Matanzas y Yumurí por Ramón de Palma.
I – Los Novios
Ahora mas de trescientos años ¡qué maravilloso aspecto no presentaba nuestra Antilla á los ojos del navegante aventurero que iba costeando sus riberas! Hijo de un mundo antiguo, trabajado por la industria y las rivalidades de los hombres, veia alzarse en todo su vigor aquella primitiva y espléndida naturaleza, conocida de él hasta entonces solo por poéticas descripciones.
Inmensos bosques y colinas, vestidos de frondosidad y verdura inmarchitables; llanuras solitarias, cubiertas de lindas flores y abundosos pastos; costas interminables, tajadas de muchos y espaciosos puertos, y abiertas en mil partes por dulces, claros y fecundos rios; nubes de estrañas y preciosas aves, perdidas en el fondo de una atmósfera que los rayos del sol poniente de infinitos colores matizaban; y en medio de esta peregrina y sorprendente escena, algún rústico caserío, ó una errante canoa, donde se presentaba el hombre, un hombre de otra especie, á completar el nuevo cuadro de la naturaleza.
Cuando el arrojado viagero pisaba esta tierra aún no esplorada, no veía en torno suyo aquellos objetos tan familiares en su viejo mundo. El hombre aquí ignorante de toda policía y estudio , ni comprendía la fuerza de las leyes, ni entendía los manejos de la política, ni conocía la necesidad de las ciencias y la industria.
Rudo, sencillo y supersticioso, todo aquello que no habia visto, ó no se le asemejaba, lo calificaba de cosa sobrenatural y divina: así era que besaba humildemente los vestidos del miserable pechero, que habia sufrido los desprecios de los altos señores de su tierra, y que habia sentido crujir sus carnes bajo el duro látigo de su mayor, ó del verdugo.
Empero aunque las pasiones civiles no agitaban el ánimo inocente de estos habitantes, ¿sus corazones vivían sin movimiento? Hay dos cuerdas en el corazón del hombre, que tocadas, corresponden con tanta fuerza é igualdad á ellas, así el hijo de la filantrópica é ilustrada Lóndres, como el indio mas salvage é inhumano; —el Amor y el Odio.
En el mismo sitio en que una ciudad jóven y ambiciosa desenvuelve su pintoresco y creciente caserío, y desplega á los ojos del afanoso agricultor los campos que la circundan sembrados de opulentas fincas; en este sitio donde llega el comerciante convidado de una inmensa bahía y de abundantes rios, y adonde va el artesano lleno de esperanza á ejercitar su industria; en este sitio, vuelvo á repetir, se veia en la época á que nos referimos, un grupo de cabañas, tan distintas de los actuales edificios, como lo eran de las nuestras las costumbres de sus moradores.
Una de estas cabañas, situada en el centro de dos palmas reales, que se elevaban rectas y magestuosas como las columnas de un pórtico corintio, parecia mas recientemente construida que las otras, pues verdeaban aún las pencas de guano de su cobija. Aun cuando no fuese el aire de novedad de que parecia revestida esta agreste morada, su apartamiento de las otras sería causa suficiente para fijar los ojos en ella desde luego.
Era por la tardecita; cuando la vergonzosa maravilla abre su cáliz perfumado, semejante á la tímida doncella que solo en la noche concede á su amante una caricia, y el cocuyo luciente revolotea en los aires, buscando el almíbar de las flores, y convierte todo el espacio en cielos estrellados.
Cualquiera que haya sentido en su corazón la chispa de un amor puro, espiritual; cualquiera que haya deseado habitar con la muger á quien adora en un vergel encantado, un paraíso, donde el cielo, la tierra, las flores, el ambiente, toda la naturaleza en fin respire deleite celestial y amor, que venga por las pascuas á pasar una noche templada del invierno en Cuba. —Junto á la cabaña de que hemos hablado antes, se deslizaba mansamente un rio, tal vez sin nombre entonces. Muy oficiosa andaba por sus riberas una joven india, cojiendo maravillas de variados colores, las cuales ensartaba con simétrico orden en una varilla de coco, al modo que lo hacen los muchachos.
