La Verdad sobre Agramonte y su Muerte en Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia por Roig de Leuchsenring. En la pequeña villa alemana de Bodenwerder, a orillas del río Weser, en la provincia de Hannover, se levantó hace pocos años un monumento homenaje a la memoria del barón Jerónimo Carlos Federico von Münchausen, considerado como el mayor mentiroso del mundo, debido a su maravilloso libro de aventuras que constituyó una de las lecturas favoritas de quienes fuimos muchachos hace ya… más de medio siglo.
Tan fantástico es todo lo que se relaciona con este pintoresco barón de Münchausen que hasta se dudó de su existencia, comprobada más tarde, así como su nacimiento en Bodenwerder el 11 de mayo de 1720, y su dedicación a las armas, en el ejército ruso, hasta 1750 en que se retiró a vivir en la antigua posesión de su familia en su villa natal.
Todos sus cuentos extraordinarios tienen por argumento alguna hazaña bélica o cinegética en que el barón aparece como protagonista. Para que los jóvenes de hoy, que sólo han leído las narraciones de Salgari, Sherlock Holmes, Arsenio Lupin o Buffalo Bill, se den cuenta de que estas aventuras son vulgarísimas, comparadas con las del barón de Münchausen, nos bastará referirle brevemente una de ellas, la que ha servido de motivo para inmortalizarla en su monumento. Este muestra al barón montado en la mitad anterior de un caballo en actitud de beber, al cual le faltan los cuartos traseros.
Esto recuerda la historia relatada por el barón de que durante una de sus numerosas y siempre invictas campañas su caballo fué cortado en dos al caer la poterna de una ciudad sitiada en el momento en que él penetraba por allí en ella.
El barón siguió ignorante del hecho sobre su corcel hasta que llegó a una fuente donde el animal quiso apagar la sed. El caballo estuvo bebiendo por espacio de mucho tiempo, y sorprendido el barón, buscó la causa de esa insatisfecha sed, encontrándola en que el animal a medida que bebía, el agua se le salía por detrás, puesto que le faltaba la mitad del cuerpo.
Pero si hasta ahora gozaba el barón de Münchausen de la gloria inmarcesible de ser el mayor mentiroso del mundo, de aquí en adelante ya no podrá disfrutar de esa fama, pues acaba de ser desplazado como máximo embustero de todos los tiempos por un escritor español, Julio Romano, quien en su libro, por nosotros acotado en varias Páginas, sobre Weyler, acumula en la historia de este militar mentiras en tal cantidad y de tal calidad, que la ya referida del caballo del barón de Münchausen casi, parece un hecho corriente y natural.
El lector habrá comprobado por las diversas Páginas dedicadas a la crítica del libro de Romano, que desde su título -Weyler, el hombre de hierro— hasta su última página, todo es falso, todo menos su sanguinaria crueldad. Y de las mentiras que este libro contiene, puede afirmarse que la más enorme de todas es la que se refiere a Ignacio Agramonte.
Romano hace ver que los insurrectos criollos pusieron a Agramonte frente a Weyler, cuando más bien hubiera podido ocurrir lo contrario, ya que en aquellos tiempos Agramonte representaba para los españoles uno de los más temibles cabecillas mambises, y Weyler era sólo uno de tantos oficiales que operaban en la isla, sin que su heroísmo y estrategia hubieran podido llegar a oídos de los cubanos… ni de los españoles tampoco.
Al referirse a Agramonte, Julio Romano nos lo presenta como prototipo de la crueldad y de la fanfarronería:
“Este jefe —dice— lanza el reto al brigadier y hace alardes estúpidos y fanfarrones. Agramonte ha ganado prestigio entre los suyos por su crueldad; pero esta condición —a veces necesaria en la guerra— no es suficiente para formar la personalidad de un buen capitán. Bajo el machete de este salvaje han caído destrozados pequeños destacamentos españoles y asesinados los prisioneros. Es astuto como una vulpeja. Por donde pasa sus zarpas de hiena va dejando un reguero de sangre.”
