Impresiones y Recuerdos de Trinidad por Uldarica Mañas. Trinidad es joya que está encerrada en un relicario hecho de lomas, cuya vegetación exuberante, de un verde profundo, con las nubes que se pasean por las cimas y cielo azul o gris que le sirve de remate, es el único marco apropiado para ella.
Sirve de broche al joyel el hermoso valle, a cuya entrada está el Peñón de Fomento como un centinela de avanzada que da el alerta advirtiendo al que llega ansioso de abrirlo para admirar esta reliquia, que se halla muy cerca de Trinidad, monumento nacional, nido de tesoros y cuna de leyendas.
La fundación de Trinidad se debe a Diego Velázquez, quien en 1514 escogió personalmente el lugar donde había de ser emplazada, y hablando de su fundación dice el Padre Las Casas en su Historia de las Indias:
—“Señaló pues, Diego Velázquez el lugar donde se asentase una villa, nueve o diez leguas del puerto de Xagua, hacia el Oriente, porque estaba más en comarca de los más pueblos de los Indios, donde hacía una manera de puerto, harto mal puerto, porque allí se perdieron algunos navíos; quiso que se llamase la villa de la Trinidad, como si la Santísima Trinidad hobiera de ser allí servida.”
Desde 1538 empezó a ser objeto de ataques piratas y fue saqueada varias veces por los ingleses, mas el valor de los trinitarios logró imponerse a sus asaltantes y los derrotaron haciéndoles valiosas bajas, trocando las armas por el arado una vez que lograron vencer, mas en 1797 hubieron de armarse nuevamente, y en Casilda derrotaron a su poderoso enemigo con sólo 400 hombres.
Un héroe de aquellas jornadas, Alejandro Bassecourt, fué comisionado en 1799 para ir a la Corte española a gestionar la concesión de un escudo para Trinidad, pero hasta el 25 de febrero de 1824 no se recibió tal honor.
El ambiente revolucionario de Trinidad y el espíritu batallador de sus moradores hicieron liga admirable con Narciso López, y así huyendo de las sospechas que su actuación pudiera levantar en La Habana, cuando lo nombraron teniente gobernador de Matanzas permutó con quien había sido nombrado para ejercer igual cargo en Trinidad, y fué allí donde comenzó a trabajar y captarse adictos a la causa por la libertad de Cuba.
Con mucho sigilo, en unión de unos cuantos trinitarios, Sánchez Iznaga, Sarria, Armenteros y otros, trabajó activamente Narciso López hasta que fué relevado de su cargo por haberse sospechado algo de su actuación.
Como gobernante, estuvo en Trinidad sólo unos meses, pero esta ciudad fué centro y paradero suyo durante toda la campaña revolucionaria, ya que la proximidad de sus minas, entre ellas la de “La Rosa Cubana” que dio nombre a la famosa y tristemente fracasada conspiración, y los adictos que tenía en la villa le favorecían grandemente, pudiéndose ver aún la casa en que en unión de su madre y de una sobrina habitó este gran amigo de Cuba.
En la actualidad, con su aspecto de melancolía, con esa su belleza majestuosa de ciudad triste, nadie podría imaginar a Trinidad como la ciudad guerrillera, foco de conspiraciones. Tiene esta villa la serenidad de que habló Rodó, y que en la Sala de los Oficios de Roma, contemplando la augusta serenidad de los mármoles, le, hizo exclamar:
“¡A qué vivir, a qué cambiar, cuando se llega a una serena perfección!”
Y al entrar en Trinidad, la primera impresión que se recibe es la de paz. Parece que la ciudad duerme, que no vive. Trinidad no tiene edad. No ha variado; está como hace 300 años. Y este portento se ha logrado por el aislamiento en que se encuentra.
A veces, al atravesar las calles casi desiertas y contemplar sus casas centenarias, detiénese uno a pensar si es la ciudad o es uno que sueña. Es esta la única ciudad cubana que guarda el ritmo y armonía de una vieja poesía en ese encanto singular de sus rejas y sus calles. Es el poema hecho forma, que no debe perecer.
