José María Gálvez Alfonso nació en Matanzas el año de 1835; sus apellidos por ambas líneas son los que llevan dos familias de las más antiguas y distinguidas de aquella ciudad.
Fué su padre don José María Gálvez y Lamar, inteligente hacendado, que en el cargo de alcalde de aquel entonces dilatadísimo municipio se granjeó la estimación general por su probidad y civismo, el cual legó a sus hijos con una modesta fortuna otra más valiosa herencia: el ejemplo de su bondad, su severa moralidad, su intachable cortesía y una inteligencia agudísima.
Sin merma en la parte moral, si no en lo demás, pasó el legado a tres de sus hijos varones: Federico, el famoso cirujano; Jesús Benigno, el notable y austero jurisconsulto y catedrático, que en su juventud compartió con Enrique Piñeyro el aprecio y la predilección de don José de la Luz: y finalmente José María, que viviendo más años que sus hermanos, tuvo más ocasión para acrecer el caudal paterno.
El joven matancero vino a educarse a la capital. Fué alumno del memorable “Colegio del Salvador”, y aun viven algunos distinguidos condiscípulos que con gusto recuerdan sus triunfos escolares y su carácter afable, cariñoso y franco.
Por estas dotes ganó luego en la Universidad lauros y simpatías que lo prepararon para entrar en el Foro, como lo hizo, con desembarazo y con lucimiento.
En 1857, graduado en Jurisprudencia, comenzó a abogar bajo la dirección del doctor Isidro Carbonell, muy renombrado en aquellos días, y fueron para él de mucho provecho los años de práctica cursados al lado de tan experto maestro.
Apenas empezó a ejercitar con bufete propio, obtuvo señaladas victorias, contendiendo con adversarios de los más reputados, y en 1868, ya José María Gálvez alternaba en el foro habanero con los abogados jóvenes de más prestigio y porvenir.
He fijado el, año, porque marca una era crítica en la historia de Cuba y en la vida de Gálvez. El grito de Yara resonó en la Habana con mágica vibración. La Juventud generosa, entusiasta, creyó oír la trompeta ante cuyos toques iban a caer desmoronadas las murallas de Jericó.
Gálvez sintió en su pecho, como tantos otros, el estremecimiento y la llamarada de aquella fiebre de libertad y de gloria que abrasó al pueblo cubano; pero en lugar de volar al campo para servir a la Revolución con sus brazos, se aprestó a consagrarle su inteligencia, arma más segura a veces y más temible que una espada de acero, y exponiendo su vida a riesgos mas inminentes que los que logra eludir el hábil guerrero.
Desde los primeros momentos procuró comunicarse con Carlos Manuel de Céspedes ofreciéndole sus servicios, y cumplió lo ofrecido laborando con actividad incansable, con celo y abnegación. De estos servicios no han quedado ni rastros. Nunca fueron conocidos ni agradecidos. Nunca los publicó. Nunca fueron cobrados.
Gálvez averiguaba para comunicar a Céspedes cuanto ocurría en las oficinas del gobernador general y del Estado Mayor del Ejército. Gálvez hacía interceptar importantes telegramas oficiales.
Recuerdo que en uno de éstos el gobernador de Puerto Príncipe daba cuenta de la asamblea celebrada por los jefes militares del Camagüey para acordar si se aceptaban o no las proposiciones de paz que presentaba el general Dulce por medio de los emisarios Tamayo y Rodríguez Correa; y decía aquel despacho que la mayoría, siguiendo el parecer del general Arango, se había decidido a firmar el convenio; pero que lo había impedido impedido la enérgica oposición del marqués de Santa Lucía.
Gálvez servía con su entendimiento pero también con su bolsa. Para facilitar recursos a los que deseaban pasar a Oriente o al extranjero, siempre había fondos disponibles, ya de su peculio propio, o ya procurados por él.
Una vez, se encargó el patrón de una goleta costera de una importantísima y riesgosa comisión patriótica, pero exigía 4 mil pesos, que habían de serle abonados inmediatamente y por adelantado. No podía Gálvez reunirlos; pero voló a casa de Miguel Aldama, suplicó encarecidamente y consiguió que aquel gran patriota donase la suma.
Cuando más tarde la Junta Revolucionaria de Nueva York fundó un periódico consagrado a su causa, Gálvez, con el pseudónimo de Bainoa, inició aquella serie de Cartas de Cuba, que tanto regocijaron a sus lectores y que tan caro pudieron haberle costado.
