Distribución del Socorro Americano en Matanzas y la Habana (1898)
Matanzas, a sesenta y seis millas por ferrocarril de La Habana, en la costa norte de la isla, es uno de los principales puertos exportadores de azúcar de Cuba. Cárdenas, otro puerto de este tipo, se encuentra a poca distancia más allá de Matanzas. En conjunto las exportaciones de estas dos ciudades pueden considerarse indicativas de la actividad de la industria azucarera en el lado norte de la isla. Estos puertos son las salidas de un país vasto y ricamente productivo.
En tiempos normales esta ciudad de Matanzas, que es la capital de la provincia del mismo nombre, es alegre con evidencias de riqueza y activa con mucho movimiento comercial. Antes de la insurrección contaba con más de cincuenta mil habitantes. Aquí se encontraban los hogares de muchos ricos plantadores de azúcar, hogares que una rara combinación de buen gusto, lujo y comodidad tropical hacía encantadores y seductores a pesar de las ventanas con barrotes de hierro y las paredes prohibitivas.
En los buenos tiempos los vapores y veleros estaban siempre anclados en la bahía de Matanzas; los cargueros eran llevados al largo muelle, descargados y cargados de nuevo muchas veces en un día, los negros cuerpos de los estibadores brillaban con el duro trabajo, a la sombra en el otro extremo del muelle los funcionarios de aduanas se relajaban como patos blancos y charlaban con los visitantes capitanes de mar.
Eran frecuentes en Matanzas los hermosos yates del norte, sus lustrosas lanchas y sus esbeltos marineros que eran la admiración del frente de mar.
Hoy la ciudad está tranquila y en calma. Las grandes chalupas de acero están amarradas a la orilla del río y sus lonas han cubierto durante meses sus bodegas vacías. El muelle se está pudriendo y cayendo a la bahía.
Los almacenes están vacíos y cerrados por puertas polvorientas; los taxis, antes abundantes y atareados, ahora son difíciles de encontrar.
La gente hambrienta se arrastra con indiferencia por las calles. De vez en cuando entra un vapor; luego, durante uno o dos días los cargueros están ocupados y los funcionarios de aduana examinan las cajas y barriles, revisando las facturas y los documentos de embarque.
Pero tan pronto como el vapor se marcha la ciudad vuelve a su inactividad, la gente a sus preguntas sobre el futuro y los hambrientos se adormecen desesperados.
Desde que dos mil cuatrocientos hombres, mujeres y niños, pero en su mayoría mujeres y niños, murieron en esta ciudad en dos meses; desde que los muertos yacían y se pudrían en sus calles; desde que los tiburones llenaron la bahía buscando su lote de cadáveres Matanzas ha cambiado en verdad.
Con sus diez mil hambrientos, con los mendigos demacrados abarrotando las calles, con sus mujeres sufridas en luto lastimero y raído, con las marcas silenciosas de las trincheras para los muertos. Matanzas era una ciudad triste a principios de marzo de 1898.
Entonces, el humo de los cañaverales en llamas amarilleó el sol de la tarde y las finas cenizas volaron por las calles. El resplandor de los destructores incendios se veía todas las noches desde los techos de las casas.
Las calles estaban silenciosas y casi desiertas, salvo por el traqueteo del paso de un oficial español y su ordenanza montado en caballos bien cuidados y bien alimentados, el valiente oficial con sus botas de montar inglesas, fresco y buen tipo con el uniforme de lino de su país luciendo con orgullo brillantes medallas por valentía y acción heroica.
Esta es una de las ciudades a las que nuestro país ha enviado alimentos y medicinas, a las que se suministrará regularmente el socorro estadounidense.
El sábado por la mañana, 12 de marzo, el primer socorro estadounidense —largamente esperado, mencionado por mucho tiempo y a menudo solicitado— llegó en el vapor estadounidense Fern y en el noruego Bergen.
El Fern trajo treinta y cinco toneladas de Key West y el Bergen entregó cincuenta toneladas desde Nueva York y Filadelfia. Probablemente no había ningún lugar en Cuba donde la ayuda de nuestro país fuera más urgente que en Matanzas.
¡Ochenta y cinco toneladas de comida para los hambrientos! La noticia se esparció por la ciudad y mujeres, niños y ancianos se apiñaron en la oficina del cónsul mucho antes de que las mercancías llegaran al muelle, llevando cada uno una lata o un saco para llevarse su porción.
