La Loca de la Marota un cuento de la Guerra de Independencia por F. López Leiva para El Fígaro en 1900.
¡Alto! ¿Quién vá? — dijo una voz femenil desde dentro de la mísera choza.
—¡Cuba!— respondió nuestro guía.
—¿Qué fuerza?-—volvió á preguntar la misma voz.
— Cayito Álvarez, —contestó de nuevo el práctico con entonación burlona.
—Alto Cayito Álvarez y avance uno solo á beber café…
Pero ha de estar armado, porque yo no trabajo para majases ni para perfetos…
Y al decir esto, vimos aparecer una mujer en el boquete que servía de puerta al rancho, Al vernos no dió muestras de sorpresa. Se encaró conmigo, y poniéndose en jarras, me disparó á quemarropa este aluvión de preguntas:
—¿A dónde bueno…? ¿De qué fuerza son ustedes…? ¿Van en comisión…? ¿Cómo te llamas tú…? No me lo digas: tienes un nombre muy extraño… Te llamas… te llamas… Pues se me ha olvidado, hijo… ¡Vaya un jícaro de café que por cierto no sabe á purgante de guaguasí…
Después fijándose en nuestro guía continuó:
—¡Voto vá…! Si aquí está El Cao, que debiera llamarse La Aguja, según es de práctico… Ciudadanos, tengan mucho ojo con el práctico que llevan, porque este Cao es capaz de sacarles los caballos de entre las piernas cuanto ustedes se descuiden… Oye, Cao, aquí tienes el recuerdo de amor que me dejó un gringo… Una alpargata vieja, já, já… Te la cedo, hijo; el pobre estaba espiado y á estas horas ya debe haber echado las asaduras…
Según hablaba me iba yo fijando en ella. Era una mujer joven, admirablemente formada, blanca como el alabastro, con hermosos cabellos rubios y con ojos de un verde indefinible en los que brillaba un extraño fulgor.
Vivía sola, en un bohío, cerca de la Prefectura de El Roble, junto al camino que seguían las comisiones de las fuerzas cubanas que marchaban de las Villas para Matanzas y viceversa.
Mientras yo y mis compañeros bebíamos los jícaros de café con que nos obsequió la linda ciudadana, preguntamos al Cao quién era aquella mujer que hablaba sin cesar, y nos contestó encogiéndose de hombros:
—Es Andrea, la loca de la Marota…
II
— ¡Pobrecilla…! Estaba realmente loca, desde mucho antes que estallase la guerra. Según nos refirió el guía cuando proseguimos la marcha, Andrea perdió la razón porque un guajiro de los alrededores, á quien ella no quiso por novio, le había “echado daño”…
Y no era boba, ¡que vá! —siguió diciendo el práctico —sabía de leer y de escribir y sacaba cuentas como el escuelero, y conocía todos los “palos” del monte y bordaba un pañuelo como los que venden en el pueblo… Pues y en verbo de rezos, sabía tantos como el cura de La Esperanza…
Su gran desgracia fué aquella flor que le dió á oler el maldito mozo, que sino, se hubiera casado bien, pues era muy mujer de su casa, y sabía de todo, lavar, guisar, y tejer empleita…
¿Pero cómo vive esta pobre loca, sola en este rancho, cerca del camino real, en el mismo cruce de la tropa…? ¿No tiene familia? —preguntamos al Cao.
—Ahí verán ustedes… No ha habido modo de que vaya para el pueblo. Cuando ella vió que su familia, por la orden de reconcentración, preparaba el viaje, huyó de la casa y anduvo unos días por las maniguas… Caminando caminando, llegó aquí, y aquí se acampó… De la Prefectura le dan la comida, y como es joven y bonita, siempre tiene quien le regale café y miel y tabaco y ropa… Pero ella no guarda nada para sí: todo lo reparte con nosotros, porque eso sí, es más cubana que las palmas…
Aquella historia de la loca y del guajiro enamorado “que le había echado daño”, me intrigó sobremanera. Así que, apareándome al práctico, le hice nuevas preguntas respecto de ella, de su familia, de la clase de locura que padecía, y, sobre todo, me empeñé en saber en qué consistía el daño que le había propinado el despreciado y despreciable galán.
Poco pude saber, pues El Cao se limitó á decirme:
—Esta mujer no es de mi partido, sino de La Marota, allá á la vuelta de La Esperanza… Sólo puedo decirle que se llama Andrea y que el daño se lo dió aquel sinvergüenza echando cantárias molidas en una flor que la pobrecita olió sin sospechar nada.
Y como viera que yo me sonreía al oír su explicación, se amoscó é interrumpiendo su relato, nos dijo:
—Dejémonos de hablar que por aquí hay que marchar con cuatro ojos.
Y picando espuelas al jaco, se adelantó algunos pasos, subió á un cerro, y poniéndose la mano horizontalmente sobre los ojos, á guisa de visera, exploró á los cuatro vientos.
—No hay novedad —dijo al poco rato. —Podemos ahora embicar la vereda de Monte Oscuro.