Palabras imprudentes de un emigrado cubano hicieron saber a Ferrer de Couto, director del periódico que el Gobierno español subvencionaba en Nueva York, quién era el autor de aquellas correspondencias en que con tanta gracia se zarandeaba al intransigente integrista.
Vino la denuncia, Gálvez fué preso: la astucia de uno de sus familiares evitó que en el registro de su domicilio cayeran en manos de la policía los bonos del Gobierno Revolucionario a él encomendados para negociarlos.
Conducido a la Cabaña, sin duda hubiera sido ejecutado en el funesto foso de los laureles a no haber intervenido en su favor el generoso catalán, coronel de voluntarios de Cimarrones, D. Francisco de Paula Gay, y un caballero cubano, amigo de Valmaseda, cuyas instancias salvaron la vida del satírico Bainoa.
Pero el entusiasmo revolucionario de nuestro amigo se fué enfriando por grados. La madurez de su entendimiento, la experiencia de los años, el estudio severo de la Historia y de la ciencia Política, modificaron las fervorosas convicciones peculiares de la edad juvenil.
Por otro lado ¿qué quedaba, qué veía en el campo revolucionario que pudiera dar estímulo y alimento a aquellas fervientes y puras aspiraciones, a aquellos ensueños de virtud de heroísmo, de sacrificio que constituyen hoy, como en todo tiempo, la esencia misma de los principios liberales!
Entre los emigrados de Nueva York, desconcierto, descrédito; los honrados jefes escarnecidos e injuriados; por todas partes la discordia y la indisciplina. En Cuba, un espectáculo más lastimoso aún.
El primer caudillo de la Revolución, contrariado y luego depuesto por un Congreso de jóvenes elocuentes y fervorosos, pero inexpertos: rivalidad implacable entre los jefes militares, bandos enemigos en perpetua lidia, sediciones impunes, y tan absoluta carencia de provisiones de boca y guerra que el fracaso era inevitable, a despecho de los heroicos esfuerzos y la constancia que cubren de eterna gloria los desastres de aquella lucha.
Entristecido y desconcertado, consagró de lleno a sus trabajos profesionales su actividad y sus aptitudes especiales, que eran muy felices, pues estaba dotado de rápida concepción, tenaz memoria, ingenio perspicaz, y extraordinarias dotes oratorias.
Su palabra era fácil, abundante, siempre clara y castiza. Convencía y persuadía con sólidos argumentos, con textos legales bien aducidos y una admirable y breve exposición de los hechos recogidos y presentados con precision y escrupulosa exactitud.
Su elocuencia era sencilla, serena, y conmovía sin frases altisonantes, sin estrépito, sin arrebatos apasionados. A estas dotes de intelecto juntaba otras morales de precio mayor: probidad ejemplar, y una conciencia en que inspiraba el honor y la justicia.
Con tan fuerte armadura subió, joven aún, a primera línea entre sus compañeros y pudo labrar sin mancharse una considerable fortuna, que habría sido mayor, si la moderación y delicadeza de sus tratos con clientes y curiales no hubieran muchas veces provocado a éstos a abusar de su generosidad sin pudor ni escrúpulo.
Hallábase en el apogeo de su brillante carrera, rodeado de prestigio, gozando de creciente renombre y riqueza muy bien ganada, cuando en febrero de 1878 la Paz del Zanjón vino a poner término a nuestra prolongada guerra civil.
Se abrió entonces en la vida de Gálvez otra era crítica, más importante, más larga y azarosa que la anterior, pero para él más gloriosa, si bien sembrada de quebrantos y sinsabores; porque en los veinte años que abarca, pudieron aquilatarse mejor la varonil constancia y las virtudes cívicas del cubano noble y generoso que sin provecho ni recompensas para él, aunque no estérilmente para su pueblo, consagró todas las fuerzas de su voluntad y de su inteligencia a la causa de la libertad y la ventura de la patria, sacrificándole su descanso personal, el bienestar de su familia y el provenir de sus hijos.
Iba a iniciarse en Cuba un nuevo régimen; el pacificador proclamaba concordia y olvido de lo pasado. Los cubanos iban a recuperar algunos de los derechos políticos de que los habían despojado las Cortes de 1836.
La rebelión le había costado a España muchos millones y un espantoso sacrificio de vidas humanas; todos creíamos en el escarmiento de los gobernantes y en la rectificación de su torpe y detestable política tradicional; y algunos honrados patriotas, fiados en la incontrastable fuerza de la opinión y en la virtualidad del régimen representativo, pensaron que era llegado el momento oportuno para organizar un potente partido liberal que recabase todos los derechos constitucionales para la Colonia, desde luego, y más tarde también el de gobernarse a sí misma sin menoscabo de la soberanía nacional.