En este día algunos miembros de la Cruz Roja vinieron desde La Habana a Matanzas con la intención de coordinar la distribución del socorro. Si bien las ochenta y cinco toneladas de provisiones ya mencionadas fueron las primeras del socorro estadounidense que se recibió en Matanzas, a principios de la semana se había hecho un envío de alimentos a esta ciudad por ferrocarril desde La Habana.
Este envío de aproximadamente dos toneladas había sido dirigido al “Agente de la Cruz Roja, Matanzas”. La gente del ferrocarril no conocía a nadie que representara a la Cruz Roja en su ciudad por lo que la mercadería permaneció durante cinco días en la estación y solo se sacó y se entregó a la gente hambrienta después de que la delegación visitante de la tan comentada sociedad estuviera ya en su viaje de regreso a La Habana en la tarde del 12 de marzo.
Posteriormente trascendió que el personal de la Cruz Roja en La Habana, quien hizo este envío de alimentos a Matanzas, tenía la intención de que fuera recibido y distribuido por el señor Alexander C. Brice, cónsul estadounidense en esa ciudad. El Sr.Brice no tenía ningún indicio de que llegaría la comida, no tenía notificación de su envío y el resultado del desafortunado error de no marcar correctamente los bienes fue que el sufrimiento de los afligidos duró cinco días más.
Siendo el domingo festivo nada podía pasar por la aduana; y aunque las ochenta y cinco toneladas de alimentos se entregaron en el muelle el sábado por la noche las autoridades no las examinaron hasta el lunes por la mañana.
Se recordará que el gobierno español acordó permitir que este socorro ingresara a Cuba libre de impuestos. Esto se ha hecho, pero el lamentable incidente de la caja de joyas baratas hallada entre los socorros consignados a nuestro cónsul general en La Habana dió lugar a que las autoridades habaneras ordenaran a la aduana de Matanzas hacer un examen del socorro desembarcado en su puerto, cosa que de lo contrario no se hubiera hecho.
Cabe señalar que los funcionarios de la Aduana de Matanzas hicieron todo lo que estuvo en sus manos para acelerar este examen y que de ello resultó el menor retraso posible.
Todo el domingo el Consulado Americano fue visitado por los reconcentrados pidiendo noticias de la Ayuda, trayendo sus latas y bolsas con la vana esperanza de recibir de inmediato alimentos.
También llegaron cartas al cónsul, centenares de ellas, en español y en inglés, recomendando a su generosidad y a la caridad de nuestro país, personas que los remitentes temían que fueran ignoradas. Todas las cartas contaban la misma historia. La que se da aquí es una buena muestra de todas ellas:
A. C. Brice, Esq.:
Estimado Señor, —Por el amor de Dios, le recomiendo a la viuda pobre y enferma, Sra. _____ para cuando distribuya los relevos que vienen desde los Estados. Tiene cinco hijos, dos de ellos enfermos y nadie la ayuda. Ella vive en el No. 21 _____. Muchas gracias y disculpas. Atentamente, ______
El Sr. Brice guardó cuidadosamente todos los nombres que se le enviaron de esta manera y los casos fueron atendidos posteriormente.
A los que buscaban información en el Consulado sólo se les podía decir que la comida aún estaba en la aduana y que debían dejar sus nombres y direcciones con el gobernador civil cuya comisión atendería sus casos.
Cansadamente, la gente se marchó y algunos fueron al palacio del gobernador para anotar sus nombres. Seguí a una mujer deseando ver cómo la trataban allí. Salió lentamente por la amplia entrada del palacio.
“¿Pensaste por un momento que permitirían entrar a alguien como yo?” me dijo. “Los soldados me rechazaron.” Su voz era apagada y pesada, y se apoyó contra las paredes. “Dime”, continuó, “¿realmente hay comida para nosotros?”
Le aseguré que sí y que vendría más.
“Muchos de nosotros moriremos en los escalones del palacio, esperando que ellos decidan cuál es la mejor manera de dárnosla”, dijo.
El gobernador civil de Matanzas ha designado un comité de siete hombres para dirigir la distribución de este socorro.
Cuatro de estos hombres son médicos, la mayoría de ellos cubanos, y todos hombres de buena reputación y posición en la comunidad. Este comité es ayudado en su labor de distribución por los bomberos de la ciudad.
Los bomberos, como se les llama en español, son la mejor asociación de hombres de la capital. Son justos y confiables, hombres de respetabilidad y posición, y su buena inclinación hacia los pobres se evidencia por el hecho de que durante algún tiempo han mantenido un dispensario gratuito para los enfermos y los que sufren.
