La Milagrosa Batalla del Santo Cerro también conocida como la Batalla de la Vega Real por Antonio del Monte y Tejada en la Historia de Santo Domingo. Ocurrió esta en la Isla de la Española (Actual Haití y República Dominicana) en 27 de marzo de 1495.
Causaba inquietud al Almirante y a los españoles, la tenacidad del cacique Caonabó. Este indio, de sangre caribe había sabido fundar su gobierno a expensas del valor que desplegó en todas sus empresas, que fueron muchas y muy arriesgadas, desde su llegada a las costas de la isla.
Supo granjearse entre los indios el renombre del más valiente, porque en los diversos encuentros que tuvo con los otros caciques, los derrotó siempre, quedándole como prenda de su esfuerzo y osadía la concesión que le hizo Behequio, de las tierras más ricas de Haití y de la mano de la mujer más hermosa y más entendida de la isla, su hermana, la celebre Anacaona.
Engreído este indio de su poderío y valor, creyéndose llamado a ejercer suprema influencia en los asuntos de su país, no queda sufrir que los españoles se fueran estableciendo pacíficamente en la isla.
No cesaba de hostilizar en Santo Tomás y provocar con el mayor descaro Juntas y llamamientos; por cuya razón quiso el Almirante humillarlo, por si lograba tener con él algún encuentro, y al efecto, salió de la Isabela, con doscientos hombres de a pie, veinte de a caballo y otros tantos perros de ayuda.
Iba en el ejército Guacanagarí con muchos indios de los suyos, porque el Almirante le había persuadido de que la expedición era en su obsequio, cuando el verdadero objeto fuera la dominación del país: fomentaba así la discordia entre los caciques, porque las circunstancias le obligaban a usar de semejante artificio.
Llevó también en su compañía a D. Bartolomé, y como hacía mucho aprecio de sus cualidades y valor le confirió entonces el título de Adelantado.
Era este hombre de un carácter elevado, muy entendido en materias de la marina, do gran intrepidez. y aunque algo áspero en apariencia tenía cierto tacto para imponer a los inferiores y la mayor serenidad en los peligros, dotes muy estimadas en todos los tiempos.
Durante la marcha del Almirante por las cercanías de la Isabela no encontró ninguno de los indios a quienes trataba de castigar, y reconoció dos cerros bien situados, propios para apalencarse en ellos, caso de que fuese grande la multitud de los que le atacasen. Así escogió uno, para situar su corto ejército, y desde luego, lo dividió en dos alas, confiando una a su hermano D. Bartolomé; la otra, la reservó para sí.
Dió sus órdenes para la formación del palenque, que los españoles construyeron en pocos días. En el centro del cerro mandó colocar una cruz, según costumbre, y fué formada, como lo refieren las tradiciones populares, de las ramas de un zapote o níspero, que existió hasta fines del siglo pasado en el patio del convento de la Merced del Santo Cerro.
Colocados allí el Almirante y D. Bartolomé, aprestando esta obra, aun no se había concluido cuando percibieron a lo lejos una infinita muchedumbre de indios, que casi cubría el horizonte, los que unos autores reputan en cien mil y otros en treinta mil.
De todos modos, era y debía ser grande el efecto que produjera en el ánimo de los españoles tanta gente unida a tanta audacia, porque cuando el Almirante pensaba irlos a buscar a sus propias estancias, venían ellos con gran resolución y pomposo alarde a recibirle en campal batalla.
Los españoles eran tan cortos para este número, que era preciso se obrara un milagro que pudiese detener los esfuerzos de tanta muchedumbre. Sin embargo, no titubearon: firmes en sus posiciones y sostenidos por el aspecto marcial de Don Bartolomé y del Almirante, esperaron tranquilos el desenlace del primer encuentro formal con las hordas salvajes de América.
Los indios, llenos de entusiasmo por salvar su libertad y sus fueros, venían precipitándose bajo el mando del cacique Maniocatex, por la llanura de La Vega, con toda la algazara y grita de que se valían en sus lances de guerra.
Luego que estuvieron cerca, acometieron decididamente a los españoles, ya muy entrado el día, desalojándolos del palenque y cerro, y atacando directamente la cruz, a la que seguramente miraban ellos como el poder mágico que sostenía el valor de sus enemigos.
