

Leyenda La Vieja del Arroyo: Hacia el último tercio del pasado siglo, la provincia de Matanzas fue azotada por el ciclón más devastador de su historia. Los periódicos de la época recogieron los estragos que produjo y lo definieron como “huracán intenso”, precedido de un temporal de agua de más de una semana de duración, que inundó las partes más bajas de la ciudad arrastrando hacia el mar almacenes enteros y viviendas con sus moradores.
No existen datos cuantitativos sobre la pérdida de vidas humanas causadas por el famoso huracán. Tal vez fueron decenas o cientos, pero, fuere cual fuere la cifra, nadie se acuerda ya de las víctimas. Solo una rompió la barrera del olvido: una anciana cuyo cadáver fue arrastrado por la turbulenta corriente de un arroyo nombrado por entonces el Camarón, situado entre Matanzas y el poblado de Cidra, donde a pocos metros del puente (de madera entonces) quedó trabado el cuerpo entre unas malezas.
Fueron unos peones camineros, enviados al lugar aquella mañana para reconstruir el maderamen dañado por el meteoro, quienes descubrieron los despojos de la longeva. La muerta, suspendida por la maleza, yacía boca abajo a media vara del agua. Sus largos cabellos blancos eran arrastrados por la todavía impetuosa corriente del arroyo. Era gris aquel día. Un grupo de curiosos observaba el extraño cadáver.
Una pareja de la Guardia Civil, que recorría la zona recogiendo información sobre los daños ocasionados por el temporal, solicitó ayuda a los curiosos para sacar a la muerta de aquel lugar. Después la envolvieron en unas hojas secas de palma real y la situaron debajo de un arbusto cerca del camino. Los guardias civiles continuaron su viaje a Cidra.
Dijeron que avisarían a la autoridad competente para que ordenara la recogida de aquellos despojos humanos lo antes posible. Solamente los peones camineros quedaron allí trabajando en el puente; los curiosos se dispersaron. Empezaba a oscurecer.
Los trabajadores recogían sus herramientas cuando apareció un carretón tirado por unas mulas y conducido por dos hombres que resultaron ser sepultureros. Una fina llovizna empezaba a caer. Los recién llegados preguntaron a los jornaleros donde estaba el cadáver, y éstos le indicaron el lugar, bien visible por cierto. Con diligencia, los sepultureros se dirigieron al lugar señalado, pero al levantar el bulto notaron que no pesaba nada, estaba vacío. La muerta había desaparecido…
Un peninsular carretonero que se dedicaba a transportar mercancías por encargo de los vecinos de la zona, fue el primero en ver a la vieja después de su misteriosa desaparición. Sin poder evitar la gracia que tienen los de su origen para decir las cosas pese a lo dramático del asunto, el andaluz, una vez restablecido del susto y curado de las heridas que sufrió al espantarse la mula y volarse el carretón, dijo que eran cerca de las cuatro de la madrugada cuando él llegó a arroyo.
Que a cierta distancia, pese a la oscuridad reinante, vio algo de color blanco sobre la baranda del puente y pensó que se trataba de una lechuza que estaba posada allí. Que sin embargo, en la medida que avanzaba sobre el puente, aquello se iba agrandando, hasta que pudo ver que se trataba de una persona, de una mujer (por sus vestidos).
Que faltando poco para entrar al puente, la mula se resistió a seguir, dando coces y resoplidos. Que a fuetazos, hizo que la bestia continuara. Entonces cuando el carretón llegó a la mitad del puente aquello saltó y cayó sentado junto a él, en el pescante, y le dijo: “Soy una muerta a la que le gusta vivir” “¡Dale, dale, corre, que me gusta sentir el aire de la madrugada! ¡Dame las riendas! ¡Corre mula, corre!” Ya amanecía cuando lo recogieron a orillas del camino sin sentido.
Pasó algún tiempo desde lo ocurrido al andaluz y nadie intentaba pasar por el puente durante la noche. Al atardecer se veían peatones y a los de a caballo parar por ahí de prisa en ambas direcciones antes que oscureciera, y no se habló más de la muerta. Solo los osados cuando se trataba de una necesidad imperiosa atravesaban el puente después de la caída del sol…hasta que la vieja reapareció a un carretero en la medianoche de un caluroso agosto.
Sentado donde nace la lanza de la carreta, el carretero regañaba a los bueyes que, cansados, andaban lentos. Fue al entrar al puente, explicaba después, que sintió miedo y, como hacen para espantarlo, empezó a cantar. De pronto sintió que alguien estaba junto a él, y aunque hizo esfuerzos para voltear la cabeza y ver quién era, no pudo.
Entonces, aquello empezó a hablar: “Linda noche, ¿verdad? El cielo está sembrado de esmeraldas y zafiros… y hace buen calor, ¿eh?… ¡A los muertos nos gusta mucho el calor! ¡Oye!, ¿Esto no camina más aprisa? A mí me gusta ir aprisa. ¡Dame eso!” “Y me quitó el aguijón, -dijo el carretero-, y brincando sobre los bueyes los aguijoneaba por todas partes, hasta que los animales se fueron en desbandada dejando atrás un reguero de sacos y frijoles, de arroz y de latones de manteca.