Los bomberos deben de hacer un escrutinio en la ciudad que se divide en distritos e informar de las necesidades de los afligidos en cada barrio al gobernador civil, quien emitirá órdenes en el almacén para la cantidad en comida. El socorro así obtenido será distribuido por los bomberos, o bajo su dirección, a las familias de sus listas originales.
No es sencillo repartir alimentos a miles de personas hambrientas, especialmente en esta ciudad española donde muchos resienten esta supuesta intromisión de nuestro país en sus propios asuntos y donde es costumbre que todos los hombres se enriquezcan de alguna manera de cualquier obra pública que les corresponda realizar.
Este sistema tiene el sello de aprobación de nuestro cónsul. El Sr. Brice ha sido nuestro cónsul en Matanzas durante casi cuatro años. Vió el comienzo de la guerra, fue testigo de sus horrores y crueldades y ahora lucha por aliviar la miseria y el hambre que son las consecuencias de ella. Tiene el respeto y el elogio de todos los hombres que le conocen.
El Sr. Brice controla el almacén y entregará alimentos únicamente en pedidos firmados por el gobernador. Si sospecha que se ha aplicado incorrectamente la Ayuda, tiene la libertad de negarse a entregar hasta que haya visto subsanado el abuso.
El Sr. Brice también es libre de enviar comida donde considere oportuno, independientemente del gobernador o del comité del gobernador. De esta manera llegará a muchos de los que “sufren silenciosos”.
Esta clase es numerosa y quizás la más difícil de alcanzar en toda Cuba. Son las personas que por la guerra y sus consecuencias se han visto reducidas de la opulencia y la comodidad a una miseria absoluta e inevitable. Están muriendo de hambre dentro de las paredes de sus casas desmanteladas.
Todo ha sido vendido, hasta la casa está dada en escritura por unos pocos dólares que les permitirán atravesar un mes más. Los hombres de la familia están muertos o en el campo, las mujeres y los niños luchan solos. Su propiedad ha sido destruida. De luto profundo, con los ojos y las mejillas hundidos, se les ve caminando apresuradamente de la mano. Sus rostros están demacrados y pálidos, sus ojos furtivos, tristes y desesperados.
Demasiado orgullosos para suplicar, demasiado sensibles para acudir abiertamente en busca de alivio, se arrastran desesperadamente a través de los amargos días, haciendo todo lo posible por aferrarse a la vida; a menudo es difícil imaginar por qué razones. Luego, en una apatía que nace en la raza y que es alimentada por años y meses de sufrimiento físico y angustia mental, suavemente y desesperanzados mueren.
De todo el sufrimiento, la tristeza y la miseria que ha sufrido la gente de esta hermosa isla a causa de su actual lucha por la libertad, creo que la carga más grande la han llevado estas mujeres tristes y silenciosas que he mencionado.
Una señora de Matanzas me contó esta historia. Se trata de uno de estos enfermos silenciosos. La dama en cuestión tenía en su casa una paloma domesticada, lo cual es algo común en la ciudad. Un día, una amiga, una joven de unos veinte años, hija de un hombre que había tenido una posición y una riqueza considerables, la visitó. La anfitriona era consciente de que la familia de su visitante se encontraba en circunstancias difíciles. La visitante notó la paloma y la admiró.
“Mi hermanita que está enferma, ya sabes, —y tememos que muera— ha estado deseando tanto tener una paloma de mascota. ¡Qué feliz sería si pudiera conseguirle una! ¿Sabes dónde podría hacerlo?
La paloma en cuestión fue donada a la hermana pequeña y la niña se fue a casa con ella debajo del chal.
Unos días después de esto la encontraron, disfrazada, en la calle por la noche, mendigando. Un caballero la reconoció, la condujo a su casa y la hizo sentarse a su mesa. Su mente estaba divagando; no había comido nada desde la paloma. Recogió ferozmente en su chal la comida que tenía delante y se tambaleó hacia su casa.
Casos como el anterior llegan por diversas vías a conocimiento de nuestro cónsul, así como al comité de los siete del gobernador. Es para el alivio de estas personas que el Sr. Brice distribuirá de forma independiente y ha conseguido en esta rama de su trabajo la asistencia de varias mujeres de la ciudad.
