El Caserío de Mahy y La Cumbre de Matanzas en las Memorias de Lola María. El camino que conducía a la Cumbre, entre malezas, casi insensiblemente se ascendía. Nada al principio llamaba la atención, a no ser el magnífico golpe de vista panorámico de la ciudad que atrás iba quedando con su bahía, casas y horizontes perdidos en la bruma.
Mas cuando ya a la mitad del quebrado terreno de la vía iba descubriéndose algo del Valle, que, aparecía, desaparecía y tornaba a aparecer, como visión momentánea y deslumbradora, el entusiasmo iba en aumento;
Hasta que por último, de improviso, en una brusca vuelta del sendero como fin de la jornada, impensadamente surge el espectáculo más hermoso que el alma humana puede concebir, lanzando un grito ufano de admiración y gloria al Todopoderoso, que así triunfa en sus colosales designios.
Allí, en aquel lugar paradisiaco, en la escogida parcela que bordea el camino, a un lado está el Valle del Yumurí y al otro las azuladas aguas del Océano, limitadas por la abrupta costa que a lo lejos termina y donde los dos confines de mar y tierra se besan confundidos; eligiéndose el privilegiado oasis que en el centro queda para el grupo de casas-quintas sencillas y confortables, juzgando inútiles estilo, adornos y perfiles, ante la magna arquitectura de aquel escondido rincón del universo.
En los balcones de la casa donde residía, contemplábase el paisaje en toda su excelsa apreciación: el Valle con sinuosidades exquisitas, laderas cultivadas, cañadas perceptibles, con montañas caprichosamente rizadas de verdor sombrío, de tonalidades mágicas, según la luz iba derramándose en ella amorosamente guiada por el sol, que allí con privilegio juega o descansa, huye o se esconde, dora y cautiva…
Allí también la imaginación vuela a otra raza, ligera y feliz, que con los pájaros compartía el derecho de vivir… y donde nosotros los nativos de ahora nada para ellos de seguro suponíamos, ya que ni aun siquiera el sentimiento de hermandad y concordia alegar podíamos.
Mis padres acostumbraban a pasar el verano en la Cumbre, así fué que desde mi nacimiento con ellos residía en las deliciosas alturas.
En aquella temprana edad, sorbo a sorbo, bebí de aquel infinito, gustando del cordial divino, que Dios en su munificencia inmensa, periódicamente me proporcionaba.
Absorbía con el alma entera el asombroso paisaje y de la pintada lámina me enajenaba el conjunto, me atraía el detalle, mas cautivaba el cuadro, que sin darme cuenta dentro de mi ser iba grabándose, dejando un rastro de incipiente poesía, de vibraciones elevadas, donde la religión aun no definida y la naturaleza en su naciente grito, ponían el ánimo en suspenso, enmudeciendo ante la maravillosa creación que mis ojos admiraban del sublime Hacedor en toda su grandeza.
Pintor, artista, Dios, cuán bello apareciste en esos seis años primeros de mi vida, en las alegres temporadas, donde mi alma se esparcía, donde mi niñez confiada y feliz se deslizaba, en contacto con las grandiosas obras de tu poderoso cetro!
Ajena a todo dolor, rodeada de halagos, mimada, vendada en todos sentidos, pues de la vida sólo el lado bueno percibía, llegando a mí tan sólo el atractivo de la belleza en todas sus fases, como de las cosas elevadas sus perfectas representaciones en todos los órdenes, —así preparada,— dócil e inocente, podía sentir cualquier cambio, cualquiera mutación, que no fuese el escenario aquel a que estaba acostumbrada.
En aquella playa solitaria de mi interior, donde las olas no hacían rumor, el paisaje inmutable de calor y vida tonificaba mi ser y sana y equilibrada, las manifestaciones exteriores, hallaban en mí halagüeñas interpretaciones, inclinándome siempre a lo bueno y a lo mejor. Así preparada, fué una sorpresa cruelísima para mí la vida. Al despertar de aquel sueño, de aquel cielo estrellado, ¡qué represalias guardaba para mí el destino!
Una tarde, allá, en la Cumbre, sentí la primera revelación de algo nuevo, de algo que en mí se deshacía y que sin darme cuenta fué el primer indicio de la sensible mutación. Acostumbrábamos los niños a reunirnos en el camino real.
