Mari-Lope era una tierna y hermosa mestiza de español e india. Era hacendosa, enamorada de las flores y apasionada al canto. Con el mismo cariño con que cultivaba sus silvestres flores, cuidaba de las palomas y pájaros.
Nadie como ella cantaba los areítos religiosos, los cantos guerreros y las historias amorosas de siboneyes y piratas. A todos sonreía con ingenua pureza, a ninguno despreciaba por baja que fuera su condición, pero a nadie mostraba predilección especial, como no fuera a los que le dieron el ser.
De más está decir que la admiraban y requerían de amores todos los jóvenes siboneyes de la comarca, de los que siempre había rondando alguno por las cercanías del bohío de Mari-Lope, que se levantaba en la zona conocida con el nombre de Tureira. Ella, casta y pura, consagrada a sus flores y aladas avecillas repartía los tesoros de su amor entre los que le habían dado el ser y Dios.
Como en el caso de Azurina, hubo de penetrar en la bahía de Jagua una nave filibustera, en busca de reparación. La capitaneaba Jean el Temerario, pirata feroz, de mala entraña y peores instintos, joven todavía y de arrogante figura. Desfiguraban su rostro atezado, la dureza de la mirada y enorme cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.
Al ver a Mari-Lope, concibió por ella ardiente pasión y sintió el deseo de poseerla, pero cuantas veces se acercó para hablarle de amores, otras tantas fue cortésmente rechazado. Tenaz y terco, no se dio por vencido.
Una tarde la vio paseando en la solitaria playa y cauteloso se acercó:
— Y bien, Mari-Lope le dijo, — ¿Persistes en despreciar mi amor?
He prometido no ser de ningún hombre, pertenezco a Dios.
Jean era a su modo creyente, pero en aquel momento sintió el aguijón de los celos del Ser Supremo que le disputaba el amor de la mujer que el adoraba.
— Mari —arguyó— el amor a Dios no puede impedirte que me correspondas.
Es inútil, no insistas. No te amo. Puedo ser tu amiga, no tu amante.
— Soy rico y valiente, señor de estos mares que surco con mi bajel sin temor a nadie. Poseo inmensos tesoros y libre soy de apoderarme de cuantas riquezas estén a mi alcance. Ven conmigo, serás reina y señora, mis marineros tus vasallos, conquistaré para ti una isla, tendrás ricos trajes de seda y brocados, joyas las más costosas, esclavos dispuestos siempre a servirte y satisfacer el menor de tus caprichos.
Mari-Lope movió negativamente la cabeza y se limitó a responder:
Guarda para ti las riquezas que me ofreces, no las necesito. No puedo ser tuya porque soy de Dios.
Frenético de pasión y exacerbado por la negativa, Jean se acerca a Mari e intenta abrazarla. Logra ella con esfuerzo sobrehumano desprenderse de los hercúleos brazos que la enlazan y emprende veloz carrera. Próxima al hogar y cuando ya creía segura su salvación, algunos marineros de Jean salieron a su encuentro y a viva fuerza la detuvieron.
Cuando llegó el pirata y quiso de nuevo retenerla entre sus brazos, brotó milagrosamente de la tierra, entre la doncella y su perseguidor, un tunal de agudas y penetrantes espinas. Jean, fuera de sí, saca del cinto su pistolete y dispara, hiriendo en la frente a Mari, que cae desplomada, al tiempo que una paloma de blancas alas se remonta por el aire y se pierde tras una nube.
El brillo de un relámpago deslumbró a los piratas que al volver en sí vieron arder el cadáver de Jean y el tunal que tan prodigiosamente había brotado.
En el lugar que este ocupara surge una rústica cruz hecha de añoso tronco de cují y, como formando la peana de la cruz aparecen hermosas flores color de azufre.
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