Es un gran placer constatar que el 14 de marzo se enviaron mil dólares en efectivo a nuestro cónsul en Matanzas para el alivio expreso de estos silenciosos sufrientes, y una cantidad similar fue enviada al cónsul americano en Sagua la Grande. Este dinero fue entregado por el Christian Herald de Nueva York.
Durante todo el lunes 14 de marzo los funcionarios de aduanas estuvieron ocupados examinando la Ayuda. La calidad y el estado de la comida enviada fueron excelentes. Había harina y harina de maíz, arroz, tocino, manteca, leche condensada, maíz, bacalao, frijoles, papas, ropa, quinina, etc.
La gente de Matanzas no está acostumbrada a la harina y a su preparación por lo que para evitar que se desperdicie se hizo un trato con un panadero de la ciudad, con el arreglo este hombre debe de devolver ciento setenta libras de pan por cada doscientas libras de harina que le entreguen. El pan se repartirá a los reconcentrados.
El lunes los pobres de la ciudad visitaron el muelle y miraron con nostalgia la comida que se cargaba en carretones y carretas de bueyes para trasladarla al almacén que amablemente había sido cedido para almacenar y distribuir la misma.
Fue difícil obtener información confiable sobre cómo los españoles de Matanzas consideraron el envío de este socorro americano a los hambrientos de su ciudad.
El gobernador civil, que es un hombre de sentimientos humanos, estaba indudablemente complacido y también por supuesto todos los cubanos de los cuales hay muchos en Matanzas.
Algunos de los españoles pensaron que esta aplicación de socorro indiscriminado era perjudicial para el pueblo; que si los hambrientos fueran socorridos ahora dejarían de hacer todo esfuerzo por ayudarse a sí mismos y buscarían apoyo en nuestro país en el futuro.
Ciertos, también españoles, se alegraron de ver a otros asumir un deber en el que vergonzosamente habían fallado; mientras que otros resintieron, con expresiones de enojo, lo que les complacía llamar como nuestra intromisión en sus propios asuntos y declararon que este era un primer paso para tomar posesión de la isla, que ese era nuestro motivo oculto, y que comenzábamos nuestras tácticas llenando los vientres de la gente hambrienta.
Seguramente que alguno de los hombres de la aduana fue obligado a explicar la llegada de este socorro del que todos dijeron provenía de los Estados Unidos.
“¿Crees que los estadounidenses te están enviando esta comida?” dijo a un grupo de reconcentrados que se quedaban en el muelle. “De ningún modo; viene de los españoles ricos de Nueva York y Filadelfia.” Pero creo que los reconcentrados sabían que era mejor no creerle.
Probablemente sea un hecho que parte del despertado malestar en Matanzas por nuestra acción en este asunto se remonta a los bolsillos de los vendedores de alimentos en Matanzas, quienes perderán dinero con ello.
El señor Brice ha gastado en esta ciudad, desde el pasado mes de mayo, doce mil dólares de la asignación del Congreso de cincuenta mil dólares para el alivio de los ciudadanos estadounidenses en Cuba; este gasto cesará ahora.
Y aunque los reconcentrados seguramente tenían poco para gastar en comida todavía quedaba algo, y ahora incluso esto probablemente disminuirá.
El martes 15 todo el socorro estaba en el almacén listo para ser distribuido por orden del gobernador. Los bomberos y el comité de siete estaban ocupados con listas, estando este trabajo atendido tan bien como era de esperar.
Sin duda habrá algunos contratiempos al principio pero bajo la mirada aguda y la acción decisiva de nuestro cónsul pronto se enderezarán, y para cuando el segundo envío de socorro llegue a Matanzas toda la maquinaria distribuidora estará en funcionamiento.
La intención del Sr. Brice es establecer cocinas donde se distribuyan alimentos cocinados a los enfermos y a quienes no tengan instalaciones a su disposición para la preparación del artículo crudo.
Se ha establecido en el palacio una oficina donde aquellos que han sido omitidos de las listas de bomberos puedan subsanar e ingresar sus nombres. Esta oficina es accesible para el pueblo, ya no serán rechazados a las puertas de palacio por los soldados españoles.
Las mismas embarcaciones que trajeron este socorro a Matanzas continuaron hacia Sagua la Grande llevando a esa ciudad tanta comida como la que quedó aquí. Allí la distribución de la comida está en manos del cónsul estadounidense Barker.
Los cuatro hospitales de Matanzas están recibiendo buenas y abundantes raciones. Con una asignación de una libra diaria para cada persona, ochenta y cinco toneladas de provisiones alimentarán a diez mil personas durante diecisiete días.