III
Un mes después regresaba yo por el mismo camino, cumplida la comisión que me había llevado á Sagua. Antes de legar á la Casa de Postas del Roble, donde tenía forzosamente que acampar, ya había cerrado la noche. No era entonces nuestro guía El Cao, sino un viejecillo veterano de la guerra grande, poco comunicativo y de no muy buenas pulgas.
Marchábamos por una guardarraya, entre dos cañaverales del ingenio Cardoso, en dirección al monte de la Yaya donde estaba la Prefectura. A medida que adelantábamos en la marcha, oíamos el chirrido del trapiche mambí, que los rancheros tenían á la orilla del monte y donde se hacía raspadura para los hospitales, para las fuerzas y aun para contrabandear con los pueblos circunvecinos. De cuando en cuando oíamos gritos y carcajadas. ¡Qué contentos están los majases! —nos decíamos nosotros. —De seguro que tienen mucha carne en la parrilla ó que han sacado una buena templa…!
Y avivando la marcha, atraídos por la perspectiva de una cena imprevista, llegamos al sitio donde estaba instalado el rudimentario aparato.
IV
En medio del claro, en la guardarraya que formaban el lindero del monte y el cañaveral, á cielo descubierto, ardía una gran hoguera. Sobre ella y colgado por las asas, estaba el “tacho”. un gran caldero de hierro, lleno de guarapo. Alrededor del fuego, echados por tierra y envueltos en colchas que fueron de lana, dormitaban cinco ó seis soldados de los que habían venido á hacer la molida para los hospitales.
Otros tantos rancheros molían caña en el trapiche mientras que un hombrachón, de rostro atezado y barba crecida, descachazaba el guarapo con una grosera espumadera de zinc.
El cuadro estaba lleno de expresión y colorido; pero lo que más me llamó la atención, fué una persona que vino corriendo hacia nosotros, tan pronto como hicimos alto junto al centinela. Era Andrea, la loca, pero ¡en qué estado, santo Dios…!
La desgraciada no traía más ropa encima que un camisón que apenas le llegaba á las rodillas, y mostraba al desnudo sus formas de estatua griega. Tenía el cabello suelto, partido en desorden sobre la frente y cayendo en cascada de admirables rizos sobre el turgente seno y la mórbida espalda.
En la mano derecha agitaba una cuaba encendida para que brotase con fuerza la llama y cuando estuvo cerca de nosotros pude fijarme en su aspecto.
Tenía la mirada incierta de los locos furiosos, la boca contraída, la cara llena de tizne; pero así y todo, resultaba positivamente bella. Jamás tuvo la Locura más hermosa y exacta personificación.
—¡Hola, ciudadanos! —nos dijo. — ¿Vienen ustedes á ver mi ingenio? Apéense y tomarán sambumbia…Sargento Carne de Puerco, —prosiguió dirigiéndose al hombrón —traiga usted un cachimbo de guarapo para estos señores… Pues sí, aquí tengo estos majases trabajando para la República… ¡Caracha, si aquí si aquí está el viejo Moya, el postillón…! ¿Qué hay de casquillo, viejo? ¿Es de fino calibre ó cuarenticuatro…?
¡Pero yo estoy hablando y no cumplo la orden del General Gómez…! ¡A ver, candela con esta caña, voto vá…! Y corrió hacia el cañaveral agitando la cuaba.
—¡Andrea! —gritó el práctico Moya. —¡Apaga esa cuaba ó te amarro!
Andrea se detuvo y como si la amenaza la hubiera intimidado, volvió sobre sus pasos, entreteniéndose entonces en acercar la cuaba al rostro de los que dormían y lanzando frenéticas carcajadas cada vez que al despertar alguno de aquellos rudos patriotas le disparaba un puntapié acompañado de una enérgica interjección.
En aquellos momentos llegó el Prefecto y nos condujo al lugar donde acostumbraban acampar las fuerzas pequeñas y comisiones á las cuales tenía que dar hospedaje por las doce horas reglamentarias. Aquel sitio distaría medio kilómetro del trapiche y la Prefectura.
Mientras nos preparaban la comida, hablamos de política, de la marcha de la guerra, y hasta del número de raspaduras que daba una templa. Languidecía la conversación, y yo la hice recaer entonces sobre la loca.
—No me diga usted nada, mi amigo —me dijo el Prefecto. —He tenido que ponerla en cepo dos ó tres veces, porque está furiosa… Días pasados anduvo la tropa cerca y tuve intención de amarrarla á un palo en el camino real para ver si los soldados se la llevaban para el pueblo; pero no sé cómo diablos ella se percató y ¿sabe usted lo que me dijo? Pues me aseguró que si yo hacía semejante cosa, me mataría, ¿Cómo podrás hacer eso si te dejo amarrada? le pregunté. —Muy fácil, —me contestó. —Hago como el Lucumí: me trago la lengua…
—¡Jesucristo!
—Tuve que desistir del propósito, porque sé que esa loca es capaz de hacerlo como lo decía, y la verdad, me daba mucha lástima la pobrecita…!
—Y diga usted, Prefecto, ¿es verdad esa historia de la flor con cantáridas que según me refirió El Cao fué lo que la hizo perder el juicio?