Mostraba ser como hasta de diez y ocho años. Era su talle esbelto y agraciado, el pié pulido y breve, y el cabello tan largo y abundante, que bajo sus hebras toda la espalda se escondía. Arracadas de oro le pendían de la nariz y orejas: le adornaban la garganta chagualas[1] del mismo metal pendientes de collares, y toda su vestimenta consistía en un corto sayal de blanquísimo algodón, que le bajaba en airosos pliegues de la cintura hasta las corbas.
Venía de la playa hacia donde estaba la jóven un mancebo indio, vestido casi de los mismos arreos; solo sí, que estaba armado de flechas y arco, y que le ceñía la cabeza un vistoso cerco de plumajes, los cuales en su aventajada y magestuosa talla, se asemejaban cuando el viento los mecia, al soberbio follage de una palma.
Traía el indio una sarta de conchas cogidas en la marina; y tan luego como llego al lado de la joven, le fué rodeando con ella la garganta, Reíase la india, y mientras él la adornaba de este modo, le iba colocando ella las maravillas entre las plumas de su penacho.
— Hermana de las flores, le dijo el indio después de haberla contemplado, tu estás mas linda que el cielo de Cuba en una noche sin luna.
— Hermano de las palmas, contestó ella, tú eres mas hermoso que el gran monte[2] con todos sus árboles, cuando un nuevo sol alumbra sus laderas.
—Hija de Guaimacan, repuso el indio, señalando la cabaña que hemos descrito, — allí está mi nueva casa: dos hamacas cuelgan del techo, una al lado de la otra: esta noche los zemis[3] de mi cabaña harán alianza eterna con los tuyos.
Cuando los dos vivamos juntos, yo mataré para tí con mis flechas los pájaros de la ribera: yo te cojeré con mis redes las tortugas y los peces del mar: yo te traeré de los bosques el algodón para que tejas; y yo iré en mi piragua á las grandes canoas de los blancos á traerte todas las maravillas del Turey[4] para que adornes tu cuello y tu cintura.
La hermosa india escuchaba embelesada las promesas de su amante: no tenia sin embargo necesidad de ellas para adorarlo, pues Ornafay, que así era su nombre, estaba adornado de tan eminentes prendas, que en vano se buscaría por todas las provincias de Cuba mancebo alguno que le igualase.
No era nacido en esta isla: su altiva mirada é impávido semblante, sus miembros ágiles y corpulentos, y su genio marcial y emprendedor, daban á conocer su descendencia de caribes: mas la dulzura del clima, el hábito de la paz, y el comercio del amor, habian modificado de tal modo los nativos rasgos de su fiereza, que en él se convirtieron en generosas dotes todas las feroces cualidades de su raza.
En una de las muchas escursiones que hacian los caribes por estos mares, asaltaron el pueblo de Guaimacan. La madre de Ornafay conforme á la costumbre de los suyos, se mezcló también con los hombres en la pelea, llevando á su hijo colgado de la espalda: era corto el número de los caribes, y agobiados de la gran muchedumbre de los cubanos, tuvieron que huir á sus canoas.
Cayó la muger en la fuga herida de una flecha; y dolido Guaimacan de la tierna infancia del huérfano, lo crió á su lado, hasta que creciendo en años, desplegó tal destreza, generosidad y valentía, que era el ídolo de su pueblo, y la admiración de los caciques convecinos.
Tenia Guaimacan una hija llamada Guarina, que habia de heredarle en el mando, y pensó enlazarla con Ornafay, para que fuesen ambos los gefes de su tribu. La hija era la india de que hemos hablado, y la noche destinada para el matrimonio habia llegado.
II- Las Bodas
Volvamos á nuestros amantes, que embelesados con las ilusiones de su felicidad se iban dirigiendo lentamente al pueblo. Las cabañas de este formaban un cuadro, en cuyo centro habia una plaza , donde estaba toda la tribu reunida. Ocupaban tres lados de ella largas hileras de indios, sentados en gruesos troncos de palmas: en el medio habia una especie de estatua grande labrada de madera, y ardiendo en su rededor varias candeladas.