Los excelentes arreglos realizados en La Habana por el Sr. Louis Klopsch, del Christian Herald, para el envío a varios puntos de la isla de la comida americana recibida en esa ciudad, y los contundentes esfuerzos del Sr. Klopsch para que esta comida se envíe a Cuba de Estados Unidos, no dejan dudas en cuanto a que Matanzas recibirá un segundo suministro antes de que se agote el actual.
Incluso en La Habana, donde la comida siempre ha sido más abundante y donde el socorro estadounidense se ha desplegado activamente durante algunas semanas, la angustia y el sufrimiento siguen siendo grandes. Ya se ha hecho mención de esto en estas cartas.
En la portada de este número del SEMANAL se verá una excelente foto de Los Fosos en La Habana. Este lugar es un patio largo y estrecho a menos de cinco minutos a pie del Prado, la Quinta Avenida de La Habana.
Los Fosos fue antiguamente, y hasta cierto punto lo sigue siendo, almacén de los carros de la ciudad, establo de las mulas de la ciudad y depósito de las antiguas e inútiles propiedades municipales. Este es el único lugar que la ciudad de La Habana brinda para el refugio gratuito de la gran cantidad de reconcentrados dentro de sus muros. En inglés el nombre Los Fosos significa The Ditches y, queda este nombre bien aplicado.
Antiguamente la condición de Los Fosos y sus miserables presos era indescriptible. Seiscientas personas se apiñaban en el caos de los dos pisos de la izquierda. Estaban desnudos y hambrientos, enfermos, sucios, muertos y moribundos. No había camas, ni comida, ni asistencia, ni ayuda, nada más que una masa apiñada de desgraciados cubanos, apestando a tierra, carcomidos por la enfermedad, que se habían arrastrado a Los Fosos para morir. Y murieron, a razón de treinta por día.
Durante noviembre y diciembre del año pasado se realizaron esfuerzos para mejorar la condición de Los Fosos. Posteriormente la Cruz Roja se activó en este campo lográndose mucho.
Para quien ahora visita Los Fosos se ven fácilmente mejoras en la situación. Hay camas y ropa de cama, hay comida regular, los médicos están presentes, se suministran medicinas y se hacen esfuerzos para la limpieza.
La tasa de mortalidad varía de tres a seis por día. Pero en Los Fosos hoy, mejorados como están, ocurren escenas de miseria, enfermedad, hambre y muerte que nunca podrán ser borradas de la memoria de quienes las presencian.
HAROLD MARTIN.
Bibliografía y notas
- Martin, Harold. Distribution of American Relief in Matanzas and Havana. Harper’s Weekly, A Journal of Civilization. April 2, 1898.
- Traducción y transcripción por Alfredo M. Enero 26, 2021.
Cuba, Distribution of American Relief in Matanzas and Havana.
(Versión original)
Matanzas, sixty-six miles by rail from Havana, on the northern coast of the island, is one of the principal sugar-exporting ports of Cuba. Cardenas, another such port, is but a short distance beyond Matanzas, and together the exports of these two cities may be considered as indicative of the activity in the sugar industry on the northern side of the island. These ports are the outlets of a vast and richly productive country.
In normal times this city of Matanzas, which is the capital of the province of the same name, is gay with evidences of wealth, and active with much commercial movement. Before the insurrection it contained over fifty-thousand inhabitants. Here were found the homes of many rich sugar-planters —homes that a rare combination of good taste, luxury, and tropical comfort rendered charming and seductive, despite iron-barred windows and forbidding walls.
In the good times steamers and sailing vessels were always anchored in the bay of Matanzas; freight-lighters were swung to the long wharf, unloaded, and charged again many times in a day; the black bodies of the stevedores glistened with the hard work, and in the shade at the far end of the wharf customs officers lounged in white duck, and chatted with visiting sea-captains. Handsome
yachts from the North, their polished launches and trim sailor-men the admiration of the water-front, were frequent visitors at Matanzas.
To-day the city is quiet and stilled. The big steel lighters are moored fast to the river-bank, and their tarpaulins have covered their empty holds for months. The wharf is rotting and falling into the bay.
The warehouses are empty and closed by dusty doors; cabs, once plentiful and busy, are now hard to find. Starving people drag listlessly through the streets. Occasionally a steamer comes in; then for a day or two the freighters are busy, and customs officials examine crates and barrels, and check invoices and bills of lading. But as soon as the steamer clears, the city returns to its inactivity, the people to their questions of the future, and the starving to numb despair.