De frente a la estación parte la calle principal, la cual en su comienzo ha sido pavimentada, pues la palabra destrucción que se oculta bajo el disfraz de la civilización y llevando en la mano la piqueta del progreso, destruye a su paso mucho de lo que debe conservarse por su belleza.
El clasicismo de las calles trinitarias tienen un origen legendario. He de advertir que en Trinidad se escuchan muchas legendas, que indudablemente son parte de su encanto, y sin las cuales tal vez muchas de sus cosas pasarían inadvertidas sin ese cierto no sé qué, mezcla de verdad y mentira que tiene siempre tan poderoso atractivo.
Son, como escribe Marañón, “los valores complementarios que la gente construye en torno a la realidad, en suma, en su leyenda, la leyenda que todo hombre grande o modesto arrastra adherida a la propia personalidad”.
Dícese que cuando en el valle de Trinidad había más de 50 ingenios, venían a Casilda, el único medio de comunicación que existían los barcos desde Boston para cargar el azúcar elaborado, y como venían vacíos a buscar la preciosa carga traían de lastre los sacos que habían de llenar con azúcar, rellenos de piedras, y que los dueños de ingenio durante el tiempo muerto, para no tener ociosos a los esclavos que elaboraban el azúcar, los ponían a trabajar empedrando las calles con las piedras que quedaban en cada viaje.
Todas las calles, cuya otra característica es la de no ser casi nunca rectas y con frecuencia pendientes, están empedradas y tienen forma acanalada, contribuyendo esto a la limpieza de la ciudad, pues cuando llueve, a los cinco minutos de haber cesado la lluvia están tan limpias y relucientes que no parece haya caído una sola gota.
En muchas de las esquinas, a la entrada de algunas casas, hay unas pilastras de hierro encajadas en la acera, sobresaliendo como metro y medio, estando todas inclinadas y teniendo exactamente la forma de un cañón con la boca cubierta por una tapa de forma cónica con borde ligeramente sobresaliente, formando todo una sola pieza.
En la base tienen unas veinte pulgadas de diámetro y quince a su terminación, teniendo algunas como adorno una o dos franjas circulares.
Las aceras son de ladrillos puestos de canto; hay variad que tienen hechos dibujos en forma de zigzag o de plumilla; A veces el paso por ellas está obstruido por algunas ventanas que sobresalen hasta medio metro.
En las ventanas hay dos tipos clásicos de reja, unas de hierro y otras de madera. De las primeras, las hay sencillas, con sólo los barrotes verticales que van a morir en la parte alta en forma de cáliz o recogidos en un haz, y las hay como un bello encaje, terminadas en forma de medio punto.
De este último tipo existen dos ejemplares preciosos: las del Palacio Borrell y las del Palacio de Iznaga, pintadas de blanco, como todas ellas.
Y las rejas de madera, ¡qué belleza qué calor y qué encanto poseen! El colorido vivo en unas, amortiguado en otras y casi desaparecido en las más, es siempre verde, azul añil y muy rara vez de un rojo muy quemado. Son estas vetustas rejas de tres formas, a cual más bella.
Unas rectas con los barrotes tallados y divididas en dos o tres espacios, otras semicirculares, con los barrotes también moldeados, y una tercera variedad, igualmente semicirculares pero con dos hendiduras que les dan la forma de ondas.
Contemplando estas ventanas de madera, involuntariamente se piensa en los secretos que encierran sus agrietados barrotes. Cuántas veces por entre ellos una boca buscó otra boca y una mano temblorosa oprimió entre las suyas, en tierna despedida, la del osado que venía cada noche pisando quedo para no ser sorprendido y que alguna vez, descubierto, hubo de emprender la huida, despertando con el ruido de su precipitado paso por las piedras de la calle a más de un casto durmiente.
La Casa de la Cruz
Estas rejas de madera son las que más abundan, siendo quizás las mayores las de la Casa de la Cruz, en la calle del Desengaño. Es esta casa antiquísima, donde en un testero, entre dos de las ventanas, hay una cruz de hierro adosada a la pared, cuyo origen es el del Vía Crucis, que en Semana Santa se hacía en Trinidad por las calles, y las estaciones eran marcadas en las casas con cruces como ésta.
Hay huellas y restos de otras, pero ésta es la única que se conserva intacta.
