

La Gaviota Blanca por Guillermo Schweyer dedicada a María Luisa Ferrer y publicada en El Club de Matanzas. Mayo 16, 1882. A la señorita María Luisa Ferrer.
Había, no recuerdo cuando ni donde, un señor muy rico, inmensamente rico, que vivía alejado de todo trato en su castillo feudal. Alzábase este en una elevada peña a orillas del mar y a cuyos pies sobre la arenosa playa se extendía un pueblecillo de pescadores compuesto de una veintena de casitas que reflejaban sus blancas paredes los días de calma en el limpio espejo del agua.
Tenía ese señor por única familia una hija de sobrenatural hermosura y cuidábala él como su tesoro de más valía, lo cual nadie extrañaba. Porque conjunto de perfecciones igual hubiese sido cosa difícil de encontrar en la tierra.
Todas las tardes, apenas empezaba a caer el sol, descendía la muchacha a la playa y era de ver como las sencillas gentes del pueblecito se gozaban en contemplarla, ya recogiendo conchas en la orilla, ya tejiendo guirnaldas con las flores que aquí y allí crecían entre las yerbas del camino.
Nunca dejaba aquella dulce criatura de informarse de la salud de sus vecinos y jamás hubo un desgraciado que al quejarse no recibiese consuelo o pronto remedio a sus males.
El viejo conde… porque era conde según dicen, se llenaba de júbilo viendo crecer a su hija lejos del bullicio del mundo, satisfecho de que jamás vendría nadie a turbar sus alegrías ni a arrebatar la inocencia y el candor a aquella bellísima alma.
Porque ¿Quién entre las pobres y oscuras gentes de la aldea sería osado á salvar la distancia que mediaba entre la noble y rica heredera y el hijo humilde del pueblo?
Pasaban así los días y los meses, y aún los años, sin que la más pequeña nube viniese a empañar el limpio cielo de tanta dicha.
Y había llegado ya la época en que el corazón empieza á dejarse sentir: era, pues preciso que el anciano hiciese penetrar su mirada en el lejano mundo, si no quería dejar á su hija sin apoyo una vez que plugiese á la Providencia cerrarle á él los ojos.
II
Era una de aquellas hermosas tardes de primavera en que la naturaleza sonriente embriaga el alma con esa exuberancia de vida y bienestar que nos hace sentir la mano poderosa de un Dios todo amor y todo bondad.
Margarita… porque se llamaba Margarita la niña de mi cuento, miraba deslizarse sobre las aguas las barcas de los pescadores que llegaban y absorta en muda contemplación parecía no darse cuenta de que las horas pasaban y de que ya asomaba la luna sobre el horizonte.
De repente una pequeña embarcación enterró la quilla en la arena y el robusto pescador que la conducía saltó a tierra. Era este un joven… ¡Oh, qué joven! La niña se estremeció, y saliendo de su estupor dio un paso para huir, pero de pronto se detuvo.
– La he cogido para vos en las peñas de la costa, dijo el pescador. Y presentó a la muchacha una gaviota de plumas blancas como el armiño. Margarita tendió la mano, y al tomar en ella el ave, sintió que un beso ardiente había estallado sobre su fina piel.
Ni una palabra, ni una queja se escuchó. Sólo unos pasos de sílfide que huye resonaron en la fina arena, y entre las olas que se plegaban repitió el eco los acentos de una voz que había murmurado: ¡Me ama!
III
¡Lo que puede una gaviota de plumas blancas como el armiño! Preguntad a un naturalista, á Sebastián Alfredo de Morales, por ejemplo, á Poey, el estudioso anciano que ha consagrado su vida á honrar a su patria. Y os dirán tantas cosas de la gaviota, que empezando por tomarle el pico acabarán por no soltarla hasta no haberle descoyuntado los tres dedos de las patas: todo esto ó casi todo en latín, por supuesto.
Pero si hubieseis podido preguntar a mi buena Margarita que es una gaviota, ella os diría: es el mensajero de amor que tuve un tiempo, es el testigo más fiel de mis dichas, y hubiera dicho la verdad.
– Tu padre, dijo un día el pescador a Margarita. Quiere honores y riquezas para su hija y odia al humilde hijo del pueblo que ha cautivado tu corazón. Yo buscaré para ti cuanto tu padre desea.