Since two thousand four hundred men, women, and children, but mostly women and children, died in this city in two months; since the dead lay and rotted in her streets; since sharks crowded the bay, seeking their share of corpses
—Matanzas has changed indeed. With her ten thousand starving people, with the gaunt beggars crowding the streets, with her suffering women in pitiful and threadbare mourning, and the silent records of the trenches for the dead, Matanzas was a sad city in the beginning of March, 1898.
Then the smoke of burning cane-fields yellowed the afternoon sun, and fine ashes blew through the streets. The glow of destroying fires was seen nightly from house tops. The streets were silent and almost deserted, save for the clattering passage of a Spanish officer and his orderly mounted on well-groomed and well-fed horses, the officer brave in English riding-boots, cool and fresh
in the linen uniform of his country, and proudly wearing bright medals for bravery and heroic action.
This is one of the cities to which our country has sent food and medicines, to which the American relief will be regularly supplied. On Saturday morning, March 12, the first American relief—long expected, long talked of, often asked for— arrived in the United States steamer Fern and the Norwegian tramp steamer Bergen.
The Fern brought thirty-five tons from Key West, and the Bergen delivered fifty tons from New York and Philadelphia. There was probably no place in stricken Cuba where the help from our country was more sorely needed than in Matanzas. Eighty-five tons of food for the starving! The news of it went through the city, and women and children and old men crowded down to the consul’s office, long before the goods were landed on the wharf, bearing each a can or a sack to carry away his or her portion.
On this day certain members of the Red Cross Society came over to Matanzas from Havana with the intention of arranging for the distribution of this relief. While the eighty-five tons of provisions already referred to was the first of the American relief to be received in Matanzas, a shipment of food to that city had been made by rail early in the week from Havana.
This consignment of about two tons had been directed to the “Agent of the Red Cross, Matanzas.” The railroad people knew of no one representing the Red Cross in their city, consequently the goods lay for five days in the station, and were only taken out and delivered to the starving people after the visiting delegation of the much-talked of society were well on their way back to Havana on the afternoon of March 12.
It subsequently transpired that the Red Cross people in Havana, who made this shipment of food to Matanzas, had intended that it should be received and distributed by Mr. Alexander C. Brice, American consul in that city. Mr. Brice had no intimation that the food was coming, he had no notification of its shipment, and the result of the unfortunate blunder in not properly marking the
goods was that the suffering suffered for five days longer.
Sunday being a holiday, nothing could come through the custom-house; and although the eighty-five tons of food was delivered on the wharf by Saturday evening, it was not examined by the authorities until Monday morning.
It will be remembered that the Spanish government agreed to permit this relief to come into Cuba free of duty.
This it has done; but the regrettable incident of the box of cheap jewelry found among the relief consigned to our consul-general in Havana resulted in the Matanzas custom-house being ordered by the Havana authorities to make an examination of the relief landed in its port, which would not otherwise have been done. It should be stated that the custom-house officials in Matanzas did all in their power to hasten this examination, and that the least possible delay resulted therefrom.
All day Sunday the American Consulate was visited by the reconcentrados asking news of the relief, bringing their tins and bags in the vain hope of at once receiving food. Letters also came to the consul, hundreds of them, in Spanish and in English, recommending to his generosity, and the charity of our country, people whom the writers feared would be overlooked. The letters all told
the same story. The one that is given here with is a fair sample of them all:
A. C. Brice, Esq.:
Dear Sir, —For God’s sake, I recommend you the poor and sick widow, Mrs. _____ for when you will distribute the reliefs coming from States. She has five children, two of them sicks, and nobody help her. She lives No. 21 _____. Many thanks and excuses. Yours truly, ______
Mr. Brice carefully kept all names sent to him in this manner, and the cases were subsequently attended to. Those seeking the Consulate for information could only be told that the food was still in the custom-house, and that they should leave their names and addresses with the civil governor, whose committee would attend to their case.
Wearily the people turned away, and some went to the governor’s palace to enter their names. I followed one woman, wishing to see how she was treated there. She came slowly out of the broad doorway of the palace.
«Did you think for a moment they would allow such as I to enter?” she said to me. “The soldiers turned me away.” Her voice was dull and heavy, and she leaned against the walls for support. “Tell me,” she went on, “is there really food for us?”
I assured her there was, and that more was coming.
“Many of us will die on the palace steps, waiting for them to decide how best to give it to us,” she said.