Como muy bien dice en el notabilísimo trabajo que acaba de publicar el ilustre historiador doctor Benigno Sousa, con el título de Sobre Weyler de J. Romano, todo el capítulo dedicado a Agramonte por el cuentista español, desde el principio hasta el fin, es una ristra de enormes infundios, recogidos, seguramente por el autor de la propia boca de Weyler. Agramonte no fué salvaje, estúpido, cruel, ni fanfarrón.
En efecto, sólo aviesa intención o supina ignorancia pueden inspirar esas mentiras sobre Agramonte, porque este glorioso jefe revolucionario cubano de la guerra del 68, está reconocido, no ya por sus compatriotas, sino por los propios españoles, como una de las figuras más sobresalientes de aquella campaña, al extremo de que es difícil exista en empresa revolucionaria alguna un caudillo ni un capitán en el que pudieran encontrarse, como en Agramonte, armonizadas y confundidas, con las más grandes cualidades del guerrero el valor y la estrategia mayor pureza de pensamientos e ideales, moral más estricta y rigurosa, noción más elevada del deber, concepto más claro y preciso de la labor acometida, costumbres más austeras, sencillez y modestia más constantes y naturales.
Manuel Sanguily, su contemporáneo y crítico tan severo como imparcial, juzga a Agramonte, “ejemplar augusto y postrero vaciado en el troquel desaparecido de Cincinato y Wáshington, gloria del Camagüey y honra de la estirpe humana”; y lo ve siempre como ‘“el amado, el inmortal… resplandeciente como un arcángel”.
Y en artículo, síntesis de la vida y de la obra del gran camagüeyano, nos ha dejado de aquél este admirable retrato:
No se comete injusticia, ni se incurre en exageración declarando que Agramonte es uno de los cubanos más dignos de la eterna consagración del arte y de la historia, pues que fué grande por el patriotismo, grande por la inteligencia, la aplicación y aun la palabra, —grande por el carácter, por la energía, por la firmeza de propósitos, por la entereza y la resolución, grande por el valor, por el arrojo, por el desprecio de la vida—, grande sobre todo por la virtud.
Fué amigo tierno y leal, buen hijo, buen hermano, buen padre, esposo modelo, dechado de ciudadano, de caballeros, de patriotas, -un hombre impecable y, en cuanto lo consiente la flaqueza ingénita de nuestra pobre humanidad, un ser perfecto… Fué, por lo mismo, sabio en el consejo, pronto en la acometida, prudente y acertado en el mando; elocuente en las asambleas, terrible en los “combates, inflexible contra el desorden, cariñoso y bueno en sus íntimos afectos…”
Si así habla de Agramonte historiador tan parco en elogios, mucho más tratándose de sus compatriotas, como Manuel Sanguily, no menos encomiásticamente efusivas son las palabras que al Bayardo camagüeyano consagra José Martí. En paralelo famoso con Céspedes, dice Martí:
De Agramonte la virtud… la purificación… Y lo califica de “diamante con alma de beso”, pintándolo así: Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca, de la limpieza del corazón: se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito: se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de alguna desventura, o cuando el amor le besaba la mano: “¡le tengo miedo a tanta felicidad!” Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar.
De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natura, y se le vió por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.
Tal como lo vieron Sanguily y Martí fué Agramonte desde joven.
En 1866, con motivo de recibir la investidura del grado de licenciado en Derecho Civil y Canónico, pronunció ante el Claustro de la Real Universidad de La Habana un discurso, que él aprovecha para atacar ruda y resueltamente al Gobierno español y elevar un himno a la libertad de Cuba. De ese trabajo son estas palabras:
El Gobierno que con una centralización absoluta destruya el franco desarrollo de la acción individual, y detenga a la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza; y el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación.
Ignacio Agramonte y Loynaz
En estas frases está Agramonte retratado de cuerpo entero: digno, audaz. valiente, con ese valor extraordinario que demostró en todos los actos de su vida.