Y la barca se alejó de la playa, y la pobre niña quedó desde aquel momento en la orilla, regando con sus lágrimas las arenas del mar y mirando al horizonte. Y cuando ella, enjugando sus ojos enrojecidos por el llanto volvía, con paso lento al castillo, compadecíanla los que la veían subir silenciosa por el camino, y la gaviota de blancas plumas recogía las lágrimas que habían caído y desaparecía luego tras las brumas que como una cortina misteriosa colgaban a lo léjos.
IV
La barca se había perdido apenas en el lejano horizonte cuando cerró la noche oscura, los relámpagos cruzaron el cielo, estalló el rayo, la mar se enfureció y olas como montañas vinieron rugiendo á deshacerse en blancas espumas sobre la costa.
La pobre Margarita escuchaba llorosa silbar el viento por entre los torreones del castillo y romper al pié de la alta roca las aguas embravecidas, mientras que desde el fondo de su alma elevaba una plegaria al Dios de las misericordias para que no abandonase de sus manos al querido pescador.
Mas, á la tarde siguiente, cuando la calma se hubo restablecida y los elementos habían vuelto á su estado normal, al bajar Margarita á la playa, vió esparcidos sobre la arena los fragmentos destrozados de la barca que el día antes había conducido á su amante. El corazón de la jóven se oprimió entonces, sus ojos se nublaron, y por sus mejillas corrió un torrente de lágrimas que fueron cayendo lentamente sobre las conchas de la orilla.
Y la gaviota blanca, tomándolas una á una en su aguzado pico, tendió las alas y desapareció tras las lejanas brumas.
V
El anciano conde veía languidecer á su hija sin explicarse la causa, y empezaba a revolver allá en la imaginación sus recuerdos, buscando una familia bastante noble y rica cuyo heredero fuese digno de la mano de aquella á quien él había cuidado siempre con tanto esmero y ocultado a las miradas del mundo.
Una tarde, cuando absorto en sus reflexiones se paseaba por el extenso terrado del castillo, el sonido de una trompa llegó á su oído. Era el toque con que un heraldo anunciaba la llegada de un huésped.
El conde dirigió su vista al lugar de donde venían aquellos acordes y pudo distinguir á un caballero montado sobre un brioso corcel, sembrado el traje de millares de nacaradas perlas que lucían los colores del iris al reflejar los rayos del sol que se ponía.
El ginete echó pie á tierra, cruzó por entre sus jentes y las del conde con seguro paso, atravesó el puente del castillo y al acercarse al anciano que había descendido del terrado para recibirle, dobló en tierra una rodilla y le dijo:
– He venido, señor, á pediros que me deis el mejor de vuestros tesoros; á esa bella Margarita que guardáis del sol tan cuidadosamente en vuestro castillo.
El conde hizo levantar al caballero y le condujo al gran salón.
– ¿Y quién os ha dicho? respondió, que yo guardaba aquí semejante flor.
– Cuando la tarde llegaba y las brumas cubrían el mar, la gaviota blanca tendía su vuelo y dejaba caer a mis pies las lágrimas que vuestra hija vertía en su soledad.
– ¿Sois por ventura, bastante noble y rico para aspirar a la mano de Margarita?
– He salvado la vida de mi rey y señor contra el furor de las olas embravecidas, y el calzó con sus propias manos mis espuelas y ciñó agradecido la espada a mi cintura. Allá lejos, en la orilla, tengo miríadas de perlas con que cubrir el piso de todos vuestros dominios. Guardadas están en las cavernas donde las llevó uno y otro día en su pico la gaviota blanca. La vida de un monarca puede depender de la voluntad y energía de un pescador, y las lágrimas de una mujer ser el más precioso de los tesoros de la tierra.
VI
Unidos desde entónces ámbos amantes en santo lazo, al bajar á la playa miran enternecidos batir sus alas sobre las olas al ave blanca de los mares, que no tiene ya perlas que llevar en el pico a las lejanas grutas de la orilla donde guarda su nido.
G. Schweyer.
Bibliografía y notas
- Guillermo Schweyer. “La Gaviota Blanca,” El Club de Matanzas. Mayo 16, 1882, 72-74.
- Cuba: Historias y Leyendas Maravillosas.
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