Con mucho esfuerzo pude parar los bueyes, y, machete en mano partí para arriba de aquello, que viendo mi decisión, tiró el aguijón y dijo: No vale la pena montar en carreta. ¡Adiós! Y se fue riendo a carcajadas”
El tiempo de las carretas y de los carretoneros pasó, y llegó el de los automóviles. La gente estimó que con la velocidad que ya desarrollaban las máquinas pioneras del automovilismo, la vieja no podría seguir haciendo de las suyas, pero se equivocaron.
Una noche, cuando ya pocos se acordaban de ella, la vieja hizo de nuevo su aparición. Un chofer de Matanzas, que había sido contratado para hacer un viaje a Cidra, regresaba solo al filo de las doce de la noche. De pronto —dijo—, al llegar al puente vi a la vieja sentada en la baranda.
No puedo negar que me puse nervioso, pero me controlé y decidí imprimir mayor velocidad al fotingo, aunque de nada sirvió, porque cuando pasé junto a ella, saltó al parte delantera del vehículo, aunque iba a la máxima velocidad. Ella iba gozosa bailando sobre el capó con sus largos cabellos blancos flotando al viento, hasta que sonriendo, me dijo adiós y desapareció.
Otras muchas apariciones hizo la vieja del arroyo, tanto a los pioneros del automovilismo como a los de las máquinas que ya empezaban a superar los ciento veinte kilómetros por hora. De esta época, el más importante fue el ocurrido a un chófer de alquiler.
«Partí de Unión de Reyes para Matanzas a las nueve de la noche, con dos personas que se dirigían a una finca situada entre Cidra y Matanzas, algo más allá del llamado Arroyo de la Vieja. No sé por qué cuando estábamos llegando a ese lugar, me acordé de todas las apariciones de la vieja.
En eso pensaba cuando, a poco de cruzar el puente, los pasajeros me indicaron el lugar donde iban a quedarse: un bohío situado junto a una guardarraya. Detuve el carro y los mismos se apearon. Ya me disponía a partir cuando una anciana que venía desde el puente, me dijo en voz alta que la esperara. ¿Me lleva hasta Matanzas, joven?, me preguntó. La observé con detenimiento. Me extrañó que una señora de tanta edad viajara sola a una hora tan avanzada, pero la vi tan limpia, con su chal sobre la cabeza, que decidí llevarla.
De nuevo en la carretera, la anciana, que era muy conversadora, me hizo olvidar a la vieja del arroyo. Yo estaba cansado y deseoso de llegar, por eso le respondía a sus palabras simplemente con sí o no. Pero la doña seguía hablando de cosas que, para su edad, a mí me parecían ridículas. Tenía la conversación de una joven. Hablaba de amor, de la belleza de las flores, de los pájaros, ¡Y hasta de la vida!
Cuando llegamos a una curva cerrada, en la bajada de la loma desde donde se observa una de las vistas nocturnas más bellas de Matanzas, la anciana se entusiasmó tanto que me preocupó. Para mí que poseía dotes de poeta, porque solo a esa gente le apasionan esas cosas. Por ella supe que el lugar antes mencionado se llama Curva de la Bella Vista.
Su conversación, que al principio no me agradó, terminó gustándome, pues verdad es que escucharla daban deseos de vivir, ¡de querer más a la gente! Faltando poco para entroncar con la carretera de San Francisco, la señora me pidió que la dejara en una casa donde habían varias personas sentadas en el portal tomando el fresco, bajo la luz mortecina de un farol.
Al bajar del carro, la anciana me dijo que la esperara, que iba a buscar dinero para pagarme el viaje. Recogiéndose la falda con una mano y sujetándose el chal bajo la barbilla con la otra, subió el escalón que daba acceso al portal y penetró en la casa sin saludar a ninguno de los allí presentes.
Los que estaban sentados en el portal miraron extrañados para el carro, hasta que una de las mujeres abandonó su asiento y vino a preguntarme si se me ofrecía algo. Le contesté que estaba esperando a la anciana a quien había traído, la que entró allí en su casa. ¿Qué anciana?, indagó.
La que entró por esa puerta, le contesté. ¡Ay señor, qué pena!, esa es mi bisabuela Victoria, que murió ahogada cuando el ciclón grande. ¡Dios mío, cuándo Victoria dejará de hacerme pasar por estos malos ratos! Pero, ¿qué se puede hacer con un muerto que no se resigna a serlo? ¡Perdónela señor, perdónela…!
Bibliografía y notas
- Rodríguez Hernández, Leovigildo. «La vieja del arroyo». En: Baiguana Y El Pez Embrujado Leyendas. Matanzas: Ediciones Vigía, 2002, p. 313-316.
- Historias y Leyendas.
Jorge Luis Barber dice
Buenísimo resumen! Gracias no lo había leído. Saludos