Tradiciones Trinitarias. El Cristo de la Vera-Cruz por Emilio Sánchez Sánchez.
La Semana Mayor o Semana Santa, que la Iglesia Católica ha consagrado a la representación simbólica de la pasión y muerte de Jesús, fué siempre celebrada solemnemente por nuestros padres y abuelos, que dedicaban tales días al recogimiento, la meditación y la penitencia.
Toda la vida social quedaba paralizada con motivo de verificarse aquellos actos religiosos, la ciudad adquiría un aspecto de sombría tristeza y un silencio profundo reinaba en ella. Nuestros progenitores eran fervorosos y sinceros creyentes.
Las procesiones religiosas que se efectúan en Trinidad en la Semana Santa constituyen unos actos sencillos en su grandeza propia, y aún más en los pasados tiempos, cuando tenían carácter especial.
Estos actos eran muy concurridos (siempre lo han sido), pues en esa ocasión acudían a la ciudad muchas familias campesinas para tomar parte en las funciones religiosas y aprovechaban esos días para visitar sus amistades, que las obsequiaban con Agualoja (bebida agradable que se prepara con agua, azúcar, canela o clavó, y se ingiere en Semana Santa), y cuyas relaciones eran sencillas, francas y sinceras, conforme a nuestros hábitos democráticos.
En el tiempo viejo y en los días de la Semana Santa, se efectuaban varias procesiones, en las cuales se sacaban determinadas imágenes, cuyo número se ha reducido después. Las Archicofradías que tenían a su cargo el cuidado de las imágenes, atendían con interés y solicitud a su culto y conservación.
Se esmeraban en vestirlas con decencia y propiedad, adornándolas con gusto exquisito y en ello invertían a veces no poco dinero.
El séquito de estas procesiones estaba constituido por diversos elementos que daban al religioso espectáculo un carácter pintoresco y curioso, a pesar de su solemnidad.
El pueblo formaba filas a ambos lados de la calle y detrás de las imágenes iban numerosos devotos agrupados.
Abrían la marcha de las procesiones, en aquellos tiempos, las comparsas de los danzantes, que ejecutaban distintos bailes de figuras; la monstruosa tarasca y la tarasquilla, los gigantes, los diablitos, los Papa-huevos, los moctezumas y dos grupos de niños vestidos de modo caprichoso, representando los reyes moros y los reyes cristianos, cuyas costumbres se conservaron hasta los comienzos del siglo XIX.
Las imágenes eran precedidas de los mascarones, que imitaban cabezas de horribles monstruos o de personajes imaginarios, costumbres imitadas de algunos pueblos españoles.
Entre los elementos que formaban el cortejo de la procesión, llamaban la atención los sayones, que aún subsisten, los cuales siempre han tenido la misión de cargar las imágenes y guardar el orden.
Estaban organizados en Escuadras, bajo la autoridad de un Cabo. Sus nombramientos los hacía la Iglesia. Este cargo se ejerce como promesa y está vinculado en algunas familias trinitarias, entre las cuales tal promesa se conserva como una tradición y se trasmite como un deber religioso hereditario.
Entre estas familias, recordamos las de Pomares, González, Echevarría, Pichs y otras. Los sayones visten un hábito verde a manera de túnica sacerdotal, cubierta la cabeza por un capuchón puntiagudo con dos agujeros que corresponden a los ojos. Llevan en la mano un látigo para imponer respeto al público y espantar los perros.
Por su traje característico y su extraña figura, los sayones se destacaban del conjunto, sobre todo a la vista de los niños, que los miraban con recelo y temor, cual si fuesen misteriosos fantasmas escapa dos de las páginas de Grimm.
Como en la época colonial la Iglesia era entidad oficial, parte integrante del Estado, no es de extrañar que las procesiones tuvieran cierto aspecto militar.
A ellas acudían los milicianos a falta de tropa veterana —muy exigua en Cuba antiguamente— y daban escolta a las imágenes. Las Milicias eran fuerzas irregulares, cubanas, y su oficialidad se escogía de entre jóvenes de las familias más distinguidas y ricas.