El joven de 25 años que en las aulas de la Universidad pronunció dos años antes de que estallara la guerra esas palabras, es el mismo que increpa y se bate con un militar español, por haber tomado éste algo bruscamente en un baile, la silla en la que se apoyaba una señorita cubana, hermana de Manuel de Quesada; y en otra ocasión, con motivo de un insulto a unos cubanos en la fiesta de San Juan, en Puerto Príncipe, retó a un comandante de caballería, con el que combate en duelo a muerte, saliendo dicho oficial español gravemente herido del terrible encuentro.
En la guerra del 68 Agramonte representó la tendencia democrática y liberal frente al autocratismo de Céspedes, sin que ello significara en lo más mínimo flaquezas ni transigencias con el despotismo español, porque fué Agramonte también de los que vió claro, como Martí en la guerra del 95, que de España ni de los gobernantes peninsulares podían jamás esperar los cubanos ni justicia ni libertad.
Ante los ofrecimientos de reformas políticas que en noviembre de 1868 hizo a los revolucionarios el conde de Valmaseda, por medio del traidor Napoleón Arango, Agramonte, en la reunión celebrada para decidir sobre la actitud que en definitiva debía adoptarse, se irguió frente a Arango, desbaratando sus argumentos en discurso inspíradísimo, al decir de quienes lo escucharon, del que se conservan estas palabras:
Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan: Cuba no tiene más camino que conquistar su redención, arrancándosela a España por la fuerza de las armas.
Ignacio Agramonte y Loynaz
Sin experiencia alguna militar, adquirió, bien pronto, por su inteligencia y su tenacidad relevantes dotes de mando, transformándose en uno de los más notables jefes de la revolución del 68 y mientras estuvo al mando de las fuerzas de Camagüey, demostró siempre su valor y arrojo y sus disposiciones excepcionales de estratega.
Imposible nos sería relatar en el breve espacio de esas Páginas los combates que Agramonte dirigió y en que tomó parte. Bástenos aquí citar aquella memorable hazaña del rescate de Julio Sanguily, hecho prisionero de las tropas españolas, encontrándose solo en su rancho e imposibilitado, por la herida y cojera que padecía. Al conocer Agramonte la prisión de Sanguily, arengó a su pequeña hueste de 35 hombres con estas palabras:
El general Sanguily va prisionero en aquella columna enemiga, y es necesario rescatarlo vivo o muerto, o todos quedar allí. Corneta, toque usted a degüello.
Ignacio Agramonte y Loynaz
Y logró Agramonte rescatar el glorioso mutilado a los ciento veinte rifleros españoles, en acción que celebra, considerándola como prueba elocuente del «arrojo de Agramonte», el historiador español Antonio Pirala en sus Anales de la guerra de Cuba, en esta forma: «Al saber Agramonte la situación de Sanguily, resolvió rescatarle sin parar mientes en el número de los enemigos, y lo consiguió merced al valeroso comportamiento de su gente».
Es de todo punto falsa la aviesa acusación que formula Romano sobre la crueldad de Ignacio Agramonte. En los retratos de éste, hechos por Sanguily y Martí, transcritos anteriormente, se comprenderá que quien poseía esas virtudes, era incapaz de crueldad alguna. Y lejos de ello, demostró Agramonte en todo momento su generosidad para con los enemigos indefensos o prisioneros.
En 1869 cuando Augusto Arango, el hermano de Napoleón, ya citado, confiando en las promesas de ofrecimientos de Valmaseda, se presentó, sin autorización de sus compañeros, en Puerto Príncipe, con ánimo de conferenciar con las autoridades españolas, éstas, a pesar del salvoconducto que llevaban Arango y Ramón Recio Betancourt, del gobernador de Nuevitas, y amparados por un decreto de amnistía dado por Dulce, fueron asesinados por el comisario de Policía Miguel lbargaray, paseando los cadáveres ensangrentados por las calles.
Agramonte y sus compañeros del Comité Revolucionarlo de Camagüey, que recibieron al mismo tiempo a los emisarios del Gobierno colonial, al tener noticias del asesinato de los dos cubanos no tomaron represalias con aquéllos, sino que los devolvieron a Nuevitas, declarando en comunicación de 27 de enero de 1869 que “ni aun en justa represalia olvidan los cubanos su fe empeñada”.