Holgábanse los indios en estraer el humo de una hoja aromática, torcida en forma de rollo, la cual introducían por un estremo en la boca, aplicando el otro al fuego. En el lado opuesto de la plaza, en asientos mas elevados, estaban el Cacique y varias personas de otra raza, de color distinto, de modales diferentes, y vestidos y armados á su modo.
Habia entre ellos dos mugeres; la una mayor, la otra joven, como si fuesen madre é hija. También ocupaban este puesto de preferencia los behiques[5] y los músicos. Uno de los primeros, que estaba sentado á los pies del Cacique, miraba á la joven de otra raza con los ojos fascinadores de un majá, á tiempo que llegó Ornafay con su novia: volvió el Behique los ojos, y al encontrarse con la mirada fija del Caribe, bajó el rostro confundido. —Ya ellos se entendían.
Los novios se sentaron al lado del Cacique: hubo un gran rato de silencio. Guaimacan se levantó con grave continente, se quitó del cuello unas sartas de pedrezuelas, á las que dan los indios simbólica significación, y empezó a hablar en estos términos:
—“Las lunas se han cansado de alumbrar los montes desde que yo estoy a la cabeza de mi pueblo: cuando mi padre murió, aún no habia nacido la gigante ceiba en cuyo tronco se apoya hoy mi cabaña: los Zemís de mi casa tuvieron siempre paz con el vecino; solo el comedor de hombres vino á turbar nuestro reposo: pero Abal[6] es justiciero.” Dijo y arrojó un collar al suelo.
“Hermanos, prosiguió; un buen gefe es como la lluvia cuando cae sobre la tierra cuarteada por la sed en la luna de las aguas; y un mal gefe es como el guao, que al que se acerca á su sombra, le inficiona. La voz de mis padres ya me llama: mi hija es débil como el bejuco; necesita de un fuerte guayacan que la sostenga. Hermanos, Ornafay será su esposo y vuestro gefe.”—Dijo, y arrojó otro collar al suelo.
Levantóse en toda la plaza un grito como en señal de aprobación. Entonces el anciano Cacique cogiendo á Ornafay y á Guarina las manos, los llevó enfrente del ídolo situado en medio de la plaza. Colocó uno de los collares que habia arrojado en el cuello del indio, el otro en el de la india, y tomando de las manos del Behique una especie de diadema tejida de algodón y plumas, quitóle á Ornafay sus penachos, y colocóle aquella.
Concluida esta ceremonia, todo el concurso se puso en movimiento. Los músicos agitaron tambores y panderetas; y enlazados los indios por las manos bailaban al rededor del ídolo, cantando unos cantares á que ellos dan el nombre de areitos. Aquellos individuos de otra especie, que hemos visto se hallaban al lado del Cacique, contemplaban la fiesta desde su apartamiento, con una mezcla de atención y sonrisa desdeñosa, que dejaban traslucir cierta repugnancia, aunque se conocía que no les causaba estrañeza el espectáculo.
Principalmente la joven que estaba entre ellos, nacida sin duda en otros climas, y criada en las costumbres de una nación civilizada, miraba aquel cuadro original y salvage, con toda la curiosidad y exaltación propias de su sexo y de sus años. Tan pronto se ponía pálida al oir un alarido formidable que atronaba el monte, lanzado por toda la tribu; tan pronto se reia al notar un adorno estraño, ó al ver la actitud estravagante de algún indio.
Una vez volvió su linda cara, rebosando en risa hacia un lugar solitario de la plaza, y allí se encontraron sus ojos con los del Behique, que inmóvil como el mismo ídolo, la miraba con aquella especie de mirada fascinadora de que ya hemos hablado. La joven se estremeció, y ocultó su cabeza en el seno de la otra muger que parecía ser su madre: —ella habia adivinado lo que pasaba en el corazón de aquel salvage.
III- El Entierro
Ya la fiesta se habia terminado: la noche y el sueño reinaban en la naturaleza. La amistad, la inocencia, la precaución, el valor, —todas las virtudes y nobles pasiones del mortal dormian: solo velaba la maldad. Enfrente de la gran cabaña donde estaban recojidos la jóven estrangera y sus compañeros, se veia de pié un bulto, inmóvil, envuelto en una manta de algodón, mirando como si quisiera abrasar con sus ojos las secas yaguas de la cabaña, y oyendo como si quisiera recoger en sus oidos el aliento de una sola persona, entre la respiración de muchas.
