El pintor cubano Manuel Mantilla Béjar. Resonante concepto artístico alcanzado en Madrid. Se trata, lector, de un cubano hijo de montañeses, justo motivo para que los hijos de la tierruca disfrutemos de los aplausos y alabanzas que la Prensa de Madrid ha dedicado a los trabajos pictóricos que este sobresaliente artista ha presentado a la consideración de la severa crítica madrileña.
La Esfera, El Imparcial, El Sol, Heraldo de Madrid, La Libertad, El Liberal… han publicado extensos y jugosos artículos dedicados a la labor fecunda, brillante y de sólida y afirmativa reputación artística alcanzada por el joven Mantilla en Madrid.
Ni queremos, ni debemos, ni tan siquiera intentamos juzgar hoy el mérito de Manolo. A su tiempo la haremos. Toca hacerlo primero a las artísticas autoridades madrileñas, a ese Madrid, donde con singular intensidad se sienten y estudian las divinas emociones del arte.
Cuba y nuestra adorada Montaña están de plácemes. Diario de la Marina ha sido el primer periódico de Cuba que ha recogido y publicado el risueño acontecimiento originado en Madrid por Manuel Mantilla.
La Montaña siente gratísimo placer reproduciendo a continuación, integro, el trabajo dedicado por el Diario a quien, como dice el señor Lezama desde las columnas del periódico La Libertad, de Madrid, no es una esperanza prometedora, sino esplendorosa realidad.
A Madrid se trasladó hace cuatro años este joven pintor cubano, y allí, entre los grandes maestros, entre los lienzos del Museo del Prado y entre los poéticos y severos rincones de Castilla y Andalucía, ha llegado Mantilla a un grado de sobresaliente distinción en el arte pictórico.
En el salón “Arte Moderno” de la calle del Carmen, en Madrid, lugar propio y asequible a todo el que tiene algo interesante que decir en nombre del arte, ha expuesto Manuel Mantilla una colección de sus trabajos.
El novel pintor quiso conocer la opinión de la critica madrileña, dispuesta siempre a aplaudir a los que prueben su amor a la expresión suprema de la Belleza y a dedicar la “helada” indiferencia a los que intenten triunfar sin poseer esa preciosa mentalidad indispensable para familiarizarse con ella.
Pintores, escultores, músicos, cantantes, en fin, cuantos seres de nuestra raza se desviven por lo humanamente bello y quieren abrirse paso para salir del montón anónimo, no viven tranquilos si Madrid no pone a su labor el marchamo de la conformidad o reparo, en una palabra: el de la calificación.
Este pintor cubano ha triunfado en Madrid en forma no corriente. Todo le ha sonreído. Los más severos y leídos críticos no le han regateado sus aplausos por medio de la Prensa. Los principales periódicos madrileños así lo confirman.
Antes de ir a Madrid pensionado por el Ayuntamiento de la Habana, hizo sus primeros estudios en la Academia de San Alejandro, alcanzando el primer premio el año 1912 en el curso de Antiguo griego.
Cinco años después obtuvo el Primer Premio ($500) en el concurso de la Academia Nacional de Artes y Letras, con su cuadro “Superstición”.
Quien a los veinticuatro años logró tan sobresaliente distinción en Cuba, no es extraño que en Madrid acabe de obtener el puesto de vanguardia entre el grupo ya nutrido de artistas cubanos. La vida artística de Mantilla es una continua profesión de fe constante y sin vacilaciones.
Discípulo predilecto del gran Romañach. Al triunfar en Madrid, bien seguro puede estar de que la gloria le rodea.
Y para probar hasta qué punto la Prensa madrileña juzga a este meritísimo artista cubano, lean nuestros lectores las precedentes líneas, publicadas por el periódico El Sol y el semanario La Esfera, de Madrid:
Los cuadros de Mantilla en “Arte Moderno”.
Complacíame yo, días pasados, en copiar en estas columnas un fervoroso cántico a la delicadeza: el prólogo que al catálogo de la Exposición de Vázquez Díaz puso Juan Ramón Jiménez. A esa delicadeza que en nuestros momentos de plenitud histórica puso la España meridional en nuestra prosa, en nuestra poesía, pintura y escultura.
Y hoy me complazco en señalar al estudio de los que se interesan por estas cosas una como resurrección en la obra de Mantilla del antiguo realismo épico, conmovido de espiritualidad, que constituye el fondo de las poco varias características de nuestra gran pintura histórica.
Parecen poco satisfactorios estos términos, o, mejor, poco expresivos a la crítica moderna, cuando tal vez lo que ocurra sea que esa crítica pretende encontrar en el fondo de nuestro arte lo que en éste no hay; en cuyo caso es explicable la desazón de esa crítica ante los términos, ante las palabras realismo, naturalismo, espiritualidad, que expresan la entraña de nuestro arte, para cuya percepción y sentimiento esa crítica se halla poco dispuesta.