Así que, retirado el Almirante y los suyos al cerro inmediato, presenciaron desde allí la acometida tumultuosa e irreverente de los indios a la santa insignia: pretendieron destruirla, sin que pudieran lograrlo; lo cual, visto por el Almirante, los acometió con todo fervor, y fueron rechazados con pérdida de muchos.
No por eso dejaron de volver los indios a la carga, aun con mayor ardimiento, y fué forzoso que los españoles cediesen a la multitud, segunda y tercera vez, hasta que, acercándose la noche, se retiraron éstos al cerro donde tenían plantados sus reales.
Desde allí observaban el encarnizamiento con que persistían los indios en destruir la cruz, pues luego trajeron infinidad de bejucos de los más gruesos de los montes y, atándolos a ella, tiraban a derribarla, y nada conseguían.
Se propusieron también cortarla con sus hachas de piedra, y al primer golpe quebrábanse éstas, según afirmaron los que vieron estos hechos y testificaron sobre ellos.
El Almirante, preocupado con la seria situación en que se encontraba, llamó a consejo a los capitanes y personas autorizadas que con él iban, para deliberar lo que debiera hacerse. Caía ya la noche, y mientras el horizonte se presentaba oscuro y tenebroso, se levantaban hogueras por todas partes, que iluminaban la dilatada extensión de La Vega.
En aquel momento, reunida la junta, cada uno de los jefes expresó su opinión con toda independencia y libertad:
los medios que se discurrían eran peligrosos y tenían sus inconvenientes, porque el retirarse, decían unos, además de ser descrédito y flaqueza, era exponerse a que los indios los siguieran en la retirada, con peligro de las vidas; acometer, decían otros, a tanta multitud, parecía más que temeridad, pues que viendo a los españoles pocos y heridos y enfermos algunos, e infinitos los indios, se aumentarían cada día, y sería imposible el vencimiento; estarse atrincherados en el cerro en que se hallaban, decían los más, era buscar una muerte cierta, porque no tenían víveres para un largo sitio.
En tan crítico momento se levantó el Presbítero Fray Juan Infante, religioso de la Orden de la Merced y confesor del Almirante, y les habló en estos términos:
“Yo, señores, soy de parecer, que ni huyamos ni nos estemos quietos, sino que acometamos a nuestros enemigos hasta deshacerlos y desbaratarlos, que aunque temibles por muchos, al fin son indios y cobardes, y nosotros, aunque pocos, somos católicos y españoles. Más han de poder los que siguen los estandartes de Jesucristo, que los que son miserables esclavos del demonio.
Dios nos está señalando el triunfo con repetición de milagros, como se ha visto en las tres veces que han puesto fuego a la Santa Cruz los indios, conservándose verde y lozana entre las llamas e incendio. La Cruz triunfa del fuego, y triunfarán los seguidores de ella en estas conquistas.
Vivirá Jesús y se cantará la victoria por el Redentor. Lo que importa es implorar el auxilio de Nuestra Señora de la Merced, cuya imagen nos ha consolado y favorecido hasta aquí. Encomendémonos a ella, y al amanecer tocar el arma, apretando los puños, que la madre de Dios está con nosotros.”
Tan enérgicas palabras infundieron tal denuedo en los que componían el consejo, que en aquel acto quisieron acometer; mas el Almirante los detuvo con su natural prudencia, y les hizo ver cuán cercano estaba el momento de demostrar su valor. Bastó esta insinuación para que todos se contuvieran, y procurasen retirarse a sus atrincheramientos, a colocar su gente, para pasar aquella noche azarosa y llena de peligros.
Era, por cierto, imponente el aspecto que presentaba el campo enemigo: por una parte, las hogueras que lucían a lo lejos y, por otra, los murmullos confusos de tanta gente reunida, daban a aquel cuadro una fisonomía capaz de alterar los ánimos más intrépidos.
No obstante, los que estaban resueltos a llevar a cabo la ardua empresa, procuraron conciliar el sueño y descansar de las faenas del día, mientras los otros velaban con ojo avisado, para evitar cualquier sorpresa de parte de aquella gente, a quien suponían dispuesta a todo sacrificio.