The civil governor of Matanzas has appointed a committee of seven men to direct the distribution of this relief. Four of these men are doctors, most of them are Cubans, and they are all men of good reputation and standing in the community.
This committee is helped in its work of distribution by the firemen of the city. The bomberos, as they are called in Spanish, are the best association of men in the capital. They are fair and reliable, men of respectability and standing, and that they are well inclined toward the poor is evidenced by the fact that for some time past they have maintained a free dispensary for the diseased and the suffering.
The firemen are to make a canvass of the city, which is divided into districts, report the needs of the distressed in each district to the civil governor, who will issue orders on the warehouse for the food in quantity. The relief thus obtained will be distributed by the firemen, or under their direction, to the families on their original lists.
It is not a simple matter to distribute food to thousands of starving people, and especially in this Spanish city, where many resent this so-called intrusion of our country into their own affairs, and where it is the custom for all men to enrich themselves in some manner from any public work that it befalls them to perform.
This system has the stamp of our consul’s approval. Mr. Brice has been our consul in Matanzas for nearly four years. He saw the beginning of the war, he witnessed its horrors and its cruelties, and now he is active in relieving the misery and starvation that follow, and he has the respect and commendation of all men who know him. Mr. Brice controls the warehouse, and will deliver food on orders signed by the governor only. If he suspects misapplication of the relief, he is at liberty to refuse to deliver until he has seen the abuse remedied.
Mr. Brice is also free to send food where he may see fit, independent of the governor or of the governor’s committee. In this way he will reach many of the “silent sufferers.” This class is large, and perhaps the hardest to reach in all Cuba.
They are the people who, by the war and its consequences, have been reduced from affluence and comfort to absolute, inevitable want. They are starving within the walls of their dismantled homes. Everything has been sold; the house itself is given by deed for the few dollars that will carry them along a month longer.
The men of the family are dead or in the field, the women and children are fighting alone. Their property has been destroyed. In deep mourning, with sunken eyes and hollow cheeks, they are seen walking hurriedly hand in hand. Their faces are gaunt and pale, their eyes furtive and sad and despairing.
Too proud to beg, too sensitive to come openly for relief, they despairingly drag through the bitter days, doing their feeble best to hold on to life —it is often hard for one to imagine for what reasons. Then, in an apathy that is born in the race and fed by years and months of physical suffering and mental anguish, they hopelessly and gently die.
Of all the suffering and sorrow and misery that has come to the people of this fair island by reason of their present struggle for liberty, I believe the greatest burden has been borne by these sad and silent women I have mentioned.
A lady in Matanzas told me this story. It is about one of these silent sufferers. The lady in question had in her house a tame dove, which is a common thing in the city. One day a friend, a young girl about twenty, daughter of a man formerly of considerable wealth and position, called upon her. The hostess was aware that her visitor’s family was in straitened circumstances. The visitor noticed the dove and admired it.
“My little sister, who is ill, you know—and we fear she will die—has been wishing so much for a pet dove. How happy she would be if I could get her one! Do you know where I could do so?”
The dove in question was donated to the small sister, and the girl went home with it under her shawl.
Some days after this she was found, disguised, in the street at night, begging. A gentleman recognized her, led her to his house, and made her sit down at his table. Her mind was wandering; she had eaten nothing since the dove. She fiercely gathered into her shawl the food before her, and staggered toward her home.
Such cases as the above come by various ways to the notice of our consul, as well as to the governor’s committee of seven. It is for the relief of these people that Mr. Brice will distribute independently, and he has secured the assistance, in this branch of his work, of several women in the city.
It is a great pleasure to record that on March 14 one thousand dollars in cash was sent to our consul in Matanzas for the express relief of these silent sufferers, and a like amount was sent to the American consul in Sagua la Grande. This money was given by the Christian Herald of New York.
All day Monday, March 14, the customs officials were busily engaged in examining the relief. The quality and condition of the food sent in were excellent. There were flour and corn meal, rice, bacon, lard, condensed milk, corn, codfish, beans, potatoes, clothing, quinine, etc.
The people of Matanzas are unused to flour and its preparation, and to prevent its being wasted, arrangements have been made with a baker of the city by which this man is to return one hundred and seventy pounds of bread for each two hundred pounds of flour delivered to him. The bread will be given out to the reconcentrados.
On Monday the poor of the city visited the wharf and looked wistfully at the food that was being loaded on drays and ox-carts to be transferred to the warehouse which had been kindly loaned for purposes of storing and distributing the same.