La comida servíase temprano y nos era dable, como a las personas mayores, disfrutar por completo de las cortas horas con que cuenta el intervalo más prolongado en la estación estival de la solemne retirada del sol, excepcionalmente bella en aquel lugar.
Además de otras distracciones allí jugábamos y paseábamos frente al caserío en la hermosa calzada, blanca, llana y lisa que perdíase muy lejos en un recodo del camino, dando fondo de un lado al escenario del Valle y del otro al lejano mar.
Nuestra diversión favorita era en las niñas arrancar lindas maravillas, olorosas y suaves, de múltiples colores, algunas deliciosamente matizadas por singular capricho de la naturaleza y que de un modo prodigioso prodigábase al borde del sendero.
De ellas llenábamos nuestras faldas y sentadas en alguna desprendida piedra del cercado donde principiaba a descender el Valle, una a una, cuidadosamente íbamos engarzándola por el delicado cáliz en prolongada varilla de rabo de zorra, y tejida la guirnalda, con ella adornábamos nuestras cabezas, ya en forma de mística corona o de erguida diadema;
Rodeábamos nuestro cuello de largos collares; hacíamos brazaletes y aun aretes que en aros colgábamos de la diminuta oreja y así ataviadas y con el improvisado y fresco y perfumado aderezo —muy lindo por cierto— paseábamos lentamente, seguidas a pie de nuestras criadas, en el pequeño carro pintado de rojo y guiado por el paciente e inofensivo pony de mi hermano.
Otras veces recorríamos en bulliciosas bandadas los lindes del camino con enormes ramos de amarillo sauco que el aire sin piedad sacudía en el resistente arbusto, dejándolos ilesos milagrosamente y aun más hermosos —cosas de Dios!— haciendo muy deseable el codiciado oro de sus perfumados y sedosos pétalos, más dorados aun por los últimos rayos del sol que tras los palmares se escondía;
E impelidas por infantil travesura unas a otras en nuestra frente con fuerza chocábamos el cerrado botón de la silvestre flor produciendo el estallido ruido estridente, como de pequeños cohetes, persiguiéndonos a porfía en el inocente afán, siendo un trasunto de la gloria el lugar, la edad y el candoroso juego!
Errábamos por el llano: prestaban los limoneros el poderoso aliciente en campo libre de sus buscados frutos, de fina esencia, que en pequeños gajos, ofrendábamos orgullosas después a nuestras madres.
De sorpresa en sorpresa nos deteníamos ante el arbolillo de las aromas, cuajado de olorosas motitas, cuyo perfume delicado, refinado y exquisito, nos atraía, convidándonos al momentáneo descanso, aprovechándolo unas y otras en despojarnos del pegajoso y punzante guizazo que por nuestro bien nos mordía, hería y lastimaba, llamándonos a la realidad y al juicio, como las espinas que en provechoso escarmiento y no en balde, encuentra el hombre en el camino de la vida.
Ebrias de dicha regresábamos a nuestras casas; rendidas caíamos en el mullido lecho. Oh! encanto del pasado! Maravillas, sauco, limoneros, aromas y guizazos! Céfiro blando, transparente cielo, arrullos de amoroso nido, misterios inefables de la moribunda tarde!…
Alguna vez, a solas, reclinábame en el cercado: la tenue brisa de un día caliginoso tornábase en el crepúsculo suave y dulcísima. Aquel aire de abanico acariciaba mi rostro; entornaba los ojos… y sintiendo en mí el intenso atractivo y el benéfico influjo de vida tan grata y bella en aquel trasunto de los cielos, desprendíame de infantiles deseos —ni juegos, ni muñecas, ni anhelos— y sólo ángeles y serafines llenaban mi ensueño.