Tienen las casas, ricas y pobres, ese selló característico de Ja arquitectura española con notas de criollismo, una combinación dé protocolo ceremonioso con la guasa criolla, lo que las hace extremadamente simpáticas.
Las casas pobres de las afueras de la ciudad y las del barrio de la Popa están hechas de adobe, una mezcla de tierra y paja, de asombrosa resistencia, siendo el techo de guano o muy contadas veces de tejas.
Al adobe le dan lechada de los colores más chillones, así que cuando se caen por algunos lados o el tiempo los apaga, forman con el fondo pardo de la tierra y la paja, el contraste más pintoresco que imaginarse puede.
El Palacio de Cantero
Merece especial mención, entre las mansiones señoriales, el Palacio de Cantero, que aún hoy, a través de tantos años y del mal trato, que lo tiene convertido en almacén de tabaco, mantiene el sello de prestigio y grandeza que tuvo en su época.
La distribución es la misma que se ve en la mayoría de las casas. Todo el frente la sala, de gran puntal, como el resto de la casa, y separada por tres arcos de otra estancia de iguales dimensiones, el comedor.
Cuatro habitaciones principales, dos a cada lado de estas partes, y seguido del comedor la galería de persianas, que rodea un gran patio donde hasta hace un año hubo una fuente en el centro, pero una civilización estúpida ha destruido la belleza de este patio y desplazando el querubín que jugaba con un delfín en el medio de la taza, ha cementado el piso para construir un “court” de tennis, ¡que ni siquiera sirve para jugar!
El piso de la casa es de mármol blanco con franja negra. Tanto la sala como las cuatro habitaciones tienen admirable decoración mural, y los marcos de las puertas están rematados por una varilla dorada.
En el friso de la sala están representadas las musas en unos medallones de fondo azul con las hermosas figuras rodeadas de sus atributos, siendo las más lindas y afortunadamente las mejor conservadas Terpsícore y Talía.
Todo el resto del friso está compuesto de esa fina y rica decoración que caracterizó a Pompeya y de que igualmente se decoraron las dos habitaciones que dan a la sala y una de las del comedor. La otra tiene dos preciosos paisajes rurales italianos, de dibujo perfecto y fuerte colorido, uno encima de cada puerta.
Esta casa conserva una alta torre poblada de murciélagos, desde donde se obtiene la vista panorámica más completa de la ciudad, y a través de sus rejas se ve el balcón más airoso de todas las casas de Trinidad, el de la casa donde se dice estuvo alojado el Barón de Humboldt en 1804, cuando visitó la ciudad, y que está en una casa al costado de la Iglesia de la Santísima Trinidad.
Hay frente a esta Iglesia una de las pocas plazas antiguas que quedan en Cuba y datan del siglo XIX, con sus baldosas, escalinatas, canteros enverjados y en los caminos jarrones y estatuas pequeñas de ningún valor artístico, pero con el sello indeleble de la vejez.
Guárdase en esta iglesia él milagroso Cristo de la Vera-Cruz, o, más conocido por el Cristo de la Peana, a causa de la peana de plata que tiene y que fué costeada por los devotos, teniendo este Cristo también su leyenda famosa.
Hay en Trinidad varias Iglesias, siendo la de Nuestra Señora de la Popa, en el barrio de su nombre, una de las más viejas, estando situada en lo alto de una loma a unos 700 pies sobre el nivel del mar, llegándose a ella por una acera escalonada, y a la que se refiere el barón de Humboldt en su libro La Isla de Cuba, como sitio preferido para meriendas y paseos hace ciento veintisiete años.
El antiguo convento de San Francisco, que era un bello edificio antiguo ha sido reconstruido totalmente, prescindiendo por completo de preservar su estilo; y así, sólo conserva de su antigüedad la vetusta torre que contrasta horriblemente con el resto del cuerpo moderno.
No sucede así con la Iglesia Parroquial, que guarda intacta su estructura con la sencilla y bonita fachada dórica.
Leyenda de la torre de Iznaga
Esbelta y airosa surge en medio del valle, en las cercanías de Trinidad, la torre de Iznaga, alrededor de cuyo origen existen múltiples versiones, dos de las cuales voy a contar.