Esta actitud cubana no disminuyó, sino que, por el contrario, parece que alentó, la agudización de la crueldad por parte del conde de Valmaseda, como lo prueba su proclama de 4 de abril de 1869 que legalizaba el incendio, el pillaje y el asesinato, y dió motivo a protestas públicas en los Estados Unidos. y con diversos actos de crueldad con prisioneros, mujeres y niños, realizados por las tropas de Valmaseda y por Valeriano Weyler, según examinaremos oportunamente en otras Páginas.
Caso típico de este contraste entre la generosidad y nobleza de Agramonte y la crueldad de Valmaseda, Weyler y sus hombres, es el del doctor Antonio Luaces, médico graduado en París, amigo Inseparable de Agramonte, perteneciente a su Cuartel General, y quien defendía en los consejos de guerra a los prisioneros españoles salvándoles la vida, hecho prisionero en la Crimea y fusilado en Puerto Príncipe el 21 de abril de 1875, por quienes le debían haber salido absueltos y libres.
Respecto a la muerte de Agramonte en Jimaguayú, también es totalmente mentirosa la narración que hace Julio Romano y fué un hecho casual, sin que los españoles supieran que combatían contra Agramonte, ni mucho menos que le habían dado muerte y, como afirma el doctor Benigno Sousa en su trabajo citado,
“no tuvo Weyler más intervención sino la de organizar, escoger las unidades y formar la columna del teniente coronel Rodríguez de León y transmitirle órdenes para su salida de acuerdo con sus funciones de jefe de Estado Mayor del general Fajardo, Jefe a su vez de la división del centro. Cumplió, pues, un trámite reglamentario nada más. No estuvo, como se ve, en Jimaguayú donde cayó Agramonte, ni tampoco los de Valmaseda; fueron los tiradores de la sexta compañía de León los que dieron muerte a nuestro Bayardo.”
Puede comprobarse el azar en la muerte de Agramonte y la ausencia de Weyler en esa acción leyendo, para no citar más que un historiador español, a Pirala, en el tomo II de sus Anales páginas 576 a 579, así como el parte dado por dicho jefe del batallón de León, J. Montero, con fecha de 12 de mayo de 1873, publicado en el Diario de la Marina, de La Habana, al día siguiente.
También es falso el episodio que relata Romano de haber presentado un soldado a Weyler la cabeza de Agramonte, y exclamado aquél al contemplarla: “se ha portado como un valiente”.
Traído a Puerto Príncipe el cadáver de Agramonte a las 9 de la mañana del 12 de mayo, doblado boca abajo sobre un caballo, fué paseado por la población y expuesto en el Hospital de San Juan de Dios, identificándolo allí diversas personas que lo conocían, siendo trasladado el cadáver a las 4 de la tarde al cementerio general, donde fué quemado una hora después con leña y petróleo, y arrojadas sus cenizas a la fosa común.
Contra esta profanación del cadáver de Agramonte protestaron algunos periódicos españoles, y el general Pieltain, gobernador entonces de Cuba, declaró en su defensa:
“Una vez, sin mi consentimiento, tuvo lugar en Puerto Príncipe un acto que reprobé altamente cuando llegó a mi noticia de una manera extraoficial, porque, en efecto, podía merecer la acusación de ensañamiento contra un cadáver. La autoridad que lo mandó a ejecutar en secreto obró a mi juicio con indiscreto celo, aunque no sin fundamento, puesto que se anunciaban y preparaban manifestaciones inconvenientes que por tal medio pudo evitar y evitó; sin esta consideración que atenuaba la gravedad del hecho no me habría conformado con reprobarlo.”
Esta es la verdad sobre Agramonte y su muerte. Comparada con las mentiras que nos cuenta Romano, ¿no creen los lectores que por ellas y por todas? las que contienen todas las páginas de su libro sobre Weyler, bien merece, más que el barón de Münchausen, ser considerado Julio Romano el mayor mentiroso del mundo?
Bibliografía y notas
- Roig de Leuchsenring, E. (20 de enero de 1935). Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: La Verdad sobre Agramonte y su Muerte. Revista Carteles, 23 (3) pp. 26,27,51,54.
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