Y ese día, al que hago referencia, como de costumbre nos preparábamos a los cotidianos paseos y aprovechando yo el momento de vestirse Margarita y de hallarme en el jardín —lugar que por mis aficiones ella estimaba el más seguro— sin darme cuenta empecé a vagar y algo intimidada quería ver…
¿Qué?… No sé. En una choza distante, hacia el Golfo, había una noria, allí daba vueltas siempre pacientemente un animal que de lejos percibía y donde nunca me llevaban. Aquella tarde hacia allí me dirigí. Era muy pequeña entonces y podía deslizarme sin ser vista entre los canteros, entre la yerba, entre los arbustos…
Llegué y una masa informe, una especie de monstruo echado estaba en el suelo sobre una lona: no comprendí al principio. Veía un cuerpo partido por enorme jiba, envuelto o vestido y que frecuentes temblores sacudía adivinando del conjunto los ojos de un ser que me miraban…
El corazón me ahogó, el terror me dejó petrificada, devoré con la vista aquel montón de miembros revueltos y retorcidos y despavorida huí. Nada dije de mi descubrimiento, a nadie comuniqué mi sorpresa; pero la cruel revelación dejó en mi ánimo impresión profunda. Con la edad me expliqué el extraño lance: era el pobre asiático muy querido de todos, que cuidaba de la noria y que parece tenía ese día epilepsia o calentura.
En mi imaginación infantil adquirió lo visto proporciones inusitadas, abriendo el extraño jorobado la serie de sorpresas que cada mortal guarda, poco más, poco menos, silenciosamente de la vida.
Poseedor mi bisabuelo don José Matías de Ximeno de aquel terreno, allí fabricó una casa con su campanario. Al morir tocó a su hijo don Simón, viniendo como de herencia de éste en las adjudicaciones, a su hija Isabel, casada después con don Manuel Mahy y León. En la casa fabricada al principio por don José Matías transcurrieron para el triste José Jacinto Milanés, el dulcísimo bardo, sus dolorosas temporadas, cedida siempre la vivienda por su tío político don Simón de Ximeno.
Débese a la iniciativa de don Manuel Mahy y León la urbanización y adelanto de aquel lugar.
Adquirió de don Cristóbal Mádan en 1865 en lo más pintoresco una hermosa casa-quinta de dos pisos que restauró para su residencia; cedió una porción de solares anexos: el de al lado a su hermano político Francisco Ximeno, el naturalista, el que fabricó también otra casa, rodeada como la de Mahy de preciosos jardines.
A su otro hermano político de don Antonio de Ximeno, también hizo igual donación, erigiendo éste otra casa-quinta y de ese lado corrióse el trazo, donando igualmente otros solares para las casas de don Antonio y don Andrés Angulo.
Existiendo más allá en dirección de la don Francisco, siguiendo el camino, otras, las de Rogat después del doctor don Santiago de la Huerta y el ingenio de don Guillermo Jenckes con enorme torre, habida estas fincas de sus respectivas esposas Petrona y Victoria de Ximeno, hijas de don José Matías. Todas estas viviendas eran de sólida cantería.
Volviendo al caserío de Mahy, en una eminencia al entrar en él, hacia el Valle, estaba la casa-quinta de don Francisco Henríquez y en progresión descendente, que es lo que llaman “la Cumbre baja”, las hermosas residencias de dos pisos de don Rafael Lucas Sánchez y la de doña Petrona Milián, después del Conde de Diana.
En “la Cumbre alta”, situado ya el caserío, donaron Mahy y su esposa una casa-escuela, que sostenían de su peculio particular y poco después erigieron una Capilla a la Virgen del Carmen consagrada por un voto a la Excelsa Señora que mi tía Isabel hizo al lograr sucesión por el nacimiento de su única hija.
Después, al correr de los años, pasaron las residencias de mi tío Francisco a don Salvador Castañer, la de Mahy a don Joaquín de los mismos apellidos, y por último, en una noche de 1898 el cabecilla nombrado “Guaracha”, ente anónimo, decíase peninsular, por el solo placer de destruir, incendió el caserío1, que tan poco suponía por nada producir y ser todas quintas de recreo, más expirando ya la contienda política, y donde una iglesia y una escuela pan espiritual e intelectual habían proporcionado a los niños de la comarca.
Oh! gracias al cielo y en buena hora se diga, semejante profanación no fué obra de mis buenos y cultos matanceros, que unánimes protestaron del hecho y que por aquel lugar han sentido siempre religiosa admiración, ya que la naturaleza pródiga les concedió ese edén, realizando en Matanzas portentos de predilección…
Del cual se enorgullecen las sucesivas generaciones de ricos y pobres, desgraciados y felices, enfermos y sanos que hacen de aquel sitio bendito, objeto primordial y centro de sus excursiones y donde el alma, huyendo de las agitaciones y miserias de la tierra, halla esparcimiento y solaz, aunque sea por breves momentos, bañándose de aire y luz y recreándose en la inmutable maravilla que los ojos contemplan.