Dos de los hermanos Iznaga tenían posesiones en el valle, uno en Manacas Algaba y otro en Manacas Iznaga, ambas casas de construcción semejante y que subsisten en perfecto estado de conservación.
El que vivía en Algaba no tenía ningún pozo con bastante agua, y escogió un lugar para cavar uno, y dijo que no cesaría en su empeño hasta encontrar caudal suficiente.
El de Iznaga, viendo la magnitud de la obra de su hermano, decidió que él tenía que hacer otra semejante, y le dijo que por cada vara que ahondara en la tierra, a su vez él elevaría igual altura, y así construyó esta torre de curiosa arquitectura, que tiene siete pisos, sin que se supiese nunca si el hermano logró encontrar el agua.
La segunda versión es que Don Diego, que así se llamaba el residente en Manacas Iznaga, era un hombre además de mujeriego muy celoso, y sospechando de la infidelidad de su mujer fabricó la torre para encerrarla en ella.
Una vez concluida, provocó un duelo con su supuesto rival, y allí mismo frente a la casa se llevó a efecto, muriendo el adversario.
Don Diego, para expiar su falta y castigar a su infeliz mujer, antes de encerrarla en la torre la llevó a la sala de la casa, y cerrando violentamente la puerta juró por su honor que no saldría más por ella. Su mujer se ahorcó en la torre, y en una de las ventanas de la casa faltan dos barrotes, diciéndose que por ese hueco solía salir Don Diego!
La casa del marqués de Guáimaro
Es realmente asombroso hallar la casa del marqués de Guáimaro en medio del valle, a donde sólo se puede llegar a caballo o en tiempo de seca en automóvil, atravesando un vado del río Caracusey.
Está la casa en lo alto de una pequeña loma, y tiene al frente un portal de unos cuarenta metros, dando acceso a él una escalinata que tiene la misma longitud. Enormes vigas de madera sostienen el techo, y de madera del tipo de las ondas son las cuatro amplias ventanas que dan a este mismo portal.
Tiene idéntica distribución que el palacio de Cantero, con una ligera variación. El comedor, que está inmediato a la sala, no da al patio sino a una terraza que sirve de mirador al valle, de donde se ve una de las más bellas vistas de éste.
La decoración de la sala y habitaciones es superior a las anteriormente descritas. Pueden verse en los ocho grandes testeros de la sala paisajes bellísimos, como los que tímidamente empezó a pintar Claude Lorraine en el siglo XVII, y que fueron ejecutados por un pintor italiano a quien hizo venir el marqués para ese objeto.
Otra de las maravillas pictóricas es el cuarto de la cortina, pues sus muros están pintados simulando una cortina de raso azul, como de dos metros de altura, sostenida por barra y argollas de bronce, de un realismo tal que aún hoy, pasados tantos años, parece que los pliegues se mecen con la brisa que penetra por la ventana.
Esta casa, que yace olvidada en medio del valle, con la campana junto al portal, que antaño sirvió para llamar a los esclavos y hogaño deja oír su rico sonido para llamar a los trabajadores del vecino batey, tiene también su leyenda:
La leyenda del marqués de Guáimaro
La del tesoro del viejo y celoso marqués, que casado en segundas nupcias sin haber logrado sucesión, temeroso de que su joven y bella esposa tratara de asesinarle para posesionarse de su cuantiosa fortuna y disfrutarla con mejor galán, hizo construir veinte cajas de madera donde metió el dinero producto de la liquidación de sus once ingenios, y cada noche salía con dos esclavos, vendándoles los ojos y cargando con una caja que hacía enterrar, hasta la noche en que se llevaron la última y regresó solo el marqués.
Bibliografía y notas
- Mañas, Uldarica. “Impresiones y Recuerdos de Trinidad”. Revista Social. Volumen 17, núm. 2, febrero 1932, p. 29, 30, 71, 73, 74, 80.
- “Poemas en Prosa de Uldarica Mañas.” Revista Social, Vol. XVI, no. 12, Diciembre 1931, p. 30.
- El Cristo de la Vera Cruz en Tradiciones Trinitarias por Antonio Torrado.
- Trinidad (Cuba) Wikipedia.
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