Creo que titula Mantilla “Lagarteranos” el lienzo en que aparecen tres rudos pastores, tamaño natural, sobre un fondo de aldea, tamaño natural, sobre un fondo de aldea, y que tiene colocado en el testero de frente, a la entrada del saloncito “Arte Moderno”.
Apréciase en estos tipos una sugestión zubiaurresca; pero la fuerza imperatoria, la consistencia de los cuerpos y de los espíritus, la sequedad y nitidez de la notación cálida, son de las tierras del sol de nuestra Península; más aún, de las tierras donde se fraguó el poema nacional; es esta fuerza y esta grandiosidad, positivas y sin énfasis, como la reaparición en nuestro arte de la vida homérica reflejada por el romancero, que entre los siglos XI y XIV tuvo por escenario las tierras de León, Burgos, hasta Medinaceli, Atienza y Toledo.
Ni psicología ni idealidad: ruda prestancia, cuerpos duros más que el acero, posesión plenísima de la vida y un espíritu dominador que señorea el mundo; esto es el cuadro.
Por la rara claridad con que en él se expresa todo esto; por su buena pintura, pintura-fuerza, y por el sentimiento del artista de los problemas de la técnica moderna, este cuadro es para mí de una importancia grandísima, y tal vez lo más plenamente satisfactorio en pintura, lo más realizado como obra de pintor cuyo sentimiento de la vida es tan poderoso, que pintando se olvida de tendencias y modas estéticas, empujado por el ansia creadora.
Tiene también Mantilla varias vistas de calles de Piedralaves, Montehermoso, Candelario, Lagartera; una muchacha con frutas y otras cosas, en las que se muestra tan moderno, colorista y dominador de la vida, como en el gran lienzo primeramente estudiado.
Tal es el pintor cubano Manuel Mantilla, que viene al arte español henchido del espíritu tradicional de nuestra casta.
Francisco ALCÁNTARA.
“De cuantos pensionados cubanos hemos conocido hasta ahora, Manuel Mantilla nos parece uno de los más interesantes. El más valioso quizá, el mejor dotado de aptitudes pictóricas y el que mejor habrá de orientarse en lo futuro.
En Manuel Mantilla hay una indudable energía pictórica, una sensibilidad vibrante siempre al hechizo del color, una certera comprensión sintetizadora de la luz.
Al principio —un comienzo muy próximo todavía— Manuel Mantilla se abisma lógica y fatalmente en el Museo del Prado; acaso da en rutinarismos escolásticos que le desvirtúan y le ennegrecen.
Porque el contacto con los clásicos y la disciplina académica causan esos efectos en los jóvenes demasiado sumisos: desvirtuar el temperamento, ensuciar la paleta, enmohecer la inspiración, alejar de la fresca y jugosa ejemplaridad viva de los espectáculos naturales.
Manuel Mantilla se ha libertado pronto. Conserva de ese fugaz período lo que debe asimilarse. Ha eliminado lo demás. Y de pronto —un poco bruscamente tal vez— pasa a influencias homogéneas entre sí y coetáneas de su formación técnica.
Así, prescindiendo de más lejanos atisbos reminiscentes, estos cuadros que Manuel Mantilla ha ido pintando en Castilla, Extremadura y Andalucía hacen recordar los nombres del español Pinazo, del húngaro Nagy, del italiano Caprotty. Y —claro está— de Hermen Anglada.
Es una pintura la de Mantilla trabajada con sensuales gruesos de color, interviniendo la espátula como palillos de modelar, y dejando a veces a los tonos enteros la misión íntegra que les hizo formularia el impresionismo.
Y como Anglada, también, como Pinazo, el apasionado, tiene a veces líricos y ternísimos deliquios luminosos, con cielos de amanecido, con carnaciones adolescentes, con lejanías de ensueño. Sin que rechacen, por ello, el contacto de los otros barroquismos interiores, de la sensibilidad que revelan las figuras realzadas, relevadas de un poco acentuadamente plástico.
Se comprenderá que en estas condiciones la pintura de Manuel Mantilla interese tanto por lo que ya es cuanto por lo que será. Nos encontramos en presencia de un gran temperamento de pintor y de un gran sensitivo: sus cualidades directas.
En presencia además de un simulador inconsciente y de un impetuoso adaptador de técnicas ajenas: sus defectos indirectos.
Pero los defectos irán desapareciendo rápidamente; las cualidades impondrán su expresividad profunda y fértil; y entonces Mantilla será él, solo él, de un modo total, capaz y elocuente, que le destacará más aún de sus compañeros de arte que han venido a estudiar a España.
Y entonces la inquietud, la impaciencia, la impresionable sumisión a los credos ajenos que ahora consumen a Mantilla, se verá que le han sido de otra utilidad que el yerto oficio de la copistería museal o la asistencia jornalera y sin fe ni audacia a las clases de cualquier maestro adocenado y rezagado.
Silvio Lago (José Francés).
Bibliografía y notas
- “El pintor cubano Manuel Mantilla”. Revista La Montaña. Año VI, núm. 20, Habana: 20 de julio 1921, pp. 4-6.
- El Salón de Bellas Artes de la Habana en 1918.
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