Plausible idea; pero pasaba el tiempo y nadie se adelantaba a ponerla en ejecución. En aquella sazón llegó a la Habana el insigne letrado español D. Manuel Pérez de Molina, exdiputado a Cortes, altamente relacionado en Madrid y muy estimado también en la Habana, donde había residido varios años ejerciendo la abogacía con prestigio y publicado el prospecto de un diario titulado La Paz, que debía consagrarse a condenar los procedimientos inhumanos en la lucha civil y aconsejar medidas de conciliación y concordia.
Los integristas rabiosos lo habían forzado con rudas amenazas a desistir de sus nobles propósitos; pero él, insistiendo en ellos, ofreció renovar algún día la tentativa cuando en más propicia ocasión mejorasen las circunstancias y se aplacase un tanto la intransigencia.
Y a cumplir lo ofrecido venía tan pronto como vió promulgado el “Convenio del Zanjón”, trayendo la “Real licencia” para publicar un diario en la Habana titulado El Triunfo, aludiendo al que había alcanzado Martínez Campos practicando las ideas conciliadoras por que había abogado Perez de Molina; y con la “Licencia” traía también ya escrito el programa del diario futuro.
A su llegada tuvo una larga entrevista con el que escribe estas líneas (Ricardo del Monte), solicitando su colaboración, a la cual hube de acceder bajo la estricta condición de que el nuevo diario habría de ser precisamente defensor de la autonomía colonial.
Preparóse para el primero de Julio la salida de El Triunfo, y para festejar el suceso dió Pérez de Molina un suntuoso banquete en la quinta de Santovenia, al que concurrieron las personas más distinguidas de nuestros círculos profesionales, literarios y sociales.
Los brindis elocuentes, las calurosas efusiones, expresión viva del anhelo que en aquellos días llenaba todos los corazones ávidos de regeneración, libertad y concordia, predispusieron favorablemente los ánimos, y la idea de la fundación de un partido liberal cubano, allí lanzada oportunamente fué acogida con entusiasmo.
El Triunfo la propagó calurosamente. Poco después se celebró en numerosa y memorable reunión popular, la inauguración del partido, leídos y aprobados con entusiasmo el programa del mismo, el manifiesto dirigido al país por los fundadores y los nombres de los que habían de formar la primera junta directiva bajo la presidencia de José María Gálvez.
Estudiando con juicio sereno el proceso de la idea patriótica en el pueblo cubano, desde su alborear a principios del pasado siglo hasta la terminación del régimen colonial, ella dirá que el partido autonomista ha sido en nuestra tierra la organización política más poderosa, más inteligente y disciplinada y dirigida con más acierto, prudencia y eficacia.
Y dirá también que sus caudillos no eran ociosos dilettanti políticos, sino trabajadores, honrados, prudentes y previsores; que su obra fué buena y fecunda para el bien de Cuba. ¿Cómo negarlo? En pocos años de su labor, contrariada estúpidamente por los que más debieran haberla favorecido, el partido autonomista conquistó para Cuba, primero: algunos de los importantes derechos individuales aquí no sancionados; luego todos los de la Constitución española, la libertad de imprenta y la religiosa; más tarde la abolición de la esclavitud; los gobiernos militares de las provincias convertidos en gobiernos civiles y varias otras reformas de bastante importancia.
Y más grandes y más meritorias que las ventajas concedidas por las Cortes y los gobiernos de España, fué la labor moral y patriótica de los autonomistas, encaminada a educar al pueblo de Cuba para ejercitar y conquistar su libertad. Publicistas y oradores eminentes, por la prensa y por la tribuna propagaban doctrinas políticas, sanos principios económicos que minaban el régimen colonial; analizaban y condenaban severamente los vicios, los errores, la rapacidad y el despotismo de la dominación de España en América.
Montoro, Govín, Varona, Cortina, Fernández de Castro, Giberga y Figueroa, no subían a la tribuna para predicar paciencia y resignación y defender a los opresores, sino para levantar los corazones , inflamarlos con arranques de fervorosa elocuencia en que vibraban la ira patriótica, el odio a la tiranía, el ansia de libertad y el amor a Cuba.