Fueron creadas hacia mediados, del siglo XVII. Estas fuerzas, que prestaron muchos y notables servicios a España, en nuestro país, fueron disueltas luego a virtud del sentimiento de recelo y desconfianza que siempre abrigó la Metrópoli respecto de los cubanos.
Por aquella remota fecha, los milicianos vestían—según el uso imperante,— uniformes vistosos y arlequinescos: calzón corto, medias largas, zapatos bajos con hebillas y sombrero alto. Años después se democratizó este uniforme.
Las procesiones salían de la Iglesia a hora temprana, porque en aquellos tiempos viejos recorrían una gran parte de la población. Y según la tradición, cuando el cortejo llegaba al lugar conocido todavía por el Calvario, al final de la calle de la Amargura (lo representa un solar yermo del barrio de la Barranca), se verificaba una imponente ceremonia religiosa.
En aquella época, ya borrosa e indistinta, en que el sentimiento religioso se manifestaba bajo aspectos exagerados hasta llegar a un extravío enfermizo, seguían a las imágenes los penitentes. Estos eran personas supersticiosas y fanáticas, que hacían su penitencia con objeto de cumplir una promesa, purgar algún pecado o ahuyentar al Diablo, que solía metérsele en el cuerpo a la gente tonta o imbécil…
Los penitentes llevaban la cabeza cubierta por un negro capuchón que ocultaba el rostro, las espaldas desnudas y los pies descalzos; iban orando sin cesar, en voz baja y al mismo tiempo se flagelaban sin piedad las carnes hasta manar sangre, con unas recias disciplinas. Tal espectáculo resultaba cruel y repugnante.
Cuando la procesión llegaba a ciertos lugares de la Ciudad, donde existían grandes cruces de madera empotradas en las paredes exteriores de las casas, muchas de las cuales aún ofrecen ese símbolo sagrado, el penitente se arrodillaba ante dicha cruz, abiertos los brazos, baja la cabeza, y al tiempo que rezaba, se administraba una serie de azotes para castigar la pecadora, carne, o bien se echaba á tierra y la besaba repetidas veces entre suspiros y gemidos.
Con frecuencia se daba el caso de tener que recogerse del suelo al infeliz penitente, presa de terribles convulsiones epilépticas o de un síncope alarmante. También había otro género de penitentes que eran los más exaltados o los que más temían las iras de Dios o las travesuras de Satanás, los cuales en trajes casi paradisíacos se hacían atar a una cruz —un mal remedo de la crucifixión de Jesús— y colocados en andas eran conducidos en la procesión por otros fanáticos.
Estos espectáculos tan extraños, hoy apenas concebibles, debieron constituir un poderoso atractivo para nuestros remotos antecesores.
Con tales antecedentes históricos, ya podemos referir la curiosa leyenda del Cristo de la Vera-Cruz, tan amado y venerado del pueblo trinitario.
Refiere la tradición que a fines del siglo XVIII arribó al pueblo de Casilda una gran goleta española buscando refugio por haberla sorprendido en el mar libre una de esas furiosas tormentas o huracanes de los trópicos, sin que se supiera su procedencia.
Después de tres meses pasados en el puerto reparando sus averías se hizo a la mar; pero antes de dos días y cuando aún no estaba muy distante de las costas trinitarias, fué de nuevo combatida por otro espantoso ciclón. El valiente y hábil capitán del barco hizo supremos esfuerzos por ampararse en el puerto de Casilda huyendo de los riesgos de aquellas costas bajas y rocosas, y tumba de innúmeros navíos en los remotos tiempos de la Conquista; pero vanos resultaron sus deseos pues quedó entregado en manos del Destino.
Y al tomar la resolución de correr el tiempo, dispuso arrojar la carga que venía sobre cubierta al embravecido mar, ya que de todos modos estaba expuesta a perderse y constituía un peligro más. En el vaivén de las olas encrespadas fueron llevadas a las playas casildeñas y al mismo puerto, cajas, maderas, barricas, etcétera.