Dejemos en su actitud á este personage, y mientras él toma alguna resolución, pasemos á describir otros acontecimientos anteriores, necesarios para la inteligencia y enlace de esta historia.
Un mes antes de la noche en que nos hallamos, habia fracasado en la vecina costa un buque español. Los indios de esta comarca que ya conocían á los blancos, y no habían recibido de ellos hasta entonces mas que beneficios,
volaron á darles socorro en sus canoas, y les ofrecieron con veneración y respeto sus cabañas y todos sus haberes.
Algunos de los náufragos, deseando encontrar gentes de su nación, emprendieron nuevo viage por aquellas tierras selváticas, siguiendo el rumbo de los establecimientos españoles: otros, y entre ellos el que venia mandando el buque, con su muger é hija, que son de las que hemos hablado, permanecieron con los indios, agradados de su hospitalidad y candor, y esperando mas bien la ocasión de reunirse á los suyos, antes que ir á buscarlos, descaminados por entre bosques y fragosas breñas.
Los indios y los españoles habían vivido todo este tiempo como hermanos. Empero con los blancos venia una joven dotada de toda la brillantez y lozanía de una belleza desconocida á los salvages: ellos la miraban como cosa del cielo; mas el Behique que por su profesión se creía identificado con la divinidad, y no habia amado hasta entonces muger alguna, se figuró en la exaltación de su fanatismo, que aquella hermosura celestial era la única digna de su ser; y la amó con todo el ardor de un salvage, y el delirio de un fanático.
En medio de su pasión era bastante sagaz para conocer que los blancos nunca le darían la joven, y percibió desde luego la repugnancia con que esta lo miraba. Irritada su pasión trató de inducir á Ornafay á que acabase con los blancos, manifestándole sin cautela sus deseos: este noble indio, lleno de indignación, le amenazó con la muerte si no abandonaba sus proyectos criminales.
Ornafay era mas valiente y fuerte que él, y tenia el mando de la tribu que le amaba; así el Behique ahogó su pasión y su vergüenza, mientras iba formando en lo oculto de su incendiado corazón mil planes sanguinarios de amor y de venganza.
Amanecía ya cuando los indios saliendo de sus cabañas se dirigían á la ribera donde estaban las canoas. Los preparativos eran de una pesca. Algunos traían cuerdas de majagua con anzuelos de madera endurecida al fuego: otros arrastraban grandes redes de algodón, y otros hacían provisión del pez guaicán, para la pesca de la tortuga.
La mañana era deliciosa. Un aura suave cargada todavía con los vapores de la noche, y la miel y la fragancia de las florestas, llenaba de frescura y de dulces olores la marina. Inmensa variedad de aves revoloteando en las ramas de árboles corpulentos y desconocidos, saludaban con nuevos tonos la aurora de los trópicos.
Ya á mas andar se asomaba el sol por las cumbres que cierran el horizonte hacia Oriente, derramando profusamente en las nubes y en la tierra, todas las varias tintes con que se matizan los pájaros, las flores y las piedras. El campo parecía vestido de gala: lujosos festones de blancos y azules aguinaldos colgaban de los bosques y laderas; y el aromoso romerillo, semejante á un blanco velo recamado de oro, cubría con sus flores toda la estensión de los desmontados valles y colinas.
Salian á la superficie de las aguas á contemplar la nueva luz infinidad de peces, los cuales mas que de escamas, parecían vestidos de esmeraldas y rubíes, y otros preciosísimos esmaltes con que se adornan de preferencia en estos mares. Ornafay habia llegado con su novia; sus corazones rebosaban en la vida y felicidad de que parecia henchida la naturaleza.
El viejo Guaimacan habia querido permanecer al lado del fuego en su cabaña. Todo estaba listo para la partida, mas no habían llegado todavía los blancos ni el Behique. Ornafay vió salir á los primeros de su cabaña, y al segundo que venia del bosque por el lado opuesto.
