¿El salón artístico La Paleta Dorada que en la Habana, calle de O’Reilly ciento seis, dirige el amigo Juan Gottardi, no?
Nada de eso, convengo con ustedes en que ese establecimiento es digno de todo encomio, en que está admirablemente surtido de cuanto un artista pueda necesitar, en que todo allí, desde los tubos de colores hasta la marquetería es de primera calidad y gusto exquisito, en que en el ramo de tapicería se encuentran allí verdaderas preciosidades, pero no es de eso de lo que me propongo tratar.
Para mí, que no soy pintor; ni xilógrafo, ni aficionado á la fotografía, ni tengo casa que amueblar, ni muebles que tapizar, ni dinero con qué hacerlo, ofrecen escasísimo interés los lienzos, los colores, las paletas, los tiestos, los palillos, los cinceles, los marcos, los tapices, los papeles pintados, etc., etc., y por eso ni me ocupo.
Es de algo muy diferente de lo que me propongo hablar; de lo ocurrido á un querido amigo mío, hijo de padres ricos pero brutos que en mala hora me eligió para ser su confidente, pero esta indiscreción que ahora cometo ha de ser para él un verdadero disgusto.
Mi amigo, á cuyo honrado y entusiasta padre le tiene perfectamente sin cuidado todo lo que no se refiera al precio de la tocineta y la manteca de chicharrón, y para quien no existe más obra de arte digna de atención que la famosa litografía que representa a un comerciante arruinado por vender á crédito y otro boyante por vender al contado rabioso;
Mi amigo, digo, que como el Giotto, se sentía desde niño poseído de la divina llama, pasó las de Caín al oír al autor de sus días blasfemar preguntando si Tamanto, Zeuxis, Parrhasio y Apeles, los padres de la pintura, eran algunos chacineros de Chicago, y si Van Eick, el inventor ó perfeccionador de la pintura al óleo, no hubiera hecho mejor en aprovechar el aceite para aderezar la ensalada que en echar á perder el lienzo llenándolo de mamarrachos.
Para el buen señor los Frescos de Ásís, de Giotto, representaban algo así como los ostiones de Sagua; la Cena, de Vincis, alguna famosa servida por el bueno de Leonardo y Miguel Angel y Rafael Sanzio y Boticelli y Andrés del Sarto, Salvador Rosa, Ticiano, Durero, Rembrandt, Teniers, Meisonnier, Rosales, Fortuny, Pradilla, etc., etc., otros tantos detallistas y de sus obras más famosas, los nombres de sus respectivas bodegas.
A pesar de esta su pigricia, como quería al muchacho y no faltó quien le aconsejara que no contrariara su inclinación natural, el buen suscriptor de “El Comercio” acabó por sentir excitada su vanidad paternal y empezó por comprar al chico una muy cuca caja de pinturas, se suscribió á “La Caricatura” y acabó por matricularlo en la Academia de San Alejandro, donde al fin y al cabo pudo el vástago del eximio bodeguero desarrollar sus aptitudes artísticas verdacleramente brillantes en opinión de sus maestros.
Por supuesto, que cada vez que había que hacer algún desembolso para adquirir los útiles necesarios, se llevaban todos los diablos al estetófobo padre del futuro Velázquez.
No le cabía á él en la cabeza que sólo para aprender se necesitara papel marquilla para el dibujo, ni lápices de grafito de Siberia, ni difuminos, ni tanta pamplina: bien podías arreglarte, le decía; con estracilla, lápices de á medio y miga de pan; pero cuanto la cosa llegó al colmo fué un día que hubo que comprar lienzo y pinceles y colores.
Quería el buen hombre que utilizara las camisas viejas y los paños inservibles, que comprara las pinturas donde el que le había pintado a él la muestra de su establecimiento y así todo por el estilo. Fué, al fin, aunque a regañadientes cediendo en todo y hasta un día, al acabar el balance anual, se corrió preguntando á su heredero lo que quería que le regalara para comprárselo él mismo.
— Una paleta.
— ¡Una paleta! ¿Pero para qué sirve?
— Para combinar los colores. Puedes comprarla en “La paleta dorada”, casa de Gottardi, O’Reilly 106, que es donde hay mejor surtido.
Eso déjamelo á mí, que yo no entenderé de pintar monigotes, pero lo que es para comprar hay que ponerme asunto.
Y sin más, como al hombre no se le ocurrió que una paleta pudiera ser otra cosa que una badila ó una pala pequeña, y el uso de la primera no se la explicaba en un país en que no tiene aplicación, se decidió por la última, se dirigió á una tienda de juguetes y compró la mejor y mas fuerte que encontró:
— Ahí la tienes dijo entregándosela con aire triunfal; ahora no vayas á mancharla con tus emplastos, porque es dorada y sería votar el dinero á la calle.
El choteo fué de patente; pero del exceso del mal vino el remedio y desde aquel día el excelente detallista dió carta blanca a su hijo abriéndole un crédito ilimitado en casa de Gottardi, quien proveyó á todas las necesidades artísticas del Murillo en agraz, sin causar graves heridas en la caja del padre. Y es que en La paleta dorada si todo es bueno, nada es caro.
Bibliografía y Notas
- “La Paleta Dorada.” Revista El Fígaro, (Febrero 1899).
- Personalidades y Negocios de la Habana.
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