It was difficult to obtain reliable information as to how the Spaniards of Matanzas considered the sending in of this American relief to the starving of their city. The civil governor, who is a man of humane feelings, was undoubtedly pleased, and so, of course, were all Cubans, of whom there are many in Matanzas.
Some of the Spanish element thought that this application of indiscriminate relief was harmful to the people; that if the starving were succored now they would cease all effort to help themselves, and look to our country for future support.
Certain others of the Spaniards were glad to see others assume a duty in which they had so shamefully failed; while still others resented, with expressions of anger, what they were pleased to call our intrusion into their own affairs, and declared that this was a leading step to gain possession of the island, that this was our ulterior motive, and we began our tactics by filling the bellies of the starving people.
One custom-house man was surely hard pressed to account for the arrival of this relief that every one said came from the United States.
“Do you think the Americans are sending you this food?” he said to a group of lingering reconcentrados on the wharf. “Not at all; it comes from the rich Spaniards in New York and Philadelphia.” But I think the reconcentrados knew better than to believe him.
It is probably a fact that some of the ill feeling in Matanzas awakened by our action in this matter can be traced to the pockets of venders of food in Matanzas, who will lose money thereby.
Mr. Brice has spent in this city, since last May, twelve thousand dollars of the fifty-thousand-dollar Congressional appropriation for the relief of American citizens in Cuba; this expenditure will now cease. And while the reconcentrados surely had little enough to spend on food, still there was something; and now even this will probably be lessened.
On Tuesday, the 15th, the relief was all in the warehouse and ready to be distributed on the governor’s orders. The firemen and the committee of seven were busy with lists, and this work was being attended to as well as could be expected.
There will doubtless be some hitches in the beginning; but under the sharp eyes and decisive action of our consul they will soon be straightened out, and by the time the second consignment of relief reaches Matanzas the entire distributing machinery will be in working order.
It is Mr. Brice’s intention to establish kitchens where cooked food will be given out to the sick and to those who have no facilities at their command for the preparation of the raw article.
There has been established in the palace a bureau where those who have been omitted from the firemen’s lists can repair and enter their names. This bureau is accessible to the people, and they are no longer turned away from the palace doors by the Spanish soldiers.
The same vessels that brought this relief to Matanzas have proceeded to Sagua la Grande, bearing as much food to that city as was left here. There the distribution of the food is in the hands of American Consul Barker.
The four hospitals in Matanzas are receiving good and ample rations. On an allowance of a pound a day to each person, eighty-five tons of provisions will feed ten thousand people for seventeen days. The excellent arrangements completed in Havana by Mr. Louis Klopsch, of the Christian Herald, for the shipping to various points on the island of the American food received in that city, and the telling efforts of Mr. Klopsch to have this food sent down to Cuba from the United States, leave no doubt that Matanzas will receive a second supply before its present one is exhausted.
Even in Havana, where food has always been more plentiful, and where the American relief has been actively applied for some weeks past, the distress and suffering are still great. Mention of this has already been made in these letters.
On the front page of this number of the WEEKLY will be seen an excellent picture of Los Fosos, in Havana. This place is a long narrow yard not five minutes’ walk from the Prado, the Fifth Avenue of Havana. Los Fosos was formerly, and to a certain extent still is, a storehouse for the city drays, a stable for the city mules, and the depository for old and useless municipal property.
This is the only place that the city of Havana provides for the free shelter of the vast number of reconcentrados within her walls. In English the name Los Fosos means The Ditches, and the name is well applied.
Formerly the condition of Los Fosos and its wretched inmates was indescribable. Six hundred people were crowded into the two-story shambles on the left. They were naked and starving, diseased, filthy, dead, and dying. There were no beds, no food, no attendance, and no help —nothing but a herded mass of Cuba’s unfortunates, reeking with dirt, eaten by disease, who had dragged themselves to Los Fosos to die. And die they did, at the rate of thirty a day.
During November and December of last year efforts were made to better the condition of Los Fosos. Subsequently the Red Cross Society became active in this field, and much good has been accomplished.
To one who now visits Los Fosos the improved condition of affairs is readily seen. There are beds and bedding; there is regular food; doctors are in attendance; medicine is supplied; and efforts are made toward cleanliness. The death-rate varies from three to six a day. But in Los Fosos to-day, bettered as it is, occur scenes of misery, disease, starvation, and death that can never be driven from the memory of those who witness them.
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