Rutina por Bárbaro Velazco Valderrama
Sé cuánto te encabrona la rutina. Y cómo te persigue como un cabrón castigo. Para colmo tu vecina no quita de su grabadora esa puñetera canción:
“Fuimos cayendo poco a poco en la rutina…”
De nada ha servido que tu mujer se fuera con los muchachos para Caibarién. Cuando te sentiste solo te creíste el Rey de La Habana, y esa misma noche disfrutaste con Marieta sin el temor a que te sorprendieran. Pero ahora, a pesar de que Marieta te gusta, no concibes que lleves tres noches consecutivas puesto de lleno para ella. Lo tuyo es el cambio. “La ruina me aniquila, me rebaja”.
Y esta noche no podrá ser con Marieta, ni de pie, ni sentado, ni en ninguna otra posición. En verdad con ella nada más te planificaste el jueves; pero el viernes y el sábado no pudiste librarte de su embrujo. “Y esto me tiene mal, al borde de la frustración”.
Mientras proyectabas mentalmente el lujurioso ceremonial, sin dejar por un instante de pensar en Marieta, decides que la elegida para esta noche dominical tenía que ser aquella trigueña tetoncita que conociste hace un mes y pico en aquella playita del Malecón.
Pero el recuerdo de Marieta se interpone.
Te asomas a la terraza de tu apartamento –testigo mudo de tus placeres– y entre trago y trago accionas la cámara fotográfica sin saber ciertamente si te interesaba conservar algo de aquel paisaje de todos los días o si lo hacías “para sacarme a esa cabrona de la chola”.
Sé como te jode la rutina. Por eso fue que entraste en el negocio de la porno. Bueno no tan calvo, en realidad eran fotos eróticas capaces de estimular al más alicaído y de convencer al pipisigallo. Claro que resultaba necesario mantener la fachada de aficionado del lente y no fallabas a ninguna exposición ni taller que convocara la Casa de Cultura.
Para tales ocasiones tenías fotos a escoger. Escuelas, desfiles, naturaleza –viva o muerta–, todo lo que artísticamente captaras con tu cámara y no lo hacías mal, a juzgar por los reiterados premios que te otorgaban.
Pero la rutina te asediaba con sus golpes bajos. No soportabas la monotonía y “la crisis económica menos, mi socio”.
–A golpe de ron lo voy a lograr.
Y lo lograste, mucho antes de consumir apenas la mitad de la botella.
Fue entonces que decidiste llamar por teléfono a la tetoncita. Le descargaste la trova de siempre y luego lanzaste, inquietante, aquellas insinuaciones tuyas que para quien no te conociera eran las más ingenuas del mundo, y que nunca te fallaban.
Ella te confesó sus gustos y te despidió con un beso que provocó una discreta erección a la que apenas le hiciste caso. “Nada de alboroto ahora. Para todo hay tiempo”, murmuraste mientras dabas los últimos toques al ambiente.
Y llegó la noche. Toda la habitación exhalaba aquel penetrante perfume que te disparaba los instintos. La tenue luz de las lámparas –una encima del escaparate y otra en la mesita al lado de la cama– acentuaba la embriaguez y apenas permitían ver que las imágenes del altar estaban volteadas a la pared por aquello de: “Con eso sí yo no me meto. Hay que respetar”.
Y allí estaba Licy, la tetoncita (en verdad se llamaba Alicia; pero a ti te parecía más sensual –más puto, sé sincero– llamarla Licy, y como a ella le encantó, asunto concluido).
–Al fin los dos solos. Desde que te vi con aquel hilo dental entre olas y arenas, supe que ibas a ser mía. Te soñé, ¿sabes? Estabas como ahora, provocándome así, insinuando sabe el Diablo cuantas cosas, mientras te acariciabas los alebrestados pezones, al tiempo que humedecías tus labios frotando la lengua de un lado a otro. Hasta me imagino que te masturbas mientras me acaricias y me dices lo que a todo hombre le gusta que le digan en tales circunstancias.
Pero en ese mismo instante, cual un fantasma, se apareció Marieta y comenzó a desvestirse con ayuda de Licy. Y te excitó extraordinariamente –al fin salías de la rutina– ver cómo ambas intercambiaban caricias y luego se confundían en un solo cuerpo. Entonces te distancias un poco para vacilar desde otra perspectiva todo aquello, y te sientas al borde de la cama mientras ellas parecen renunciar a ti, te ignoran; sin embargo, te asombras de que eso no te moleste.
“Al contrario, me gusta así”, piensas. De ese modo puedes ver mejor los movimientos, las caricias, la locura de cada rostro. Aumenta tu agitación y de pronto ya no aguantas más contemplar el goce de aquellas mujeres y el palpitar de sus carnes y aunque intentas detener la eyaculación, no puedes a esta altura, y parece como si con el semen se te fuera la vida, y con un resuello que asemeja el último estertor te tiras hacia atrás y permaneces por unos segundos como muerto.
Luego te levantas con incalculable lentitud, recoges las fotos de Licy que habías dispuesto –como en una de tus exposiciones– sobre la cama. “Total parece que no me hacían falta”, y sales a la terraza a refrescarte. La noche es larga. Quizás, dentro de un rato, reinicies tus rituales.
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