Y las muchedumbres en las ciudades y en los campos los aclamaba como noble adalides de la causa sagrada, intérpretes verdaderos del alma y del sentimiento cubano. ¡Ah! bien merecieron haber triunfado. No lo quiso la ciega obstinación de España. Los cubanos remitieron a las armas el desagravio de sus injurias y el logro de sus ansias de libertad.
No la denigración sistemática, la villana calumnia y el cobarde abandono, sino respeto y estimación es lo que debía el pueblo cubano a aquellos hombres, y más señaladamente a aquel varón firme, prudente, sagaz, que durante muchos años, sin flaqueza ni cansancio, supo llevar dignamente su representación y su jefatura.
En efecto, muy raras prendas de inteligencia y de carácter debía reunir quien en su puesto conservó siempre el afecto y el respeto de subordinados y compañeros. En la presidencia de la Junta Central era insustituíble. Dirigía los debates de una manera admirable, siempre atento, imparcial y sereno. En las discusiones acaloradas, su oportuna intervención, sus corteses y afectuosas exhortaciones conciliaban a los discrepantes o evitaban el choque inminente.
Exponía las cuestiones que iban a debatirse, o indicaba su parecer con suma precision, claridad y acierto. En las funciones ejecutivas de su cargo era exacto y escrupuloso. Vigilaba y amonestaba a sus subalternos, manteniendo en toda la Isla aquella disciplina que tanto admiraba y desconcertaba a nuestros adversarios.
En sus relaciones con los gobernadores generales de la colonia, era muy correcto y comedido, cuidando siempre el decoro de su partido. Fueron afectuosas las que tuvo con Martínez Campos, que con frecuencia le consultaba; lo nombró consejero de Administración, y con él se correspondía desde la Corte. Fue también amigo del general Blanco, y a eso se debe que después de la intentona de 1879 en la provincia Oriental, se salvasen de la deportación o la cárcel todos los sospechosos a quienes Gálvez había garantizado como autonomistas.
Al tocar este punto, aprovecho la ocasión para desmentir a los que por error o con malicia han hablado de infames complicidades y de imposiciones o amenazas de arriba. Lo de las complicidades no he de recogerlo; quédese entre el fango de donde viene. Cuanto a las cobardías, diré lo ocurrido en la única tentativa de sumisión ensayada por Weyler y valientemente frustrada por Gálvez.
Cánovas del Castillo quería y no podía disolver las Cortes porque a ésta no podría concurrir la representación de Cuba. Expuso el caso a Weyler, indicándole que si éste lograba celebrar elecciones en Cuba le haría un señalado servicio al Gobierno Supremo. Ofreció complacerlo el soberbio caudillo, contando con la benevolencia de los integristas y la debilidad de sus adversarios. Llamó a Gálvez; díjole que tenía que cumplir a todo trance su promesa, y era necesario que acudieran a las urnas los electores autonomistas.
Contestó nuestro jefe que él a nada podia obligarse, sino a consultar la opinion de sus compañeros, a lo que replicó el general, “que vieran lo que hacían, porque si el partido no podía ir a las elecciones tendría que darlo por disuelto, considerando a Gálvez y sus compañeros desde entonces como enemigos suyos políticos y personales”.
La junta, de acuerdo con su presidente, acordó negarse a la pretensión, y cuando aquél acudió a la Secretaría general con la ingrata noticia, se le repitió sin ambajes las amena zas del airado Bajá. Gálvez no volvió a Palacio en todo el año, hasta que mitigada un tanto la furia de Weyler por la muerte de Maceo, reanudó las rotas relaciones y consultó al presidente de nuestro partido, acerca de lo que debía hacerse con los presos o deportados por sospechosos.
A este incidente debieron su salvación desde fines de 1896, innumerables patriotas que gemían en cárceles y presidios, de los cuales algunos, cuando tornaron a la Habana con la comitiva del Interventor, volvían la cara, para no saludarlo, si por acaso se encontraban con el hombre bondadoso y paciente, sin cuya mediación acaso no les hubiera sido posible llegar a tiempo de alcanzar su parte en los lauros y los provechos de la victoria. Otros de los favorecidos entonces, no se contentaron con esquivar el saludo: hacían coro con los que injuriaban a su bienhechor.
Muerto Cánovas y presidiendo Sagasta el Gobierno Supremo, recibió éste la primer nota de MacKinley sobre los asuntos de Cuba. Era una advertencia preñada de amenazas. Fué un aguijonazo, y se resolvió con ceder a las colonias su autonomía, cuando ya estaba echada la suerte en contra de España, y tenían mayoría segura en el Congreso de Washington las poderosas corporaciones y los políticos anexionistas interesados en expulsarla de Cuba y Puerto Rico.