En consecuencia, las autoridades marítimas ordenaron recoger todos aquellos objetos y bultos y que se depositaran con el fin de reintegrarlos a sus legítimos dueños cuando los reclamaran. Pero como transcurrieran meses y más meses sin que nadie se presentara a reclamar los objetos recogidos, las mencionadas autoridades resolvieron venderlos en pública subasta.
Entre otras, fué abierta una caja cuyo rótulo, deteriorado por el contacto con el agua salada, decía: V… Cruz, y no sin sorpresa se vió que contenía una magnífica escultura de un Cristo Crucificado, casi del tamaño natural de un hombre.
Por lo que del rótulo quedaba, se dedujo que aquella imagen —cuya procedencia se ignoraba,— venía destinada a la ciudad de Veracruz. Por esta sola razón prevaleció el nombre del Cristo de la Vera-Cruz con el cual se le conoce en Trinidad.
Efectuada la subasta, fué adquirida la imagen mediante la cantidad de 270 pesos —que parece exigua,— por Don Pablo Vélez, miembro de una antigua y distinguida familia trinitaria, quien hizo donación a la Iglesia de tan hermosa escultura, que, por tan singulares circunstancias vino accidentalmente al seno del pueblo de Trinidad, que la sigue conservando y adorando con todo el fervor religioso que su excelsa Majestad requiere.
A raíz de este acontecimiento se organizó la Cofradía del Carmen, la que se hizo cargo de la conservación y adorno de esta divina imagen, misión que siempre ha atendido y atiende con celo y veneración.
El pueblo trinitario, que tan arraigado tiene el sentimiento religioso, se impresionó vivamente ante las extrañas circunstancias que lo pusieron en posesión de la notable escultura, y en el espíritu público se afirmó la creencia supersticiosa de que: El Señor no quería irse de Trinidad. Con tal motivo, parece natural que sus hijos tengan orgullo en esa predilección del Señor de la Vera-Cruz, manifestada de manera tan extraordinaria.
La obra escultórica del Cristo de la Vera-Cruz es de un verdadero mérito artístico, y es sensible no conocer el nombre del artífice —probablemente español,— que supo imprimir a la fisonomía de esta imagen una expresión de dolor moral, sin reflejos de odio ni desesperación, dolor en el que existe una inefable serenidad, una bondad imperturbable, una sublime grandeza, propia en Dios que muere… Es una escultura trágicamente hermosa, bella y emocionante, ya que es el Arte inspirado por la Fe.
Tres generaciones de trinitarios han seguido al Cristo de la Vera-Cruz orando fervorosamente a su paso, implorando su favor, su piedad o su perdón!
Durante casi un siglo ha ido tras ese Cristo nuestro pueblo, con fe infinita, alto el corazón y el alma llena de esperanzas. Y ese profundo amor y esa ardiente devoción por el Cristo de la Vera-Cruz, se ha trasmitido, como sagrado depósito, de padres a hijos, en alas de la tradición. A sus plantas se han prosternado los creyentes a millares, con los ojos arrasados en lágrimas, el corazón angustiado en supremos momentos de tribulación y de crueles conflictos de la conciencia.
¡La fe es milagrosa! Por eso, ¿Cómo dudar de que se sintiese el pecador redimido, el triste consolado, el humilde exaltado, el débil fortalecido?… Y esa fe explica también cómo en ocasiones en que nuestro pueblo se vió afligido por terribles calamidades, epidemias, sequías, etcétera, los trinitarios acudieran al Señor de la Verá-Cruz demandando su infinita bondad y su segura protección.
Guardemos con amor y respeto esas bellas tradiciones que forman la parte más hermosa e interesante de la vida de los pueblos y que sólo son grandes y fuertes cuando éstos las conservan incólumes y sin olvidar el pasado que se las deparara para brillar orgullosamente en las páginas gloriosas de su historia local.
Bibliografía y notas.
- Sánchez Sánchez, Emilio. “Tradiciones Trinitarias. El Cristo de la Vera-Cruz”. Revista Social. Volumen 16, núm. 4, 1931, pp. 24, 80, 90, 91, 92.
- Historias y Leyendas.
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