—El Evangelio. Como también es verdad que aquel caronazo que se la dió, se ha metido á práctico de columnas y está haciendo diabluras allá por su partido… El fué quien mató al padre y al hijo de Cayito Álvarez, yendo con la guerrilla de La Esperanza.
—¡Ah, bandido…!
Aquí llegábamos en la conversación, cuando oímos un gran vocerío hacia el trapiche. Al mismo tiempo un vivo resplandor iluminó los alrededores del campamento. Seguramente que estaba ardiendo el cañaveral, pues se oían estallar las cañas encendidas como si fueran disparos de máuser.
El Prefecto dió un brinco y partió á escape para el trapiche: yo corrí tras él. Cuando llegamos allí los rancheros y soldados trataban de cortar el incendio y Andrea estaba atada al tronco de un cedro. Parece que aprovechándose de un descuido del centinela, ella había dado fuego al cañaveral, y por pronta providencia aquellas buenas gentes la amarraron, que de no hacerlo así, hubiera continuado su obra.
La infeliz se debatía horrorosamente queriendo romper las ligaduras de guamá, y gritaba con voz enronquecida:
—¡Majases, encasquillados, dejen arder todo ese retoño…! ¡Váyanse á pelear y no den contracandela…! Yo soy la única que cumplo la orden del Viejo y por eso me amarran…! ¡Candela con esa caña, voto vá Dios…!
Aquel espectáculo me produjo desagradable impresión y me retiré enseguida á mi campamento, no sin pensar que muchas veces los locos dicen las grandes verdades.
V
¿Qué cómo acabó Andrea? Oigan ustedes lo que refiere el viejo Moya, el postillón, que presenció la escena siguiente, agazapado entre unos matorrales.
Cuando Weyler invadió las Villas, en febrero del 97, el batallón de Mérida (¡el número 13!) se acampó en el Roble. —Registró todo el monte de la Yaya, quemó el trapiche, mató los rancheros que no pudieron escapar á las lomas y arrasó la Prefectura.
Andrea andaba entonces vestida con ropa de hombre, porque no había otra que darle. Un día al amanecer, la guerrilla del batallón llegó al rancho donde se albergaba, y como no tuvo tiempo para escapar, fué hecha prisionera.
Sacáronla los guerrilleros fuera del monte y la llevaron atada codo con codo, ante el oficial que los mandaba.
—¿Cómo te llamas, pillo? —le preguntó el español echando pié á tierra.
—Es hembra, mi teniente —se apresuró á decir uno de aquellos vándalos. —Véale usted el pelo…
—Vamos á ver —prosiguió el oficial —¿eres mambís ú mambisa?
Espera, que te voy á reconocer y hasta te soltaré, si es caso… Y le puso la mano sobre el pecho. Andrea dió un paso atrás; pero tropezó con uno de los caballos y tuvo que detenerse.
El oficial, sonriendo y fijándose tal vez en lo hermosa que era la prisionera, avanzó hacia ella con las manos extendidas. Cuando le tocó de nuevo las carnes, ella lanzó un grito.
—¡Gringo…! — exclamó. —Y echándose á reír le arrojó un salivazo en mitad del rostro.
—¡Ira de Dios…! —rugió el oficial.
Y sacando el machete lo hundió una y dos veces en el vientre de la pobre loca.
Andrea levantó los ojos al cielo, se retorció como una serpiente y dando terribles alaridos, cayó al suelo bañada en sangre.
El guerrillero limpió nerviosamente el acero en una cepa de guinea, lo envainó, montó á caballo y se alejó al galope de aquel lugar, seguido del piquete que mandaba.
Y el sol, entre tanto, indiferente ante el espantoso crimen, continuaba su majestuosa ascensión por encima de los más altos picachos de la cordillera del Escambray; el ambiente se llenaba de perfumes y aromas; poblábase el bosque de armonías con el gorjeo de los pájaros y el zumbido de los insectos; el campo se inundaba de colores, y toda la espléndida naturaleza del trópico vistió aquella mañana sus más hermosas galas, mientras que allá abajo, en la linde del monte, agonizaba la desventurada Andrea, la Loca de La Marota.
F. López Leiva. Villaclara, 1900.
Bibliografía y notas
- López Leiva, F. “La Loca de la Marota”. Revista El Fígaro. Año XVI, núm. 8, 25 de febrero 1900, pp. 86-88.
- Historias y Leyendas Maravillosas de Cuba.
Yenny dice
Quisiera saber quien fue el que le hizo daño a la loca de la marota y porque mencionan a Cayito Álvarez y quien fue la esposa de Cayito Álvarez y donde vivían exactamente, porque Cayito era el abuelo de mi abuela que vivía en Esperanza. Yo soy tataranieta de Cayito Álvarez pero no sé quién fue mi tatarabuela la esposa de Cayito .
Almar dice
Hola Yenny, el artículo solo menciona lo que se ha publicado y quien la mató parece ser un teniente del batallón 13 de Mérida.
Mayling dice
No hay listado de trabajadores de los tramos de línea. San Vicente al Central Soledad. De Contreras al Central progreso. O los que pertenecían al centro de gallegos