Fué llamado Gálvez a constituir y presidir el primer Gabinete del nuevo régimen. Aquí pudieron traslucirse sus dotes eminentes: firmeza de carácter, laboriosidad a toda prueba, juicio sagaz y recto, pureza y desinterés sin igual; pero nada habían de valerle.
Los cuatro primeros meses del año 1898 se consumieron reorganizando todo el mecanismo administrativo, instalando las nuevas oficinas y dependencias, trasegando el antiguo y nombrando todo el personal de nueva planta —¡hercúlea tarea!—, Y, finalmente, preparando las elecciones para las Cámaras legislativas.
En esta sazón vino la declaración de guerra de Washington, y cuando el 5 de mayo se abría el Congreso cubano, y el Gobierno autonomista, hasta entonces sin atribuciones políticas, debía comenzar a funcionar con la plenitud de sus facultades y su poderosa iniciativa parlamentaria, los cañones de la terrible escuadra bloqueadora ondulando frente al Palacio de la representación colonial, recordaba a los legisladores incipientes, la interesante situación de las heroicas Cortes de Cádiz, deliberando al son de las bombas de la escuadra francesa.
Los debates de los diputados cubanos dieron honroso testimonio de su cultura, pero no tenían más valor práctico que los de los ergotistas de Bizancio, sitiada por los guerreros otomanos.
La clausura de las Aduanas había dejado exhausto el Tesoro. No había dinero ni para pagar los sueldos. Deshecha la armada española se publicó en la Habana el protocolo de la paz firmado el 12 de Agosto. Muerto quedó virtualmente el Gabinete autonomista, y el de la nación continuaba sólo con carácter provisional hasta el momento de hacer entrega de la Isla al delegado o gobernador militar designado por el ministro de la Guerra de los Estados Unidos.
Gálvez y su gabinete, ya sin autoridad, nada podían sino lo que hicieron, caer con honra, continuando en su puesto por decencia, mientras muchos otros funcionarios desertaban sin decoro, pasando a los cercanos campamentos del Ejército libertador para comprar indulgencias.
El gran Partido autonomista, esa hermosa página de la historia de la educación política de Cuba, se había hundido en las aguas de Santiago, bajo el trueno de los cañones de Sampson; pero la acción política del que fué su personificación más genuina, continuó hasta el solemne acto final, rodeado de sinsabores y penosos deberes.
Aun faltaba otra amarguísima copa. El primero de enero se hallaba en su retiro doméstico, abatido por el cansancio, la tristeza y el desencanto. Sonó el cañón anunciando que Cuba era libre y soberana, mientras subía majestuosa al asta del Morro la bandera estrellada de la República redentora.
Alegres y abigarradas muchedumbres recorrían estrepitosamente las calles entonando patrióticos vivas y gritos estridentes, que estremecían la atmósfera y entre los gritos, el noble , honrado, puro amantísimo hijo de Cuba, que por verla libre y dichosa había durante veinte años inmolado bienes, inteligencia y salud, escuchó claramente el salvaje clamoreo: “¡Montoro a la guásima! ¡A la guásima Gálvez!”. ¡Ah, no! La Historia es veraz y justiciera, pero mientras llega la reparación tardía, quedará impune la vil calumnia, la ingratitud miserable y los asesinatos morales.
José María Gálvez, alma fuerte, murió sereno y resignado. Mucho tiempo aguardó en vano el desagravio; ya no lo esperaba. Pero vendrá la reparación. La posteridad no odia ni envidia ni tiene rencores, y en la historia de los hijos mejores y más grandes de Cuba pondrá su nombre entre el del maestro politico de Cuba, José Antonio Saco, y el de aquel férvido patriota a quien su pueblo glorifica con el nombre de Padre de la Patria, José Martí.[1]
Bibliografía y Notas.
[1] Reproducimos este brillante trabajo de Ricardo del Monte, también desaparecido, porque no podríamos realizar otro mejor, por su forma literaria y sus conceptos, para revivir el recuerdo de un cubano ilustre, José María Gálvez, y rendirle un homenaje digno en este mes de mayo en que ocurrió su muerte.
- Del Monte, Ricardo. “Gálvez, Su Vida Pública.” Revista Cuba y América, Mayo 1914, 65-70.
- El Partido Autonomista de Cuba. Blanco y Negro, Diciembre 1897.
- De interés: Farewell al U.S.S. Maine.
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