Serian los españoles en número de doce, y cuando llegaron á la ribera, se detuvieron al frente de los indios formados en columna: ellos los miraban sin sospecha alguna. Llegó el Behique también con mesurado paso; y quitándose del cuerpo una sarta de conchas arrojóla al suelo.
Este era el tahalí de la paz entre los indios; así fué que permanecian tranquilos: pero los españoles poniendo al punto mano á las espadas, se arrojaron sobre aquella multitud inmóvil y asombrada, hiriendo y matando sin ninguna resistencia. Ornafay fué el primero á volver en sí, y agitando su hacha de pedernal en los aires, les gritó á los suyos.
— “¡Traición, traición, hermanos! Venguemos como hombres este ultrage.” —Grande era el número de los indios; y aunque algunos huían aterrados del estrago de las armas enemigas, otros muchos cargaban al egemplo de su gefe, y ya cuatro españoles, á pesar de las fuertes armaduras habían lanzado el alma á los continuos golpes de las hachas y los chuzos.
En lo mas recio de la pelea advirtió Ornafay, que el Behique que se habia mantenido sin combatir del lado de los españoles, huia hacia el bosque, llevando aferrada entre sus brazos á la beldad estrangera, que pugnaba por desasirse inútilmente. Un relámpago de luz hirió la viva mente del caribe en aquel punto, y concibió que la imprevista contienda en que se hallaban, era sin duda resultado de alguna oculta trama del Behique.
Ardiendo en cólera y venganza, corre hácia él con el hacha levantada: el padre de la joven que yeia en el Behique su libertador y amigo, pensó que Ornafay iba á cebarse en él y su inocente hija, y no pudiendo seguirle en la carrera, se dirige lanzando gritos amenazadores á la infeliz Guarina, que apartada algún tanto de los combatientes habia estado mirando absorta la pelea.
La india amagada de la formidable arma, huye despavorida, y creyendo encontrar asilo y protección en la naturaleza, se abraza fuertemente al tronco de una palma; allí la sin ventura sintió la acerada punta abrirse centelleando por sus carnes un camino; y queriendo espresar sin duda en el idioma de su enemigo el terrible dolor y angustia que la acababa, lanzó al caer al suelo un agudo grito diciendo: — “Yu-murí.” Ornafay habia descargado el hacha sobre la cabeza del infame raptor, cuando retumbó el grito de muerte en sus oidos.
Vuelve azorado el rostro, y ve á su esposa de una noche rodar ensangrentada por el suelo. Todos los afectos murieron en su corazón, toda memoria se estinguió en su mente. Frenético, insensato, corre al cadáver de su amante, le estrecha entre sus brazos, y le agita en los aires haciendo movimientos convulsivos y espantosos.
Los españoles que siempre veian en Ornafay su mas terrible enemigo, le cercan, le apremian: él se sacude con la fuerza y velocidad de un remolino; pero al fin traspasado de cien heridas, titubeante, estrecha con doble fuerza el cuerpo de su amada, y no conservando otra memoria que la de aquellas terribles palabras que habian resonado por la última vez en sus oidos, se lanzó al rio gritando — “Yu-murí.”
Apenas vieron sucumbir á Ornafay, que se desbandaron los indios azorados, quedando solamente algunos prisioneros de los españoles. Acudieron estos á donde estaba el Behique su supuesto amigo. No habia muerto el miserable; y aterrado sin duda á la idea de aparecer ante el formidable Tuira, Dios de los tormentos, llamó á los indios, y les declaró su pérfida trama en lastimeras y cortadas voces.
Cuando por la noche dejamos aquel bulto, que era el Behique, frente á la cabaña de los españoles, él pensaba en su interior:
—“Los blancos son fuertes y soberbios: ¿como quitarles su belleza?
— Además, si yo logro arrebatarla Ornafay es sagaz y mi enemigo: ¿donde podré ocultarla de sus ojos?
—¡Ah! si los zemís del mal me inspiraran el medio de acabar con todos!”