En este preciso momento, refiere el Padre Infante, observó, como a las nueve de la noche, una luz desconocida y suave que rodeaba la cruz, cuyo resplandor dejaba percibir sobre el brazo derecho de ella una hermosísima señora, vestida de blanco, con un tierno niño en sus brazos, en donde estuvo por más de cuatro horas, saludada de los españoles con oraciones y con lágrimas, porque entendieron que era María Santísima de las Mercedes, que los venía a consolar y animar en su aflicción.
Añade también que los indios que la miraban, empezaron a tirarle flechas y varas, pero que retrocediendo éstas, perdieron muchos la vida, y que los españoles, a vista de tan patentes prodigios, esperaban con ansia el día, para desalojarlos y destruirlos.
Al día siguiente de este acontecimiento se dió la batalla. Bajaron el Almirante y todos los españoles e indios del cerro al rayar el día. Los del bando contrario, dispuestos a recibirlos, acampaban entre el otro cerro y la llanura, mientras que, divididos los españoles en dos alas, se prepararon a atacarlos en orden de batalla, como en efecto lo hicieron, acometiendo bruscamente y al mismo tiempo por distintos lugares.
A las primeras descargas de ballestas y arcabuces, retrocedieron los indios que se hallaban al frente, y, aprovechándose los españoles de su turbación, acudieron con gran actividad con los perros que, furiosos en medio de aquella multitud, eran más temibles.
Alanceados por los jinetes y acribillados por las espingardas, notábase por todas partes la confusión y el espanto. Uníase a todo esto el estampido de la artillería, que siendo para ellos un arma temida, acabó de precipitar toda aquella muchedumbre, que, llena de terror, hacíase con sus flechas más daño en sus personas que en las de sus propios enemigos.
Era grande el terror que causaban los caballos: creían los indios que el hombre y el animal constituían un solo cuerpo, y viendo el valor con que se comportaban los jinetes, no se atrevían hacerles frente, creyendo que eran hombres bajados del cielo y como tales invencibles.
El furor de los perros en el ardor de la pelea, los hacía considerarlos como seres sobrenaturales. Este refuerzo acabó de desconcertarlos, y desde este momento ni valió la heroicidad de algunos indios, ni el sacrificio de mil vidas.
Todo fué desolación y fuga por una parte, y entusiasmo y vocería por la otra, y el grito de los prófugos resonó desde un extremo al otro de La Vega.
Los españoles vieron en este suceso maravilloso la interposición de un milagro, y llenos sus corazones de regocijo y sentimiento religioso, se reunieron a dar gracias a la Virgen, a quien atribuían aquel extraño prodigio.
Todos los indios que escaparon de sus heridas, fueron hechos prisioneros y condenados a la esclavitud: los que huyeron de la catástrofe, se retiraron a las provincias, a donde comunicaron el horror de que se hallaban poseídos, persuadiendo a sus compañeros de que, siendo invencibles los españoles, era preciso someterse, de modo que nadie pareciera tener aliento para resistirles.
Aun cuando se debe suponer que en el caso referido obraba el influjo de una imaginación exaltada, por las extraordinarias circunstancias, o un misticismo piadoso de los que lo refirieron, la tradición del milagroso suceso se ha conservado hasta nuestros días por medio de venerables reliquias.
Existe reverenciado todavía el hoyo en donde estuvo la cruz, bajo una capilla adherente al templo dedicado a Nuestra Señora de la Merced en esta aparición. El madero de que se componía la cruz, fué dividido desde los primeros años en trozos, para depositarlos en las iglesias principales de la isla, en donde se han guardado hasta hoy en relicarios de oro y plata, conocidos bajo el nombre de la Santa Reliquia, y también se enviaron algunos fragmentos a Italia, a España y a otros países.
La tierra que circundaba el hoyo, que es amarilla gredosa, fué llevada al cuello en relicarios por todos los pueblos de la isla y de América, y el lugar del Santo Cerro tuvo más tarde una Comunidad de Padres Mercedarios, que lo custodiaba, y éstos mismos auxiliaban a los peregrinos que iban en romería a aquel santuario, viviendo en casas separadas de los claustros del convento.
Antonio del Monte y Tejada
(Tomado de su “Historia de Santo Domingo”, Tomo I).
Bibliografía y notas
- “La Milagrosa Batalla del Santo Cerro”. El Fígaro. Año XLIV, núm. 7, Agosto 1927, pp. 224-225.
- Historias y Leyendas.
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