
por Miguel Ángel LIMIA.
A pesar del estilo intolerable y pedestre de mi ilustre paisano Cirilo Villaverde; a pesar de sus inhábiles capítulos de prosa tortuosa[1]; a pesar de la protesta de mi espíritu ligero y risueño hacia los adoquines nacionales, yo me leí con entusiasmo a Cecilia Valdés, cuando llegué a la Habana.
Me interesaban las costumbres cubanas de aquel siglo romántico en que la sabrosa mulata Cecilia correteaba, moviendo sus caderitas lúbricas de criolla, por la vieja loma católica del Santo Ángel.
Conocida era de las negras pobres que durante la prima noche expendían por las esquinas del barrio bollitos y chicharrones. Conocida de todas las bodegas, por donde ella pasaba, hurtando pasas y otras golosinas. Conocida del alegre cubanito de familia rica, galanteador y libertino.
Y como el escritor, con una gran comprensión del sentido curioso de la posteridad, ofrece en el principio de su obra todos los detalles de las chatas casitas coloniales en donde su protagonista nació, vivió, amó y padeció, después de la lectura del libro, yo me fuí al número 21 de la estrecha callejuela de San Juan de Dios. Aun no habían sido derrumbadas las anchas paredes amarillas del convento de Santa Catalina. El Callejoncito histórico, pues, concluía allí mismo con el número 25.
Hoy se prolonga la calle hasta divisarse allá lejos los álamos del Prado.
La casita de la ardiente mestiza tampoco había sido aun ultrajada por la maldita civilización. Vi su gruesa puerta de madera, guarnecida de grandes clavos redondos, abombados y negros. Vi su evocadora ventanita de gruesos balaustres pintados de reseco bermellón. Vi su alerito triple de tejas arábigas y la acera de anchas piedras movedizas.

Recuerdo bien aquella mañana de mayo. Yo era sencillo y feliz todavía. Me saboreaba alegre, contento como los álamos del parquesito próximo donde un raro Cervantes con brazos escribe alguna página ejemplar.
Puse mi mano joven y feliz sobre la antigua mano de hierro del aldabón. Los tres golpes resonaron dentro con un ruido semejante al que producen en el silencio de los cementerios los últimos terrones arrojados sobre los ataúdes.
Un instante después, se entreabrió la cansada puerta rechinante, y un asombrado rostro de mulata apareció en ella. Aquella no era, de seguro, la bondadosa abuelita de la niña que me llevaba allí. No era aquella mujer la gimiente “Señá” Josefa. Pero yo llegué a figurármelo.
—¿Qué quiere, señorito?-preguntó con dulzura melosa la anciana.
—Soy periodista —dije por toda presentación. —Hace algún tiempo vivió aquí una persona a quien yo quise mucho. Querría usted permitirme visitar las habitaciones interiores?
—¡Qué raro son señorito inteligente! —fué la respuesta.
Y abrió.
Atravesé el dintel y sonó, firme, detrás de mí, el macizo portón al cerrarse. Ya no me cabía duda ninguna de que yo había dejado allá fuera la gentil calesa, esperándome en la calle de Aguacate, junto a lo Empedrado. Como en la novela, habría puesto pie en tierra el negro calesero de calzón blanco, casaca oscura y exótico sombrero lustroso de copa alta.
—¿Y qué tal la enferma? —pregunté.
La ancianita seguía mis pasos. Los pasos de Don Joaquín Gómez.
Estaba igual la casita por dentro. La salita, su tabique al fondo, su techo de toscas vigas de madera del país. Sólo habían desaparecido las pesadas sillas de cedro con asiento y respaldo de vaqueta, clavados con relumbrantes tachuelas de cobre. Desaparecida también la mesa de caoba en un ángulo de que tanto gustaban nuestros abuelos, y el catre con su colgadura de seda, y la virgencita atravesada por un puñal de plata.
Pero en el patio, en el menudo patio húmedo, del cual no nos habla Villaverde, volví a encontrar y respirar el prestigio de la época. De un esbelto tinajón de barro, traído del Camagüey, brotaba una fresca enredadera florecida, que se agarraba a las grietas de los muros y a los canelones de los aleros. Una pila rinconera, con su llave de hierro, goteaba allí sin duda la misma agua que bebiera Cecilia en el hueco de sus manitas infantiles.
Pues bien, de todo aquel pasado no queda ya nada. Una de las fotografías publicadas en esta página muestra los tristes restos de lo que fué la colonial casita.
En la otra fotografía reproducimos la fachada, cuya puerta centenaria vió entrar y salir tantas voces a la joven criolla voluptuosa. Está intacta. Pero todos sabemos que no transcurrirá mucho tiempo sin que sean derrumbadas sus paredes. La Habana odia el pasado. Primero, las murallas. Después, los claustros centrales del monasterio de Santa Catalina.
Cualquier día nos empañetan de amarillo vivo las piedras de la Catedral o nos pintan de blanco las antiguas fortalezas.
Miguel Ángel LIMIA.
Septiembre, 1923.
Bibliografía y notas:
[1] No se comparte la opinión del autor (N.d.E.).
- Limia, Miguel Ángel. (Septiembre 16, 1923). Las Casitas de Cecilia Valdés. El Fígaro, p. 233.
- La foto que encabeza el artículo es La casa de la calle de San Juan de Dios núm. 21, donde nació Cecilia Valdés y la que se encuentra en el medallón corresponde a Cirilo Villaverde, autor de la novela “Cecilia Valdés”. En el cuerpo del texto la casa calle de Aguacate núm. 54, morada de la abuela de Cecilia Valdés.
- Escritores y Poetas
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