga para volver á levantarse á los pocos minutos y tomar de nuevo el pincel y la paleta, podrán apreciar el espíritu que animaba su cuerpo demacrado y lo que habría llegado á ser si la muerte no hubiera cortado en flor su gigante genio.”
No conozco esos dos cuadros á que el crítico neoyorkino se refiere con tan singular encomio; pero siendo los últimos que pintó Chartrand, y dado el constante mejoramiento de su ejecución, así como el doble estímulo de su amor á la gloria y á la familia, en aquel supremo combate por la vida en extranjero suelo, parece natural que lograse depositar en ellos todo el tesoro de su inspiración artística.
¡Cuán amarga y desesperada debió ser su agonía! ¡Luchar, vencer y morir sin haber podido aprovechar, como legítimos frutos de su victoria, la inmortalidad para su nombre y el bienestar para sus hijos!
José María Gálvez
Habana, Octubre 1891.
Bibliografía y notas
1 Esteban S. Chartrand falleció el 26 de enero de 1884 en Hoboken, NJ, Estados Unidos de América.
- Gálvez, José María (1891). “Esteban Chartrand.” La Habana Literaria. Revista Quincenal Ilustrada, 4, 73-76.
- Chartrand, Esteban. Paisaje con río. 1873, Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, Habana.
- De interés: Un Esquema de la Pintura Cubana por el Arq. Carlos F. Ancell en la Revista de Arquitectura.
Deja una respuesta