Mi padre José Manuel no hizo allí casa, pues unido siempre a su hermana Isabel por acendrado cariño, compartía con ella su residencia e instaladas ambas familias en los altos, a un lado habitaban ellos y en el otro, nosotros, quedando la planta baja para salón de recibo, de billar, lectura, biblioteca, comedor, habitaciones para los huéspedes que allí invitados concurrían, cocinas y otras dependencias.
Las caballerizas y cocheras estaban apartes. La casa era inmensa, su fachada con balcón central de aspecto sencillo, rodeada de jardines, destacando gallardamente en ellos y en altas y finas columnas las estatuas de Colón y de Cervantes.
La de mi tío Francisco de una sola planta, inmensa también, aboveda, con jardines de ejemplares raros, exóticos y un estanque circundado de casitas y de la alegre patera que hacía nuestras delicias.
Había carrousel con música, Marionetts o títeres, pajareras, palomar, casas de venados, conejos y otros entretenimientos para los niños. Y además un departamento donde en el alto dábamos todos por las mañanas nuestras clases —entonces las temporadas no autorizaban el descanso y vagancia de la grey infantil— y donde el competente profesor, el inolvidable don Pedro Joanicot venido expresamente de la ciudad y que el quitrín traía, diariamente ejercía su misión.
Me parece verme en hora temprana, matinal, sola, con mi capelina de sol de lienzo blanco anudada bajo la barba y carpeta de colegiala terciada a un lado, sujeta al hombro por ligera y estrecha correa, llevando en aquella al encantador y ameno libro primero de lectura de Guiteras y mi pizarra, atravesar las enarenadas calles del jardín, llenas de rocío las diminutas verbenas, madamas y miniaturas que rodeaban los canteros, formados de uniformes botellas de barro blanco introducidas en el suelo. Cómo me deleitaba el trayecto de la casa a la de mi tío Francisco, que era donde el profesor se hallaba!
Mis pisadas resonaban en aquel silencio, silencio augusto del lugar, donde en sus ámbitos sólo se oía el trinar de los pájaros y el zumbar de los insectos, haciendo huir al mundo de lo pequeño que mi planta ligera y menuda trastornaba.
Saltaban ante mi vista grillos y lagartijas, mariposas miles, bellísimas, excepcionales, de todos géneros y tamaños, que con las flores húmedas de rocío me enagenaban, a más de los pintados cangrejos de intenso azul y patas rojas, rojas como coral —objeto de mi predilección— antojándoseme el contraste del abigarrado color, a trajes de militares en días de gala; volviendo del ensueño, al sentir llena de terror cerca de mis botas, las enormes y abiertas tenazas de las afiladas muelas a mí dirigidas…
¡Cuánta variada escena!… Allí en el jardín principal de mi tío Mahy, en un rincón, en la esquina que hacia la derecha había, lindando con el camino real, un cenador de rosas blancas me atraía, con su pequeño asiento y bajo techo formado de palizadas, donde me refugiaba siempre y arrobada en la soledad de mi escondite, oía el murmullo de la cercana fuente y aspiraba el dulcísimo y delicado ambiente de la inmaculada flor, que a cientos brotaban de la tupida enredadera, envolviéndome toda, dejándome extasiada…
Trascendía en aquel lugar predilecto, mío, la fragancia sutil y penetrante que para siempre guardé, como infalible antídoto, contra las amarguras de la vida, desfallecimientos del ánimo, desmayos de la voluntad, sin menoscabo de la dorada ilusión. Dios en su inmensa bondad, cuánto da, cuánto proporciona!
Y de tal modo respiré del poderoso balsámico, que después, a través de los años, al ver una rosa blanca y sentir de la flor el tierno aroma, en mi interior desfilan en loca carrera, guiados por el perfume, pensamientos que me llevan a la Cumbre y a mi feliz infancia, el bello cenador, al delicioso nido, surgiendo de la evocación vaporosas ideas de amor y poesía que se deshacen en gotas de dulcísimo consuelo.
El alma humana, ánfora invisible, recoge y guarda del recuerdo, la preciosa esencia.