—Un proyecto infernal vino entonces á inflamar su idea. Acercóse resuelto á la puerta de la cabaña, y llamó con cautela: los españoles le recibieron alarmados
—“Blanco, dijo él, dirigiéndose al padre de la joven que le parecía ser el principal; mañana van mis hermanos á una gran pesca,
—vosotros sereis la presa.
Cuando se hayan alejado de la ribera, volcarán las canoas, y os matarán en las aguas sin defensa. Vosotros sois hijos del cielo, y Abal me ha ordenado vuestra conservación. Ahora todos mis hermanos velan, y no podréis sorprenderlos: si mañana os quedáis aquí, seréis quemados en vuestra cabaña.
Id cuando amanezca á la ribera bien armados; yo estaré allí, porque quiero salvaros: yo aprovecharé la ocasión oportuna: cuando arroje mi collar al suelo, echaos sobre Ornafay y los suyos, pues ellos son traidores; y si no queréis hacer lo que os digo, seguid vuestro destino.”
—Los españoles que no tenían ninguna garantía de la fidelidad de los indios, siguieron en un todo, como se ha visto, los consejos del Behique, creyendo que obraban en justicia, y violentados de una necesidad imperiosa.
Cuando los indios que recibieron su declaración, hicieron comprender á los españoles que todos habían sido víctimas de su intriga, quedaron penetrados de horror y de tristeza. Al punto se dirigieron al sitio del combate, dejando en libertad á los indios, que los seguían sin embargo con respeto, haciendo mil estremos de dolor.
Los españoles recogieron los cadáveres de sus compañeros, y les dieron sepultura, cumpliendo con el último ministerio de la amistad y de la religión. Los indios que observaban esta fúnebre ceremonia de los blancos y veian sus lágrimas, quisieron imitarlos, y sacando del río los cadáveres de Ornafay y Guarina, los colocaron al lado de la misma palma á que ella se abrazó.
Allí, según sus usos, danzaron en círculo, entonando cantares lastimeros, en que celebraban los hechos y virtudes de los dos amantes, y lamentaban su muerte sin consuelo. Los españoles lloraban por sus penas, y por la estrema aflicción de los salvages. Todos los corazones se habian identificado por una causa común, —la desgracia.
Cuando cada cual hubo cumplido con los últimos deberes, y estuvieron bajo de tierra todos los cadáveres, menos el del Behique que ninguno osó tocar, resolvieron tanto españoles como indios, alejarse para siempre de aquellos lugares, é irse con el viejo Guaimacan á morar en las cabañas de un cacique que tenia su pueblo allí cercano.
Empero Guaimacan que habia vivido lo bastante para ver la destrucción de su pueblo y la muerte de sus hijos, dijo que quería morir; y conforme á la costumbre de los indios se acostó en su hamaca, y tomó una preparación de yerbas, que estinguió bien pronto los débiles espíritus que aun animaban su arruinado cuerpo.
Entonces, todos se alejaron de aquel sitio. El tiempo y los trabajos fueron consumiendo á casi todos los españoles, y cuando el V. P. Fray Bartolomé de las Casas, á quien los indios apellidaban Santo, vino hacia la parte occidental de la isla en la espedicion de Narvaez , le fueron presentados por un cacique tres blancos españoles, dos señoras y un hombre, que son el padre, la muger y la hija que han figurado en esta historia.
Años después al fundarse una población en el mismo sitio que fué teatro de los acontecimientos referidos, se le dio á ésta conservando la tradición de la tierra el nombre de Matanzas, y á uno de los rios que la bañan, el mismo donde se lanzaron los amantes, se le llamó, de la esclamacion que ellos hicieron — Yu-murí.
R. Palma
Referencias bibliográficas y notas
[1] Unas pequeñas láminas.
[2] El Pan de Matanzas.
[3] Espíritus medianeros entre el hombre y Dios.
[4] El Cielo.
[5] Sacerdotes.
[6] Dios del bien.
- Palma, R. y Echeverría, J. A. (1837). Matanzas y Yumurí. En R. Palma., Aguinaldo Habanero (pp. 113-134). Habana, Cuba: Imprenta de D. José María Palmer.
- Historias y Leyendas de Cuba.
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