Llena de atractivos también para las personas mayores corría la temporada. Magníficos conciertos se organizaba a tres y cuatro pianos interpretadas las brillantes oberturas por las respectivas consortes de mis tíos Francisco y Antonio, por la notable y distinguida artista Isabel Angulo, predilecta discípula del gran maestro español Manuel Fernández Caballero, autor de bellísimas zarzuelas, y por mi madre, deslizándose las horas de la prima noche en grata tertulia en el salón de Mahy, centro de reunión de los vecinos del caserío, residentes en las casas-quintas.
En el plenilunio sentados en el jardín en preciosos y coquetones asientos esparcían el ánimo…
Eran los muebles del jardín de hierro forjado y de inestimable arte y riqueza. Sofás, sillas y banquetas de todos tamaños, entre éstas la imprescindible, la minúscula, para descansar el pie que de la fatigada dama suponíase. Eran de rejilla estos muebles, de rejillas de hierro imitadas a la perfección, cual convenía a las exigencias del clima…
Diseminados aquellos estrados de un peso exorbitante que en tierra quedaban como clavados, la caprichosa fantasía de su estilo los llevaba a imitar las hojas de un emparrado con sus racimos y verde color, que armonizaban con el follaje.
Mesillas perforadas de caprichosos dibujos las había y jardineras de varios pisos de un efecto delicioso en determinados lugares con alineadas macetas. Canastillos sujetos por cadenas, desbordábanse por doquier en caprichosos ramos.
Fué como una creación de la deslumbradora época, que no he vuelto a ver y que de Europa, de Inglaterra, creo, se exportaba por especial demanda.
En el centro del jardín dije ya de la elevada fuente que destacaba, de mármol blanco, con erguido surtidor que al caer dulcemente murmuraba…
Por allí entre rosas mil vagaban ellas en esas noches de luna, cantando guarachas y canciones tan en boga entonces, siendo este género predilecto de la señorita Angulo y de mi madre, que también al piano las interpretaban. De ellas recuerdo algunas que con el mayor gusto aquí transcribo por bellas y populares, quedando para siempre grabadas en mi oído el cadencioso ritmo:
Ábreme la puerta. ¡Que puerta tan dura! ¿Dónde está la llave? ¿Dónde está la llave? ¿Dónde está la llave? ¡De esta cerradura ! Y por eso loro, lloro, lloro, Y por eso lloro, lloro… Sin cesar!
Y esta otra :
Me gustan todas,
me gustan todas,
me gustan todas,
en general;
Pero esta rubia,
pero esta rubia,
pero esta rubia,
me gusta más.
Muchacho no digas eso
porque te voy a pegar,
a mí no me pega nadie
porque digo la verdad.
Y la tan conocida del Negro Bueno que tanto costó al sentir cubano:
¡Ay! señor cura, que vamos a hacer
Si el negro es bueno y lo quieren prender
Si el negro es bueno
Y lo quieren prender.
Aquí ha llegado Candela,
Negrito de rompe y raja
Que con el cuchillo vuela
Y salta con la navaja.
¡Ay! chinitica, que vamos a hacer
Si al negro bueno lo quieren prender.
Del Manglar a Monserrate
Y de la punta a Belén
Todos cogen el petate
Cuando suena el somatén…
Donde se planita Candela
No hay negro que se resista,
Si alguno silba la vela
Al momento vende lista.
Bibliografía y notas
- De Ximeno, Dolores María. “Aquellos Tiempos. Memorias de Lola María. Capítulo VIII, La Cumbre, Casas, cosas y paisajes” Revista Bimestre Cubana. Vol. 22, núm. 1, Enero – Febrero 1927, pp. 68-78.
- Mendoza. “De Matanzas, 24 de agosto: Varios incendios”. Diario la Lucha. Año XII, núm. 202, martes 25 agosto 1896.
- Personalidades y negocios de Matanzas.
- Dice el Diario La Lucha en 25 de agosto 1896: Anoche la partida que manda el cabecilla Acevedo, quemó, en el barrio de la Cumbre, la Quinta de Capó, la casa de alto en que estuvo la escuela, la que ocupó el cuartel de la Guardia Civil; la Quinta de los herederos de don Esteban Alfonso; la casa, de mampostería, del potrero “El Inglés”, de don Miguel Durbán, y ocho casas más, de tabla y teja, de varios vecinos de aquel barrio. — No corresponde esta fecha con la de la autora ¿Hubo varios incendios en la zona durante la Guerra de Independencia 1895-98? (N. del E.) ↩︎
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